El mismo lugar. Patio del castillo de Baynard[78].

Entran GLOUCESTER y BUCKINGHAM por diferentes lados.

GLOUCESTER: ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¿Qué dicen los ciudadanos?

BUCKINGHAM: Pues, ¡por la Santa Madre de Dios!, están mudos. ¡No dicen una palabra!

GLOUCESTER: ¿Habéis tocado la bastardía de los hijos de Eduardo?

BUCKINGHAM: La toqué, así como su matrimonio con lady Lucy[79] y sus esponsales por poderes en Francia; la insaciable avidez de sus deseos; y sus violencias con las mujeres de la City; su tiranía por cualquier bagatela: su propia bastardía, como nacido mientras vuestro padre estaba en Francia, y su escaso parecido con el duque[80]. A continuación, hablé de vuestras facciones, que daban completa idea de las de vuestro padre, no sólo por la forma, sino por la nobleza de alma. Hice valer todas vuestra victorias en Escocia, vuestra disciplina en la guerra, vuestra prudencia y sabiduría en la paz; vuestra bondad, virtud y humildad acrisoladas. En resumen: no he omitido ni descuidado nada de lo que podía ayudar a vuestros proyectos en mi discurso. Y cuando mi oratoria tocaba a su fin, excité a cuantos amaran bien a su patria a gritar: ¡Dios salve a Ricardo, legítimo rey de Inglaterra!

GLOUCESTER: ¿Y lo hicieron así?

BUCKINGHAM: ¡No! ¡Vive Dios, no dijeron una palabra! Semejantes a mudas estatuas o a insensibles rocas, se miraban y palidecieron como muertos. Al ver esto, les reprendí, y pregunté al lord corregidor qué significaba ese obstinado silencio. Me contestó que el pueblo no tenía costumbre de ser interpelado por otro que no fuera el secretario del Corregimiento[81]. Entonces supliqué a este que repitiera mi discurso. Esto ha dicho el duque, esto ha resuelto el duque, murmuró, sin añadir por su parte una palabra. Cuando terminó, algunos compañeros de mi séquito, apostados al fondo de la sala, arrojaron sus gorros al aire, y una docena de ellos gritó: ¡Dios salve al rey Ricardo! Y aprovechándome de la ocasión de esa coyuntura, añadí: ¡Gracias, honrados ciudadanos y amigos! ¡Este aplauso general y alegres vivas son una prueba de vuestro acierto y de vuestro amor a Ricardo!, y dicho esto, me retiré.

GLOUCESTER: ¡Qué bloques sin habla! ¿No podían hablar? ¿No vendrán el lord corregidor y sus adjuntos?

BUCKINGHAM: El lord corregidor está aquí. Aparentad algún recelo. No habéis sino ante una solicitud de alta importancia; y mostraos buen milord, con un libro de oraciones en la mano, y entre dos eclesiásticos, pues yo glosaré el texto con un sagrado contrapunto; y no cedáis fácilmente a nuestras solicitaciones. Representad el papel de doncella contestando siempre no y aceptando.

GLOUCESTER: Hecho; y si argumentáis tan bien como pienso fingir mi negativa, no hay duda de que llevaremos a feliz término el asunto.

BUCKINGHAM: ¡Idos, idos al terrado[82]! ¡El lord corregidor llama!

Sale GLOUCESTER y entran el LORD CORREGIDOR, Regidores y Ciudadanos.

¡Bien venido, milord! Me parece que he metido la pata. Creo que el duque no va a consentir en recibirnos.

Entra CATESBY por la parte del castillo.

¡Hola Catesby! ¿Qué contesta nuestro señor a mi requerimiento?

CATESBY: Suplica a Vuestra Gracia, noble milord, que vaya a visitarle mañana o pasado. Se ha encerrado con dos reverendos padres, absorto en meditaciones divinas, y dice que ningún asunto terrenal le distraiga de sus piadosos ejercicios.

BUCKINGHAM: Volved, buen Catesby, al gracioso duque, y decidle que yo, el lord corregidor, y los regidores, hemos venido a celebrar una conferencia con Su Gracia sobre cosas importantes, sobre graves asuntos relacionados con el bien general.

CATESBY: Le informaré inmediatamente. (Sale CATESBY).

BUCKINGHAM: ¡Ah, ah, milord! ¡Este príncipe no es un Eduardo! ¡No se revuelca en el blando sofá, sino que dobla sus rodillas en la meditación! ¡No se distrae con un par de cortesanos, sino que discurre con dos profundos teólogos! ¡No duerme para engordar su perezoso cuerpo sino que ora para enriquecer su alma vigilante! ¡Dichosa Inglaterra si este virtuoso príncipe quisiera tomar en Su Gracia la soberanía de ella! Pero seguramente temo que no consienta en ello.

CORREGIDOR: ¡Por vida!… ¡Haga Dios que Su Gracia no nos diga que no!

BUCKINGHAM: ¡Temo que no quiera! Aquí está otra vez Catesby… (Vuelve a entrar CATESBY). Bien, Catesby, ¿qué dice Su Gracia?

CATESBY: No concibe con qué fin reunís grupos de ciudadanos para venir en su busca sin haberle prevenido. ¡Teme, milord, que abriguéis malos deseos contra él!

BUCKINGHAM: Sentiría que mi noble primo sospechara de mis buenos designios para con él. ¡Por el Cielo, que venimos a él con las mejores intenciones! ¡Así, vuelve todavía y asegúraselo a Su Gracia!

Sale CATESBY.

Cuando estos hombres piadosos y santos se entregan a las cuentas de su rosario, es difícil distraerlos de ellas. ¡Tan dulce es su éxtasis contemplativo!

Entra GLOUCESTER en la galería superior, entre dos Obispos.

Vuelve CATESBY.

CORREGIDOR: ¡Mirad! ¡He aquí a Su Gracia que llega entre dos clérigos!

BUCKINGHAM: ¡Dos sostenes de virtud para un príncipe cristiano, que le impiden caer en la vanidad! ¡Y vedlo con su libro de oraciones en la mano! ¡Verdaderos ornamentos para conocer a un santo! ¡Ilustre Plantagenet, el más generoso de los príncipes, presta favorable atención a nuestros requerimientos, y perdónanos que interrumpamos tu devoción y admirable celo cristiano!

GLOUCESTER: Milord, no son necesarias semejantes apologías. Suplico a Vuestra Gracia se sirva perdonarme si mi ardor por el servicio de mi Dios me hace olvidar la visita de mis amigos. Pero dejemos esto. ¿Qué desea Vuestra Gracia?

BUCKINGHAM: Precisamente lo que desea el Dios que vela por nosotros y todos los dignos habitantes de esta isla sin gobierno.

GLOUCESTER: Sospecho si habré cometido alguna falta responsable a los ojos de la ciudad, y que vengáis a reprenderme mi ignorancia.

BUCKINGHAM: Efectivamente, milord. ¡Ojalá que pudiera Vuestra Gracia enmendar esa falta al conversar con nosotros!

GLOUCESTER: ¿Cómo podría vivir de otro modo, en un país cristiano?

BUCKINGHAM: Sabed, entonces, que vuestra falta consiste en abandonar el puesto supremo, el majestuoso trono, el cetro oficial de vuestros antepasados, las grandezas que os pertenecen, los derechos de vuestro nacimiento y de la gloria hereditaria de vuestra real casa, a la corrupción de un tronco podrido; mientras que, víctima de vuestros adormecidos pensamientos (que venimos a despertar, para bien de nuestra patria), esta noble isla deplora sus miembros mutilados, su rostro desfigurado por las cicatrices de la infamia, su tallo real, injerto en innobles plantas y casi caído de espaldas en el abismo insondable del más oscuro olvido y la más profunda indiferencia. Para curarla, vienen nuestros corazones a rogar a Vuestra Gracia tome la carga y el gobierno de este vuestro país, no como protector, regente sustituto o como agente subalterno que trabaja por el provecho de otro, sino como heredero que ha recibido de generación en generación los derechos de sucesión a un Imperio que os pertenece en propiedad. Por eso, de acuerdo con los ciudadanos, vuestros muy dignos y sinceros amigos, y a su vehemente instigación, apelo a Vuestra Gracia en causa tan justa.

GLOUCESTER: Estoy indeciso si conviene más a mi linaje y a vuestra condición el retirarme en silencio o contestaros con amargos reproches. Si no os respondo, tal vez imaginéis que mi lengua, atada por la ambición, consiente, por su silencio, a este yugo dorado de la soberanía que bondadosamente queréis imponerme aquí. Si, de otro lado, repruebo los ofrecimientos que me hacéis, inspirados en vuestro sincero afecto hacia mí, entonces ofendo a mis amigos. Por tanto para hablar evitando lo primero y después, al hablar, no incurrir en lo último, he aquí definitivamente mi respuesta. Vuestra adhesión merece mi gratitud, pero mis méritos sin valor no se hallan a la altura de vuestros requerimientos. Primeramente, aún cuando todos los obstáculos se allanasen y se desembarazara el camino de la corona como una sucesión abierta, y por los derechos de mi nacimiento, tal es la pobreza de mi talento y tan grandes y numerosas mis faltas, que valdría más sustraerme a mi grandeza, débil barca como soy para afrontar el mar bravío, antes que exponerme a verme caer de mi altura y ahogarme en los vapores de mi gloria. Pero, gracias a Dios, no me necesitáis, y yo me siento insuficiente para venir en ayuda vuestra. El árbol real nos ha dejado un fruto real que, madurado por las rápidas horas del tiempo, será bien venido a la sede de la soberanía, y, sin duda, os hará dichosos con su reinado. Le cedo el paso con que queríais abrumarme y que le pertenece por derecho de su fortuna y feliz estrella. ¡No permita Dios que yo lo usurpe!

BUCKINGHAM: Milord, todo eso arguye conciencia en Vuestra Gracia; pero las consideraciones en que apoyáis vuestra argumentación son fútiles y triviales, atendidas bien las circunstancias. Decís que Eduardo es el hijo de vuestro hermano. Así creemos también nosotros; pero no de su legítima esposa, pues él se casó primeramente con lady Lucy[83] (y vuestra madre, que vive, puede servirme de testimonio); después se comprometió por poderes[84] con Bona, hermana del rey de Francia. Descontadas estas dos mujeres, se presentó una pobre solicitante, una madre devorada por preocupaciones de una numerosa familia; una viuda que, en el ocaso de sus mejores días, supo conquistar el sentimiento lascivo del rey, rebajando la meta y altura de sus pensamientos a una baja degradación y a una inmunda bigamia[85]. De ella, y en un lecho ilegítimo, nació este Eduardo, a quien, por cortesía, llamamos príncipe. Más amargamente podría extenderme si, retenido por la consideración que debo a cierta persona que vive, no impusiera a mi lengua un prudente límite. Así, pues, buen milord, tomad para vuestra real persona el beneficio de esta dignidad que se os ofrece, si no para hacernos dichosos, y con nosotros a nuestra patria, para evitar, al menos, a vuestra noble estirpe la corrupción de los abusos de la época y devolverle su curso legítimo y directo.

CORREGIDOR: ¡Aceptad, buen milord; os lo ruegan vuestros ciudadanos!

BUCKINGHAM: ¡No rehuséis, poderoso señor, este ofrecimiento de cariño!

CATESBY: ¡Oh! Hacedlos dichosos accediendo a sus justas solicitaciones.

GLOUCESTER: ¡Ay! ¿Por qué deseáis abrumarme con estos cuidados? No sirvo para el mando y la majestad. Os lo suplico, no lo toméis a desaire. No puedo, no quiero escucharos.

BUCKINGHAM: Si lo rehusáis…, si el afecto y la abnegación os repugnan desposeer a un niño, hijo de vuestro hermano (pues conocemos bien la ternura de vuestro corazón y esta piedad dulce y femenil que siempre hemos podido comprobar viéndoos practicarla con vuestra familia, y que se extiende igualmente a toda clase de hombres), sabed que, aceptéis o no nuestros ofrecimientos, jamás el hijo de vuestro hermano reinará sobre nosotros como rey, sino que colocaremos a otro cualquiera en el trono, para desgracia y ruina de vuestra casa. Y en esta resolución nos despedimos de vos… ¡Vamos ciudadanos, no solicitemos más!

Salen BUCKINGHAM y Ciudadanos.

CATESBY: Volvedlos a llamar, querido príncipe; aceptad su demanda. Si la rechazáis, el país será el perjudicado.

GLOUCESTER: ¿Queréis precipitarme en un mundo de cuidados? Llamadlos de nuevo. Yo no soy de piedra, sino penetrable a vuestras amables súplicas. (Sale CATESBY). Aunque sea contra mi conciencia y mi alma. Vuelven a entrar BUCKINGHAM y los demás. Primo Buckingham, y vosotros, hombres respetables y prudentes, puesto que deseáis cargar sobre mis hombros el peso de la grandeza, quiera o no, debo con paciencia soportar la carga. Pero si la negra calumnia o el reproche de rostro repugnante son un día la secuela de vuestra imposición, la violencia que me hacéis me salvaría de todas las censuras y manchas de ignominia que podrían resultar; pues Dios lo sabe, y en parte vos lo habéis visto, cuán lejos estoy de desear esto.

CORREGIDOR: ¡Bendiga Dios a Vuestra Gracia! Lo hemos visto y lo repetiremos.

GLOUCESTER: Diciéndolo, no diréis sino la verdad.

BUCKINGHAM: Entonces os saludo con este real título: ¡Viva el rey Ricardo, digno soberano de Inglaterra!

TODOS: ¡Amén!

BUCKINGHAM: ¿Os placería ser coronado mañana?

GLOUCESTER: Será cuando os plazca, pues lo queréis así.

BUCKINGHAM: Mañana, entonces, vendremos para acompañar a Vuestra Gracia y así despedirnos de vos con el corazón rebosante de alegría.

GLOUCESTER: (A los Obispos). Venid, continuemos nuestros piadosos ejercicios… ¡Adiós, primo!… ¡Adiós, gentiles amigos!

Sale.