Salisbury. Una plaza pública.
Entran el SHERIFF y la guardia, con BUCKINGHAM, conduciéndole al cadalso.
BUCKINGHAM: ¿No permitirá el rey Ricardo: que hable con él?
SHERIFF: ¡No, buen milord! ¡Resignaos, por tanto!
BUCKINGHAM: ¡Hastings y vosotros, hijos de Eduardo; Grey y Rivers, santo rey Enrique, y; Eduardo, su amable hijo; Vaughan y todos los; que habéis desaparecido bajo la mano, corrompida de la injusticia solapada! Si, vuestras almas ofendidas y dolientes contemplan, a través de las nubes, el espectáculo de esta hora fatal, para venganza vuestra, mofaos de mi destrucción. ¿No es hoy el día de todas las Ánimas, compañeros?
SHERIFF: Lo es, milord.
BUCKINGHAM: ¡Pues, entonces, el día de todas las Ánimas es el día del juicio de mi cuerpo! ¡Este es el día que, en tiempos de Eduardo, deseé que me fuera funesto si hacía traición a sus hijos o a los allegados a su esposa! ¡Este es el día que juré morir víctima de la perfidia del hombre en quien hubiera depositado la mayor confianza! ¡Este; este es el día de todas las Ánimas, para espanto de mi ánima; es el término asignado a mis maldades! ¡Ese Dios Todopoderoso, de quien yo me burlaba, ha hecho recaer sobre mi cabeza el efecto de mi hipócrita súplica, y me concede de veras lo que pedí en broma! ¡Así obliga a las espaldas de los malvados a volver sus puntas afiladas contra los pechos de sus poseedores! ¡Así cae con todo su peso sobre mi frente la maldición de Margarita! ¡Cuando destroce de dolor tu corazón —me dijo—, acuérdate de que Margarita fue una profetisa!… ¡Vamos, oficiales, conducidme al infamante tajo! ¡El crimen es castigado por el crimen, y la infamia, juzgada por la infamia!
Salen BUCKINGHAM, etcétera.