Londres. Ante el Palacio.

Entra la REINA MARGARITA[105].

REINA MARGARITA: ¡Al fin, la prosperidad toca ya a su madurez y caerá en las fauces podridas de la muerte! He vagado secretamente alrededor de estos lugares para observar la ruina de mis enemigos. Soy testigo de su siniestra iniciación, y me voy a Francia, esperando que lo que siga sea tan amargo, negro y rebosante de tragedia. ¡Aléjate, desgraciada Margarita! ¿Quién viene?

Entra la REINA ISABEL y la DUQUESA DE YORK.

REINA ISABEL: ¡Ah mis pobres príncipes! ¡Ah mis tiernos niños! ¡Mis flores en capullo! ¡Mis nacientes perfumes! ¡Si aún flotan en el aire vuestras gentiles almas y no han sido prendidas en la eternal mansión, extended en torno a mí vuestras etéreas alas y escuchad los lamentos de vuestra madre!

REINA MARGARITA: Revolotead alrededor de ella; decidle que es justicia por justicia si la aurora de vuestra infancia ha sido eclipsada por la perpetua noche.

DUQUESA: Tantas miserias han apagado mi voz, que mi lengua, embotada de plañir, permanece silenciosa y muda. Eduardo Plantagenet, ¿por qué has muerto?

REINA MARGARITA: ¡Plantagenet compensa a Plantagenet! ¡Eduardo paga a Eduardo una deuda mortal!

REINA ISABEL: ¿Pudiste, ¡oh Dios!, abandonar a esos mansos corderillos y arrojarlos en las entrañas del lobo? ¿Dormías, acaso, cuando fue cometida semejante acción?

REINA MARGARITA: ¿Y cuando murieron el santo Enrique y mi adorado hijo?

DUQUESA: ¡Vivir muriendo, mirar sin ver, pobre espectro de viviente mortalidad, espectáculo de horrores, oprobio del universo, propiedad de la tumba que usurpa su existencia, breve extracto y recuerdo de aciagos días, reposa tu cuerpo sin reposo en el suelo leal de Inglaterra (Dejándose caer.), ilegalmente embriagada con sangre inocente!

REINA ISABEL: (Sentándose a su lado). ¡Ah! ¡Que no puedas ofrecerme tan pronto una tumba como puedes concederme un triste asiento! ¡Entonces quisiera, que no descansaran mis huesos, sino que se hundieran aquí! ¡Ah! ¿Quién con más motivos para llorar que nosotras?

REINA MARGARITA: Si es más digno de veneración un antiguo pesar, concededle al mío el privilegio de la vejez y dejad que mis dolores sean los que abran el paso. (Sentándose en el suelo con ellas). Si el dolor puede admitir asociación, que la vista de mis males repita los vuestros. ¡Yo tenía un Eduardo, hasta que un Ricardo lo mató! ¡Yo tenía un esposo, hasta que un Ricardo lo mató! ¡Tú tenías un Eduardo, hasta que un Ricardo lo mató! ¡Tú tenías un Ricardo, hasta que un Ricardo lo mató!

DUQUESA: ¡Yo tenía también un Ricardo, y tú lo mataste! ¡Yo tenía también un Rutland, y tú ayudaste a matarle!

REINA MARGARITA: ¡Tú tenías un Clarence también, y Ricardo lo mató! ¡De lo más recóndito de tus entrañas salió el infernal sabueso que nos ha perseguido de muerte a todos! ¡Ese perro, que tuvo dientes antes que ojos[106] para despedazar a indefensos corderos y beber su generosa sangre! ¡Ese odioso destructor de la obra de Dios! ¡Ese tirano por excelencia, el primero de la tierra, que reina en los ojos resecos de las llorosas almas, ha salido de tu vientre para perseguirnos hasta en nuestras tumbas! ¡Oh Dios justo, equitativo, sincero, dispensador! ¡Cuánto te agradezco que ese perro carnívoro haya devorado el fruto de las entrañas de su madre y la haya hecho compañera de banco del dolor de los demás!

DUQUESA: ¡Oh esposa de Enrique!… ¡No triunfes de mis males! ¡Pongo a Dios de testigo que he llorado los tuyos!

REINA MARGARITA: ¡Perdóname! ¡Estoy sedienta de venganza, y no me sacio de contemplarla! ¡Tu Eduardo, que mató a mi Eduardo, ha muerto! ¡El otro Eduardo muerto compensa a mi Eduardo! ¡El joven York no sirve sino de apoyo a mi venganza, pues los otros dos no podían juntos igualar en perfección el exceso de mi pérdida!… ¡Tu Clarence, que apuñaló a mi Eduardo, ha muerto, y con él los espectadores de aquella escena trágica, El adúltero Hastings, Rivers, Vaughan y Grey, todos prematuramente estrangulados, en sus tenebrosas tumbas! ¡Ricardo todavía vive, negro espía del infierno, reservado como solo agente para el tráfico de las almas que le envía; pero al alcance, al alcance se halla también su lastimoso fin, que nadie deplorará! ¡Abre la tierra sus fauces, hierve el infierno, rugen los demonios, oran los santos porque desaparezca precipitadamente de aquí! ¡Cancela, querido Dios, te ruego, el compromiso de su vida, para que viva yo lo suficiente y pueda exclamar! ¡Ha muerto el perro!

REINA ISABEL: ¡Oh! ¡Tú profetizaste que llegaría un tiempo en que imploraría tu auxilio para maldecir a esa ventruda araña, a ese deforme lagarto!

REINA MARGARITA: ¡Y te llamé entonces vano alarde de mi esplendor; te llamé entonces pobre sombra, esbozo de reina; pura representación de lo que yo había sido; programa adulador de un espectáculo lamentable; mujer elevada al pináculo para caer en tierra precipitadamente; madre, solamente para la mofa, de dos hermosos niños, sueño de lo que quería ser; brillante enseña, expuesta a ser blanco de los más peligrosos ataques; una ficción de dignidad, un soplo, una burbuja, una reina de teatro, nacida sólo para la escena! ¿Dónde está tu esposo ahora? ¿Dónde tus hermanos? ¿Dónde tus hijos? ¿Dónde tu alegría? ¿Quién te saluda, se arrodilla y dice: «Dios salve a mi reina»? ¿Dónde los curvados pares que te adulaban? ¿Dónde el gentío que en el tropel te seguía? ¡Repasa todo esto, y ve cómo eres ahora! En vez de una esposa dichosa, una viuda desdichada; en vez de una madre satisfecha, una madre que deplora el nombre; en vez de una a quien se suplica, una humilde suplicante; en vez de una reina, una verdadera cautiva, coronada de amarguras; en vez de la que me despreciaba, la que ahora desprecio; en vez de la que atemorizaba a todos, la que al presente se atemoriza de uno; en vez de la que mandaba a todos, la que ninguno obedece. Así la rueda de la Justicia ha hecho su revolución y te ha dejado presa del tiempo, sin otro bien que el recuerdo de lo que has sido, para torturarte en demasía siendo lo que eres. Tú usurpaste mi sitio, ¿y no habías de usurpar la justa proporción de mi dolor? ¡Ahora tus orgullosos hombros soportan la mitad de mi yugo, y sustrayendo a él mi cabeza, fatigada de llevarlo, arrojo el peso entero sobre ti! ¡Adiós, esposa de York y reina de tristes infortunios! Estas desdichas de Inglaterra me harán sonreír en Francia.

REINA ISABEL: ¡Oh tú, tan hábil en maldiciones! Aguarda un momento y enséñame a maldecir a mis enemigos.

REINA MARGARITA: Deja transcurrir las noches sin sueño y ayuna durante el día. Compara tu extinta grandeza con tus vivas desgracias. Imagínate a tus hijos más bellos de lo que eran, y al que los ha matado, más horrible de lo que es. Ampliando tus pérdidas, harás más odioso al que las ha causado. ¡Revuelve todo eso, y aprenderás a maldecir!

REINA ISABEL: Mis palabras son débiles. ¡Oh! ¡Préstales energía con las tuyas!

REINA MARGARITA: Tus desgracias las aguzarán, haciéndolas penetrantes como las mías.

Sale la REINA MARGARITA.

DUQUESA: ¿Por qué habían de ser las calamidades tan pródigas en palabras?

REINA ISABEL: ¡Locuaces abogados de las desgracias de sus clientes, vanos herederos de alegrías ab intestato, pobres oradores exhalando miserias! ¡Dejadlas en libertad! ¡Aunque no puedan darnos otro consuelo, todavía alivian al corazón!

DUQUESA: Si es así, no encadenéis entonces vuestra lengua, Venid conmigo, y en la amargura que respiren nuestras palabras ahoguemos a mi condenado hijo, que ha ahogado a tus dos tiernos hijos. (Clarines dentro). ¡Toques de clarín!… ¡Seamos abundantes en exclamaciones!

Entran, marchando, el REY RICARDO y su séquito.

REY RICARDO: ¿Quién me cierra el paso en mi marcha guerrera?

DUQUESA: ¡Oh! ¡La que debiera habértelo cerrado, estrujándote en su vientre maldito, por todos los crímenes que has cometido, miserable!

REINA ISABEL: ¿Te atreves a cubrir con una corona de oro esa frente en donde, si la justicia fuera justicia, debería escribirse con un hierro enrojecido el asesinato del príncipe dueño de esa corona y la muerte feroz de mis pobres hijos y hermanos? Dime, miserable criminal: ¿dónde están mis niños?

DUQUESA: ¡Sapo, sapo! ¿Dónde está tu hermano Clarence? ¿Y el pequeño Eduardito Plantagenet, su hijo?

REINA ISABEL: ¿Dónde los nobles Rivers, Vaughan y Grey?

DUQUESA: ¿Dónde el caballeroso Hastings?

REY RICARDO: ¡Tocad marcha, trompetas! ¡Batid los parches, tambores! ¡Que no oiga el Cielo estas triquiñuelas de mujeres que insultan al ungido del Señor! ¡Redoblad, digo! (Clarines y tambores, alarmas). ¡Calma y habladme con mesura, o ahogaré vuestras exclamaciones entre estos clamores de guerra!

DUQUESA: ¿Eres tú mi hijo?

REY RICARDO: ¡Sí, gracias a Dios, a mi padre y a vos!

DUQUESA: Entonces escucha pacientemente lo que dicte mi impaciencia.

REY RICARDO: Señora, tengo un carácter de la condición del vuestro, que no puede soportar el acento de los reproches.

DUQUESA: ¡Oh! ¡Dejadme hablar!

REY RICARDO: Hablad, pues; pero no os escucharé.

DUQUESA: Será dulce y moderada en mis palabras.

REY RICARDO: ¡Y breve, querida madre, pues tengo prisa!

DUQUESA: ¿Tanta prisa tienes? ¡Yo te he esperado, bien lo sabe Dios, entre tormentos y agonías!

REY RICARDO: ¿Y acaso no he venido al mundo para reconfortaros?

DUQUESA: ¡No! ¡Por la Santa Cruz! ¡Lo sabes bien! ¡Tú has venido a la tierra para hacer de ella mi infierno! ¡Tu nacimiento ha sido para mí una carga abrumadora! ¡Irritable y colérica fue tu infancia; tus días escolares, terribles, desesperados, salvajes y furiosos! ¡Tu adolescencia, temeraria, irrespetuosa y aventurera; tu edad madura, orgullosa, sutil, falsa y sanguinaria; más dulce cuanto más dañina; cariñosa cuando odiaba! ¿Qué confortable hora puedes nombrarme que haya gozado jamás en tu compañía?

REY RICARDO: ¡Ninguna, a fe mía, a no ser la hora de Humphrey[107], que llamaba a Vuestra Gracia a almorzar lejos de mi compañía! Si soy mortificante a vuestros ojos, dejadme marchar y no os ofendáis, señora… ¡Batid tambores!

DUQUESA: ¡Óyeme, por favor!

REY RICARDO: ¡Habláis con demasiada acritud!

DUQUESA: ¡Óyeme una palabra, porque jamás volveré a hablarte!

REY RICARDO: ¡Sea!

DUQUESA: ¡O perecerás por la justa voluntad de Dios, antes de regresar victorioso de esta guerra, o yo moriré de vejez y dolor y nunca más volveré a verte! ¡Por tanto, vaya contigo mi más abrumadora maldición! ¡Que en el día de la batalla pese ella sobre ti más que la armadura completa con que te vistas! ¡Mis oraciones combatirán de parte de tus adversarios! ¡Las tiernas almas de los niños de Eduardo armarán de valor a tus enemigos, murmurándoles al oído, y les prometerán el éxito y la victoria! ¡Como sanguinario que eres, sanguinario será tu fin! ¡La vergüenza que ha acompañado tu vida te seguirá a tu muerte!(Sale).

REINA ISABEL: Aunque pudiera ir más lejos en mis maldiciones, por mayor causa, me faltan arrestos. ¡Sólo diré a las suyas amén! (Yéndose).

REY RICARDO: Esperad señora; he de hablar una palabra con vos.

REINA ISABEL: ¡No tengo más hijos de sangre real que puedas asesinar! En cuanto a mis hijas, Ricardo, serán religiosas consagradas a la oración, no llorosas reinas. Por tanto, no atentes contra sus vidas.

REY RICARDO: Tenéis una hija llamada Isabel, virtuosa y bella, graciosa y llena de majestad.

REINA ISABEL: ¿Y debe morir por esto? ¡Oh! ¡Déjala vivir, y yo corromperé sus costumbres, manchando su belleza! ¡Me deshonraré a mí misma como infiel al lecho de Eduardo, y arrojaré sobre ella el velo de la infamia! ¡Con tal de que pueda vivir al abrigo del sangriento puñal, declararé que no es hija de Eduardo!

REY RICARDO: ¡No infaméis su nacimiento! ¡Isabel es una princesa real!

REINA ISABEL: ¡Para salvar su vida, yo diré que no!

REY RICARDO: ¡Su solo nacimiento basta para garantizarlo!

REINA ISABEL: ¡Y sólo a causa de esta garantía murieron sus hermanos!

REY RICARDO: ¡Mirad, en su nacimiento se mostraron contrarias las estrellas protectoras!

REINA ISABEL: No, los contrarios a sus vidas fueron los amigos protectores.

REY RICARDO: Todos los designios del Destino son inevitables.

REINA ISABEL: En efecto: cuando, evitada la virtud, se tuerce el destino. ¡Mis hijos estaban destinados a una muerte gloriosa si la virtud le hubiera bendecido con una vida más gloriosa!

REY RICARDO: Habláis como si yo fuera el asesino de mis sobrinos.

REINA ISABEL: ¡Sobrinos, verdaderamente, privados por su tío de la felicidad, la corona, la familia, la libertad y la vida! ¡Fuera cual fuese la mano que atravesó sus tiernos corazones, tu cabeza dirigió indirectamente el golpe! ¡No hay duda que el puñal asesino se hubiera embotado, de no haberse afilado en tu corazón de piedra para ahondar en las entrañas de mis corderos! ¡Si el hábito de dolor no acabase por dominar mi violencia, mis labios repetirían el nombre de mis hijos a tus oídos hasta que mis uñas se clavasen como anclas en tus ojos! ¡Y yo, lanzada en el golfo desesperado de la muerte, semejante a un pequeño esquife sin velas y sin jarcias, me estrellaría en pedazos sobre tu corazón de roca!

REY RICARDO: ¡Señora, ojalá pueda vencer en mi empresa y en los peligrosos azares de la sangrienta guerra, como es cierto que deseo más bien a vos y a los vuestros que os he hecho mal a vos y a vuestros hijos!

REINA ISABEL: ¿Cuál bien cubre la cara de los cielos para descubrirlo y que pueda hacerme bien?

REY RICARDO: La elevación de vuestras hijas, noble señora.

REINA ISABEL: ¿Al cadalso, para perder allí sus cabezas?

REY RICARDO: ¡A la dignidad y cúspide de la fortuna, al alto puesto imperial de las glorias de esta tierra!

REINA ISABEL: ¡Adula mi dolor con su recuerdo! Dime: ¿qué estado, qué dignidad, qué honor puedes tú conceder a ninguna de mis hijas?

REY RICARDO: Todos los que poseo, todos, incluyo yo mismo, los quiero ofrecer en dote a una de tus hijas. Así, anega en el Leteo de tu irritado corazón el triste recuerdo de los males que supones te he causado.

REINA ISABEL: Sé breve, antes que el proceso de tu bondad se prolongue más que la duración de ella.

REY RICARDO: Sabe, pues, que amo a tu hija con un afecto fuera de mí.

REINA ISABEL: La madre de mi hija cree que la amas con un afecto fuera de ti.

REY RICARDO: ¿Qué creéis?

REINA ISABEL: Que amas a mi hija fuera de tu afecto. Así, con un afecto fuera de ti, amaste a sus hermanos; y con un afecto fuera de mí, te lo agradezco.

REY RICARDO: No seáis tan propicia a confundir mis términos. Digo que amo a vuestra hija con un afecto fuera de toda medida, y que intento hacerla reina de Inglaterra.

REINA ISABEL: Bien; y dime: ¿a quién te propones darle por rey?

REY RICARDO: ¡Al que la hará reina! ¿A quién otro iba a ser?

REINA ISABEL: ¡Cómo! ¿Tú?

REY RICARDO: ¡Yo propio! ¿Qué os parece?

REINA ISABEL: ¿Cómo podrías enamorarla?

REY RICARDO: Eso es lo que desearía aprender de vos como quien mejor conoce su carácter.

REINA ISABEL: ¿Y quisieras aprenderlo de mí?

REY RICARDO: Con todo mi corazón, señora.

REINA ISABEL: Envíale, por medio del hombre que asesinó a sus hermanos, dos corazones ensangrentados, donde hayas grabado los nombres de Eduardo y de York. Entonces quizá llore. Si es así, enséñale un pañuelo empapado en la sangre de Rutland, como el que Margarita presentó a tu padre en parecida ocasión. Le dirás que ese pañuelo recogió la savia purpúrea del cuerpo de su hermano querido, y le aconsejarás enjugue con él sus lágrimas. Si esta inducción no la mueve a amarte, resume en una carta tus nobles acciones y envíasela. Dile que fuiste tú quien hizo perecer a sus tíos Clarence y Rivers, sí, y puedes añadir que por interés hacia ella te has deshecho inmediatamente de su buena tía Ana.

REY RICARDO: Os mofáis de mí, señora. Ese no es el medio de conseguir vuestra hija.

REINA ISABEL: No hay otro, a no ser que logres transformarte hasta el punto de no ser ya el Ricardo que cometió todo eso.

REY RICARDO: Y ¿si le decís que lo hice por amor a ella?

REINA ISABEL: Pues, entonces, ella no podría verdaderamente sino odiarte, tras haber tú adquirido su amor al precio de tan sangriento botín.

REY RICARDO: Escuchad: lo hecho no puede repararse. El hombre comete algunas veces, sin reflexionar, acciones de que más tarde tiene que arrepentirse. Si he arrebatado el reino a vuestros hijos, quiero, en reparación, entregarlo a vuestra hija. Si hice perecer los frutos de vuestro seno, para resucitar vuestra prosperidad, engendraré en vuestra hija una estirpe de vuestra sangre. El nombre de abuela no es menos dulce que el tierno de madre. Ellos serán igualmente vuestros hijos, en menor grado; pero hijos de vuestro temple, de vuestra sangre. Un mismo dolor los habrá enviado al mundo, añadiendo sólo una noche de sufrimientos, que durará por la misma pena que vos sufristeis. Vuestros hijos han logrado vuestra juventud; los míos serán el consuelo de vuestra vejez. La pérdida que deploráis no es otra que la de un hijo rey, y por esta pérdida vuestra hija será reina. No puedo ofreceros cuantas compensaciones quisiera; aceptad, pues, las que os propongo. Dorset, vuestro hijo, que ha ido a ocultar su descontento a tierra extranjera, podrá, merced a esta alianza, volver a sus lares y alcanzar las más elevadas dignidades y la más brillante fortuna. El rey, que nombrará a vuestra bella hija su esposa, dará familiarmente a vuestro Dorset el título de hermano. Vos seréis todavía la madre de un rey; y todas las ruinas de una época de desgracia serán reparadas con el tesoro de una doble felicidad. ¡Qué! ¡Aún nos quedan hermosos días que vivir! Las líquidas gotas de lágrimas que habéis vertido serán otra vez transformadas en perlas de Oriente, pagando su usura con un interés de felicidad diez veces mayor. Ve, pues, madre mía, a buscar a tu hija; enardece, por tu experiencia, su tímida juventud; prepara sus oídos para escuchar los juramentos de un enamorado; inflama su tierno corazón con el deseo ambicioso de la dorada soberanía; revela a la princesa la dulzura de esa horas silenciosas del matrimonio feliz. Y cuando este brazo haya castigado a ese pequeño rebelde, a ese versátil Buckingham, volveré cubierto de triunfantes guirnaldas y conduciré a tu hija al lecho de un vencedor. A ella es a quien haré homenaje de mis éxitos y mis conquistas, y ella sola será victoriosa, el César del César.

REINA ISABEL: ¿Qué podría decirle?… ¿Que el hermano de su padre quisiera ser su esposo? ¿O le diré su tío? ¿O el que ha matado a sus hermanos y a sus tíos? ¿Bajo que título le anunciaré vuestros deseos, que Dios, las leyes, mi honor y su amor puedan serle agradables a su tierna juventud?

REY RICARDO: ¡Mostradle esta alianza, para la paz de la hermosa Inglaterra!

REINA ISABEL: La cual pagaría con una guerra perdurable.

REY RICARDO: ¡Decidle que el rey, que puede ordenar, suplica!

REINA ISABEL: Que consienta en lo que prohíbe el Rey de Reyes.

REY RICARDO: ¡Decidle que será una alta y poderosa reina!

REINA ISABEL: Para deplorar el título como su madre.

REY RICARDO: ¡Decidle que la amaré eternamente!

REINA ISABEL: Pero ¿qué duración tendría para ti la palabra eterno?

REY RICARDO: ¡Lo que dure bellamente su buena vida!

REINA ISABEL: Pero ¿cuánto buenamente durará su vida bella?

REY RICARDO: El tiempo que convenga al Cielo y a la Naturaleza.

REINA ISABEL: ¡El que el infierno y Ricardo quieran!

REY RICARDO: Decidle que yo, su soberano, soy su humilde súbdito.

REINA ISABEL: ¡Pero ella, vuestra súbdita, aborrece semejante soberanía!

REY RICARDO: Sed elocuente para recomendarme a ella.

REINA ISABEL: Una proposición honrada triunfa mejor exponiéndola sencillamente.

REY RICARDO: Entonces, anunciadle mi amorosa proposición en términos sencillos.

REINA ISABEL: Es imprudente anunciar con sencillez lo que no es honrado.

REY RICARDO: Vuestras razones son demasiado superficiales y vivas.

REINA ISABEL: ¡Oh, no! Mis razones son demasiado profundas y muertas… ¡Pobres niños, en lo profundo de sus tumbas demasiado muertos!

REY RICARDO: No toquéis más esa cuerda, señora; eso ha pasado.

REINA ISABEL: ¡La tocaré hasta que se rompa la de mi corazón!

REY RICARDO: Pues, ¡por mi San Jorge, mi Jarreta y mi corona…!

REINA ISABEL: ¡Has profanado al uno, deshonrado la otra y usurpado la tercera!

REY RICARDO: ¡Juro…!

REINA ISABEL: ¡Por nada! ¡Ese no es un juramento! ¡Tu San jorge, profanado, ha perdido su santa dignidad! ¡Tu Jarreta, envilecida, está despojada de su virtud caballeresca! ¡Tu corona, usurpada, se ha deshonrado en su gloria! ¡Si deseas prestar un juramento que te obligue y yo crea, jura entonces por algo que no hayas ultrajado!

REY RICARDO: ¡Por el Universo!…

REINA ISABEL: ¡Está lleno de tus odiosos crímenes!

REY RICARDO: ¡Por la muerte de mi padre!…

REINA ISABEL: ¡Le deshonraste con tu vida!

REY RICARDO: ¡Entonces, por mí mismo!…

REINA ISABEL: ¡A ti mismo te has envilecido!

REY RICARDO: ¡Pues, entonces, por Dios!…

REINA ISABEL: ¡Dios ha sido el más ultrajado de todos! Si hubieses temido violar un juramento hecho en su nombre, no hubiera sido rota la unión formada por el rey, mi esposo, ni asesinado mi hermano. Si hubieras temido un juramento hecho en su nombre, el metal imperial que ahora ciñe tu cabeza habría ornado las tiernas sienes de mi hijo, y los jóvenes príncipes respirarían aún; mientras ahora, dulces camaradas de sueño en el polvo de la muerte, por el quebrantamiento de tu fe, yacen los dos pasto de los gusanos. ¿Por qué puedes tú jurar ya?

REY RICARDO: ¡Por el porvenir!

REINA Isabel: ¡Lo has ofendido en el pasado! ¡Porque a mí misma me quedan muchas lágrimas que verter en el porvenir por el pasado, lleno de tus crímenes! ¡Los hijos de los padres a quien asesinaste viven para deplorar en su vejez su abandonada juventud! ¡Los padres de los hijos que tú has degollado viven, como ramas marchitas, para deplorar su infortunio en su vejez! ¡No jures por el porvenir! ¡Has abusado de él antes de poderlo usar, por el mal uso del pasado!

REY RICARDO: ¡Así fracase en mi peligrosa lucha contra mis enemigos en armas como deseo reparar mis faltas y arrepentirme! ¡Que yo mismo a mí mismo me confunda! ¡Que el Cielo y la suerte me nieguen horas felices! ¡Que el día no me otorgue su luz ni la noche su descanso! ¡Opónganse todos los propios planetas a mis designios si, con el más puro amor, la devoción más inmaculada, los más santos pensamientos, no dirijo mis votos a tu bella y noble hija! ¡En ella reside mi felicidad y la tuya! ¡Sin ella, veo caer sobre mí, sobre ti, sobre ella misma, sobre la patria y sobre muchas almas cristianas, la muerte, la desolación, la ruina y el caos! ¡Todo esto sólo se puede evitar con su amor! ¡Todo esto no se evitará sino con su amor! Por tanto, querida madre (pues ya os debo llamar querida madre), sed ante ella el abogado de mi amor. Ponderadle lo que seré, no lo que he sido; no mis méritos presentes, sino los que sabré conquistar. Insistid en la necesidad y la razón de Estado, y no os opongáis en modo alguno a tan grandes proyectos.

REINA ISABEL: ¿Me dejaría así tentar del demonio?

REY RICARDO: Sí, si el demonio te tienta para el bien.

REINA ISABEL: ¿Me olvidaría yo misma de mí misma?

REY RICARDO: Sí, si el recuerdo de vos misma os hace daño a vos misma.

REINA ISABEL: ¡Pero has asesinado a mis hijos!

REY RICARDO: Mas los sepultaré en el seno de vuestra hija, en cuyo nido perfumado renacerán por sí mismos para vuestro consuelo.

REINA ISABEL: ¿Haré someter a mi hija a tu voluntad?

REY RICARDO: ¡Y os convertiréis por ese medio en madre dichosa!

REINA ISABEL: Iré… Escribidme pronto y conoceréis por mí sus sentimientos.

REY RICARDO: ¡Llevadle el beso de mi sincero amor! (La besa). ¡Y con esto, adiós! (Sale la REINA ISABEL). ¡Frágil mujer al fin, sin seso, imbécil y pronta a perdonar! (Entra RATCLIFF, CATESBY le sigue). ¡Hola! ¿Qué noticias hay?

RATCLIFF: Poderoso señor, sobre la costa oeste avanza una flota formidable. A sus riberas acude una masa de amigos dudosos, de corazón disimulado, sin armas y no resueltos a impedir el desembarco. Se cree que Richmond es el almirante de ella, y que se mantiene al ancla, en espera de que Buckingham les preste ayuda viniendo de la orilla.

REY RICARDO: ¡Que un amigo ligero de piernas corra en busca del duque de Norfolk! Ratcliff, tú mismo…, o Catesby. ¿Dónde está?

CATESBY: ¡Aquí, señor!

REY RICARDO: Catesby, ¡volando en busca del duque!

CATESBY: ¡Iré con toda celeridad que conviene, señor!

REY RICARDO: ¡Acércate aquí, Ratcliff! Corre a Salisbury, y cuando estés allá… (A CATESBY). ¡Estúpido idiota! ¿Por qué te quedas ahí parado y no vas en busca del duque?

CATESBY: Primero, poderoso señor, decidme, si place a Vuestra Alteza, qué debo comunicarle de parte de Vuestra Gracia.

REY RICARDO: ¡Oh!, es verdad, buen Catesby… Dile que reúna inmediatamente todas las fuerzas de que disponga y me las envíe a toda prisa a Salisbury.

CATESBY: ¡Parto! (Sale).

RATCLIFF: Y yo, ¿qué deseáis que haga en Salisbury?

REY RICARDO: ¡Bah! ¿Qué queréis hacer antes que llegue yo?

RATCLIFF: Vuestra Alteza me dijo que partiera enseguida.

Entra STANLEY.

REY RICARDO: He cambiado de parecer… Stanley, ¿qué noticias traéis?

STANLEY: No lo bastante buenas, mi soberano, para que os alegréis al saberlas, ni tan malas que no puedan comunicarse.

REY RICARDO: ¡Hombre! ¡Con enigmas ahora! ¡Ni buenas ni malas! ¿Qué necesidad de venir así, con tantos atajos, cuando puedes explicarte por el camino más corto? Una vez más, ¿qué noticias hay?

STANLEY: Richmond está en el mar.

REY RICARDO: ¡Que allí se hunda y que la mar lo trague! ¡Vagabundo sin valor! ¿Qué hace allí?

STANLEY: No lo sé, poderoso señor, sino por conjetura.

REY RICARDO: Bien; ¿qué conjeturáis? ¿Qué conjeturáis?

STANLEY: Que, requerido por Dorset, Buckingham y Morton, se ha hecho a la mar rumbo a Inglaterra para reclamar la corona.

REY RICARDO: ¿Está vacante el trono? ¿No tiene dueño la espada? ¿Está muerto el rey? ¿El imperio sin poseedor? ¿Qué heredero de York queda vivo sino nosotros? Y ¿quién es el rey de Inglaterra sino el heredero del gran York? Entonces, decidme: ¿qué hace en los mares?

STANLEY: Si no es para eso, señor, no lo adivino.

REY RICARDO: Si no es para venir a ser vuestro soberano, ¿no adivináis a qué viene el galés[108]? ¡Temo que te rebeles y te pases a él!

STANLEY: ¡Buen lord, no desconfiéis de mí!

REY RICARDO: ¿Dónde están, entonces, tus fuerzas para rechazarle? ¿Dónde tus vasallos y tus soldados? ¿No están ya sobre la costa occidental para secundar el desembarco de los rebeldes?

STANLEY: No, buen lord; mis amigos están en el Norte.

REY RICARDO: ¡Fríos amigos para mí! ¿Qué hacen en el Norte, cuando debían estar sirviendo a su soberano en el Oeste?

STANLEY: No les ha sido ordenado, poderoso rey. Si Vuestra Majestad quiere autorizarme, puedo reunir a mis amigos e incorporarme a Vuestra Gracia donde y en el tiempo que elija Vuestra Majestad.

REY RICARDO: ¡Sí; tú quisieras marchar a unirte con Richmond; pero no me fiaré de ti!

STANLEY: ¡Poderoso soberano, no tenéis motivos para dudar de mi adhesión! ¡Nunca fui ni nunca seré traidor!

REY RICARDO: Id, pues, y reunid vuestros hombres. Pero dejadme en rehenes a vuestro hijo George Stanley[109]. ¡Mirad que me seáis fiel, o, de lo contrario, la cabeza de vuestro hijo no estará segura!

STANLEY: Obrad con él, señor, según yo os muestre mi fidelidad. (Sale STANLEY).

Entra un MENSAJERO.

MENSAJERO PRIMERO: Gracioso soberano: en el Devonshire, según me acaban de advertir amigos míos, se han levantado en armas sir Eduardo Courtney[110] y el altivo prelado, obispo de Exeter, su hermano mayor, con gran número de confederados.

Entra otro MENSAJERO.

MENSAJERO SEGUNDO: En Kent, mi soberano, los Guildfords se han levantado en armas, y a cada instante se unen grupos de competidores a los rebeldes, cuyo ejército aumenta constantemente.

Entra otro MENSAJERO.

MENSAJERO TERCERO: Milord, las tropas del gran Buckingham…

REY RICARDO: ¡Fuera de mi presencia, búho! ¿Sólo sabes lanzar graznidos de muerte? (Le golpea). ¡Toma! ¡Ten eso, hasta que me traigas mejores nuevas!

MENSAJERO TERCERO: Las noticias que os traía a Vuestra Majestad eran… que una violenta tempestad y desbordamientos e inundaciones han dispersado y puesto en desorden el ejército de Buckingham, y que él anda errante y solo sin que nadie sepa donde está.

REY RICARDO: ¡Te pido perdón! ¡He aquí una bolsa para curarte los golpes que te he dado! ¿Se le ha ocurrido a algún amigo previsor anunciar una recompensa para el que entregue al traidor?

MENSAJERO TERCERO: Ya se ha anunciado, señor.

Entra otro MENSAJERO.

MENSAJERO CUARTO: Sir Thomas Lovel y el marqués de Dorset, se han levantado en armas en el Yorkshire, según se dice señor. Pero traigo otra noticia, que será grata a Vuestra Alteza… Ha sido dispersada por una tempestad la flota de Bretaña. En el Yorkshire, Richmond ha destacado una chalupa a la orilla para preguntar a los que estaban sobre la costa si eran o no de su partida, quienes le contestaron que venían a apoyarle de parte de Buckingham. Él, desconfiando de ellos, izó sus velas y reanudó su crucero hacia Bretaña.

REY RICARDO: ¡En marcha, en marcha, puesto que estamos en armas; sino para combatir a los enemigos extranjeros, a lo menos para reprimir las rebeliones del interior!

Vuelve a entrar CATESBY.

CATESBY: ¡Mi soberano, el duque de Buckingham ha sido hecho prisionero! Esta es la mejor noticia. La que el conde de Richmond ha desembarcado en Molford[111] con fuerzas imponentes, es fría, pero no debe ocultarse.

REY RICARDO: ¡En marcha hacia Salisbury! ¡Mientras razonamos aquí, puede ganarse o perderse una real batalla! ¡Qué alguno de vosotros se encargue de conducir a Buckingham a Salisbury! ¡El resto que me siga!

Salen.