Hombres del Mar

Hombres del Mar

Belesa movió sin interés una concha con su delicado pie, comparando mentalmente sus bordes rosados con el color de la niebla que se alzaba al amanecer sobre las playas brumosas. El sol ya se había alzado, pero aún no había sido capaz de dispersar las nubes perladas que flotaban sobre las aguas.

Alzó la cabeza, primorosamente adornada, y contempló una imagen extraña y repulsiva para ella, pero al mismo tiempo terriblemente familiar. Las arenas oscuras se adentraban en las olas suaves, extendiéndose para perderse en el azul del horizonte. Se encontraba en la curva meridional de una amplia bahía; al sur, la tierra comenzaba a ascender hacia el risco bajo que formaba uno de los cuernos. Sabía que desde allí era posible mirar al sur, a través de las aguas desnudas, y contemplar un panorama infinito, igual que al oeste o al norte.

Miró con indiferencia hacia el interior y observó ausente el fuerte que había sido su hogar durante el último año y medio. Contra un vago cielo matutino, perlado y cerúleo, ondeaba la bandera dorada y escarlata de su casa, pero el halcón rojo o el campo de oro no despertaban entusiasmo alguno en su juventud, aunque había sobrevolado muchos campos ensangrentados al sur.

Distinguió la figura de los hombres trabajando en los jardines y los campos que rodeaban la fortaleza; parecían perderse por el terraplén que bajaba hasta el bosque que rodeaba el anillo abierto y que se extendía infinito al norte y al este. Temía a aquella selva, y era un miedo que compartía con todos los habitantes del pequeño asentamiento. No era un temor infundado. La muerte acechaba en sus profundidades susurrantes, una muerte rápida y terrible, lenta y horrenda, oculta, infatigable, implacable.

Lanzó un suspiro y se acercó a la orilla sin un propósito definido. Los días eran monótonos, y el mundo de las ciudades, las cortes y la alegría parecía estar a miles de kilómetros y a siglos de distancia. Buscaba de nuevo, en vano, un motivo que hubiera obligado a un conde de Zíngara a huir con su séquito a aquella costa agreste, a cientos de kilómetros de la tierra que lo vio nacer, cambiando el castillo de sus antepasados por una cabaña de troncos.

La mirada de Belesa se suavizó al oír el sonido de unos pequeños pies descalzos corriendo sobre la arena. Una joven se acercaba por la cresta arenosa, desnuda y empapada, con el cabello lacio aplastado contra la cabeza. Sus ojos nostálgicos estaban abiertos por la emoción.

—¡Dama Belesa! —gritó, pronunciando las palabras zingaranas con un suave acento ofíreano—. ¡Oh, dama Belesa!

Sin aliento por la carrera, la niña se detuvo apresurada y comenzó a gesticular con las manos. Belesa sonrió y le pasó un brazo alrededor de los hombros, tratando de que su traje de seda no entrara en contacto con el cuerpo cálido y empapado de la joven. En su vida aislada y solitaria Belesa, de naturaleza afectuosa, se había encariñado con aquella chica desamparada a la que había apartado de un brutal amo en el largo viaje desde las costas meridionales.

—¿Qué intentas decirme, Tina? Recupera el aliento, chiquilla.

—¡Un barco! —gritó la joven señalando hacia el sur—. Estaba nadando en un estanque que la marea dejo en la arena, al otro lado del risco, ¡y lo vi! ¡Un barco que se dirige hacia el sur!

Tiró tímidamente de la mano de Belesa, con todo su cuerpo temblando. La mujer sintió cómo su corazón se aceleraba ante la mera idea de recibir a un visitante desconocido. No habían visto vela alguna desde que llegaran a aquella costa desértica.

Tina corrió por delante de ella sobre las arenas amarillas, esquivando los pequeños estanques que el mar en recesión había dejado atrás. Ascendieron por el risco bajo y ondulante, donde Tina se quedó quieta. Su esbelta figura blanca se recortaba contra el cielo, y levantó un brazo señalando mientras el cabello brillaba alrededor de su rostro delgado.

—¡Mirad, mi señora!

Belesa ya la había visto: una vela blanca y resplandeciente, henchida por el viento del sur, que navegaba paralela a la costa a varios kilómetros de distancia. El corazón le dio un vuelco; algo tan pequeño podía brillar como el sol en una vida gris y aislada, pero Belesa sintió la premonición de sucesos extraños y violentos. Pensó que no era casualidad que el barco se acercara a aquella costa solitaria. No había ningún puerto al norte, aunque uno navegara hasta las costas de hielo, y el más cercano al sur se encontraba a más de mil kilómetros. ¿Qué había llevado a aquella gente a la Bahía Korvela, como su tío había bautizado a aquel lugar al llegar?

Tina se apretó contra su señora, con el rostro torcido por la preocupación.

—¿Quién puede ser, mi dama? —tartamudeó mientras el viento daba algo de color a sus mejillas pálidas—. ¿Es ése el hombre a quien teme el conde?

Belesa la miró, con el ceño preocupado.

—¿Por qué dices eso, niña? ¿Cómo sabes que mi tío teme a alguien?

—Debe ser así —respondió Tina ingenua—, pues de otro modo nunca hubiera venido a este lugar solitario. ¡Mirad, mi señora, cuán rápido se acerca!

—Debemos marcharnos e informar a mi tío —murmuró la mujer—. Las barcas de pesca aún no han partido, de modo que ninguno de los hombres lo habrá visto. ¡Ve a por tus ropas, Tina, rápido!

La joven descendió corriendo la pendiente hacia el estanque en el que se había estado bañando cuando vio el barco, y cogió las sandalias, la túnica y el cinturón que había dejado en la arena. Regresó al risco, saltando mientras se vestía.

Belesa, que observaba nerviosa el barco, tomó su mano. Juntas, se apresuraron a regresar al fuerte. Momentos después de que entraran por las puertas de la empalizada de troncos que rodeaba el complejo, el estruendo de una trompa sorprendía a los trabajadores de los jardines y a los hombres que se preparaban para llevar al mar las barcas.

Todos los habitantes del fuerte dejaron lo que estaban haciendo y corrieron hacia el interior, sin detenerse a mirar la causa de la alarma. A medida que convergían hacia las puertas, todos volvían la mirada temerosos hacia la línea oscura de los bosques, al este. Nadie se fijaba en el mar.

Atravesaban la entrada preguntando a los centinelas que patrullaban por la plataforma bajo la coronación en punta de los troncos: «¿Qué sucede? ¿Por qué ha sonado la alarma? ¿Vienen los pictos?»

Como respuesta, un soldado taciturno con una ajada armadura de cuero y un arma de acero oxidado señaló al sur. Desde su puesto ya se podía ver el barco, y todos subían a la pasarela para observar el mar.

En una pequeña torre de vigilancia en el tejado de la casa, construida con troncos como el resto de los edificios, el Conde Valenso de Korzetta observaba el barco, que ya doblaba el cabo sur de la bahía. Se trataba de un hombre delgado y nervudo, de altura media y avanzada edad; su expresión era taciturna. Vestía una túnica y un jubón de seda negra, y el único color de su vestuario era el de las joyas que adornaban la empuñadura de su espada y el de la capa roja que llevaba sobre los hombros. Se retorció nervioso el bigote oscuro y se volvió hacia su senescal, un hombre de rostro severo vestido con armadura.

—¿Qué opinas, Galbro?

—Una carraca, señor —respondió—. Es una carraca con el velamen y el aparejo de un barco de los piratas baracanos. ¡Mirad!

Abajo, un coro de gritos respondió a su advertencia; el barco se acercaba directamente hacia la bahía, y todos vieron la bandera que se izó en aquel momento en el mástil: un paño negro con la silueta de una mano escarlata. Los defensores de la empalizada observaban aterrados aquel temible emblema, volviendo después los ojos hacia la torre, donde el señor del fuerte aguardaba sombrío con la capa ondeando al viento.

—Son baracanos, no hay duda —gruñó Galbro—. Y, salvo que haya perdido el juicio, se trata del Mano Roja de Strombanni. ¿Qué está haciendo en esta costa perdida?

—Nada bueno para nosotros —respondió el conde. Una mirada le mostró que las enormes puertas habían sido cerradas y que el capitán de sus soldados, con su armadura de acero brillando al sol, dirigía a sus hombres hacia sus puestos, algunos en la empalizada, otros en tierra. Disponía el grueso de sus fuerzas en la parte oeste, donde estaba la entrada.

Cien hombres (soldados, vasallos y siervos) y sus familiares habían seguido a Valenso al exilio. De ellos, unos cuarenta eran guerreros que vestían yelmos y cotas de malla, además de disponer de espadas, hachas y ballestas. El resto eran trabajadores sin más protección que sus camisas de cuero. Sin embargo, era gente fuerte y gallarda que conocía el uso del arco de caza, el hacha del leñador y la lanza para jabalíes. Todos tomaron sus puestos, preparados para enfrentarse a sus enemigos ancestrales. Durante más de un siglo los piratas de las Islas Baracanas, un diminuto archipiélago al sur de la costa de Zíngara, habían estado acosando a los pueblos del interior.

Los defensores en la empalizada empuñaban sus armas y observaban la carraca a medida que se acercaba a tierra. Podían ver las figuras en cubierta y oír los gritos salvajes de los marineros. El acero brillaba en la borda.

El conde había bajado de la torre, alejando a su sobrina y a su protegida. Se puso el yelmo y la armadura y se acercó a la empalizada para dirigir la defensa. Sus súbditos le observaban con sombrío fatalismo. Estaban dispuestos a vender sus vidas lo más caras posibles, pero a pesar de la fuerza de su posición no tenían muchas posibilidades de victoria. Se sentían oprimidos por la convicción de su muerte. Más de un año en aquella costa desnuda con la amenaza del bosque endemoniado siempre a su espalda había oscurecido su alma con siniestros presagios. Las mujeres aguardaban en silencio en los umbrales de las cabañas dentro de la empalizada, y trataban de acallar el llanto de sus pequeños.

Belesa y Tina observaban ansiosas desde la ventana de la planta superior de la casa señorial, y la primera sintió temblar a la niña en su abrazo protector.

—Anclarán cerca del embarcadero —murmuró Belesa—. ¡Sí! Ahí va su ancla, a unos cien metros de la orilla ¡No tiembles, pequeña! No podrán tomar el fuerte. Quizá solo deseen agua fresca y comida, o quizá una tormenta los arrastrara hasta esta costa.

—¡Se acercan a la orilla en el bote! —gritó la joven—. ¡Mirad cómo el sol arranca fuego de sus picas y sus yelmos! ¿Nos devorarán?

Belesa rompió a reír, a pesar de su aprensión.

—¡Claro que no! ¿Quién te ha puesto esas ideas en la cabeza?

—Zingelito me dijo que los baracanos se comen a las mujeres.

—Se ha estado riendo de ti. Los baracanos son crueles, pero no peores que los renegados zingaranos que se llaman a sí mismos bucaneros. Zingelito fue bucanero…

—Era cruel —musitó la niña—. Me alegro de que los pictos le cortaran la cabeza.

—¡Calla, Tina! —reprendió Belesa—. No debes hablar de ese modo. Mira, los piratas han llegado a la costa. Se encuentran en la playa, y uno de ellos se acerca hacia el fuerte. Debe de ser Strombanni.

—¡Ha del fuerte! —tronó una voz como una ráfaga de viento—. ¡Vengo en son de paz!

La cabeza blindada del conde apareció sobre las puntas de la empalizada. Su rostro severo, enmarcado en acero observó sombrío al pirata.

Strombanni se había detenido a una distancia que permitía que se le oyera; era un hombre grande, con la cabeza descubierta y el cabello del color de la arena. De todos los filibusteros que acosaban a los baracanos, ninguno era tan famoso por su vileza.

—¡Habla! —comenzó Valenso—. ¡No tengo muchos deseos de hablar con gente como tú!

Strombanni rio con sus labios, que no con sus ojos.

—¡Cuándo tu galeón huyó de mí hace un año en aquella tormenta en las Trallibas, nunca pensé encontrarme contigo en las costas pictas, Valenso! —dijo—. Pero en aquel momento me pregunté cuál sería tu destino. ¡Por Mitra, si lo hubiera sabido te hubiera seguido entonces! Creí haber descubierto un modo de comenzar de nuevo, cuando divisé tu halcón escarlata ondeando en una fortaleza donde había creído no ver más que una playa desnuda. Lo has encontrado, por supuesto…

—¿Encontrar qué? —saltó el conde, impaciente.

—¡No trates de engañarme! —La naturaleza tormentosa del pirata se mostró en su estallido—. Sé por qué viniste aquí, y yo acudo por el mismo motivo. No me engañarás. ¿Dónde está tu barco?

—No es asunto tuyo.

—No tienes barco —aseguró con confianza el pirata—. Veo trozos del mástil en esa empalizada. Debéis haber encallado tras llegar aquí. Si tuvierais barco, os hubierais marchado hace mucho con el botín.

—¿De qué estás hablando, maldito? —gritó el conde—. ¿Qué botín? ¿Soy acaso un baracano que quema y saquea? Y aun así, ¿qué se puede saquear en esta costa pelada?

—Lo que viniste a buscar —respondió fríamente el pirata—. Lo mismo tras lo que yo voy y que pretendo obtener. Pero no te lo pondré muy difícil. Dame el botín y me marcharé, dejándote en paz.

—¡Debes de estar loco! —gruñó Valenso—. Vine aquí buscando soledad y tranquilidad, de las que disfrutaba hasta que llegaste del mar, perro amarillo. ¡Márchate! No he pedido parlamento, y me he cansado de esta cháchara insensata. Coge a tus bribones y vete de aquí.

—¡Cuándo me vaya, será reduciendo esa choza a cenizas! —rugió el pirata, llevado por la rabia—. Por última vez: dame el botín y os perdonaré la vida. Te tengo aquí atrapado, y a ciento cincuenta hombres dispuestos a cortaros la garganta a mi señal.

Como respuesta, el conde hizo un rápido gesto con la mano bajo las estacas de la empalizada. Casi al instante, una saeta silbó venenosa desde una tronera en la muralla y se estrelló contra el peto blindado de Strombanni. El pirata gritó feroz, se dio la vuelta y corrió hacia la playa, con las flechas silbando a su alrededor. Sus hombres rugieron y llegaron como una ola, con las armas reluciendo al sol.

—¡Maldito seas, perro! —gritó el conde, golpeando al arquero con su guantelete de hierro—. ¿Por qué no le acertaste en la garganta, por encima de la armadura? ¡Preparad vuestros arcos, ahí vienen!

Pero Strombanni controló la carga alocada de los piratas. Sus fuerzas se extendieron en una larga línea que abarcaba más allá de los límites de la muralla occidental. Avanzaban con cautela, disparando sus flechas. Aunque se los consideraba mejores arqueros que los zingaranos, tenían que levantarse para atacar. Mientras tanto los defensores, protegidos por la empalizada, disparaban sus saetas con cuidadosa puntería.

Las largas flechas de los baracanos superaban la barrera de troncos y se clavaban en la tierra. Una se hundió en el alféizar desde el que Belesa observaba, haciendo que Tina gritara y se asustara.

Los zingaranos contestaban con las mismas armas, apuntando y disparando sin descanso. Las mujeres habían llevado a los niños a las chozas, donde esperaban estoicos el destino que los dioses les tuvieran reservado.

Los baracanos eran famosos por su estilo de combate furioso y directo, pero eran igualmente cautos y no pretendían malgastar su fuerza en vano con cargas directas contra la fortificación.

Avanzaban con su formación extendida, aprovechando toda ventaja ofrecida por el terreno, como depresiones y vegetación, aunque los alrededores del fuerte estaban limpios para prevenir la amenaza de las incursiones pictas.

A medida que los atacantes se acercaban, la puntería de los defensores aumentó. Aquí y allá los cuerpos quedaban tendidos, con flechas surgiendo de sus axilas y cuellos. Los heridos se arrastraban y gemían.

Los piratas eran rápidos como gatos y variaban constantemente su posición, además de disfrutar de la protección de sus armaduras ligeras. Sus andanadas constantes eran una amenaza para los defensores de la empalizada, pero estaba claro que mientras la batalla se limitara al intercambio a distancia, la ventaja era para los zingaranos.

Sin embargo, en el embarcadero los piratas utilizaban sus hachas. El conde maldijo impotente al ver la destrucción de sus barcas, construidas laboriosamente a partir de troncos sólidos.

—¡Están creando un escudo, malditos sean! —rugió—. ¡Hay que salir antes de que lo completen, mientras están dispersos!

Galbro negó con la cabeza, observando a los trabajadores sin armadura, con sus armas improvisadas.

—Sus flechas acabarían con nosotros, y en combate personal no seríamos rivales para ellos. Debemos mantenernos detrás de nuestras murallas y confiar en nuestros arcos.

—Eso está muy bien —dijo el conde—, siempre que logremos mantenerlos detrás de las murallas.

El tiempo pasó mientras el duelo seguía sin resolverse. Entonces avanzó un grupo de treinta hombres, empujando ante ellos un gran escudo construido con los restos de los botes y las maderas del propio embarcadero. Habían encontrado un carro de bueyes y habían situado la protección sobre las ruedas, compuestas por discos sólidos de roble. A medida que empujaban el artefacto ante ellos, lo único que los defensores podían ver era sus pies. El escudo se acercó a la empalizada, y la línea de arqueros se dirigió hacia él a toda velocidad, sin dejar de disparar.

—¡Atacad! —ordenó Valenso, pálido—. ¡Detenedlos antes de que alcancen las puertas!

Una lluvia de flechas silbó sobre la empalizada y se clavó inofensiva en la gruesa madera, al tiempo que un grito burlón respondía a la andanada. A medida que los piratas se acercaban, algunos lograban disparar a través de las troneras; un soldado trastabilló y cayó de la plataforma, muriendo ahogado por una saeta que le había atravesado la garganta.

—¡Disparad a sus pies! —aulló Valenso—. ¡Cuarenta hombres a las puertas, con picas y hachas! ¡El resto, defended las murallas!

Las flechas se clavaban en la arena frente al escudo, y un alarido sangriento anunció que una había alcanzado su objetivo. Un hombre apareció trastabillando y maldiciendo mientras intentaba arrancarse la punta que le atravesaba el pie. En un instante fue asaeteado por una decena de flechas.

Sin embargo, con un grito gutural, los piratas golpearon las puertas con el escudo. A través de una apertura en el centro de esta protección asomaron un tronco con la punta metálica que habían fabricado con los maderos del embarcadero. Manejado por brazos musculosos y alentado por una furia sanguinaria, el ariete comenzó a golpear la entrada. La madera gruñó y tembló al tiempo que las saetas llovían incesantes. Algunas llegaron a su objetivo, pero los salvajes marineros estaban consumidos por el ansia de la batalla.

Empujaban el ariete con gritos profundos al tiempo que los demás piratas se acercaban desde todas partes, envalentonados por la debilidad de la defensa, a la que hostigaban con sus propias saetas.

Maldiciendo como un poseso, el conde saltó de la empalizada y corrió hacia las puertas, desenvainando su espada. Un grupo de soldados desesperados se acercó a él aferrando sus lanzas. De un momento a otro las puertas cederían, y debían cerrar el hueco con sus cuerpos.

Entonces una nueva nota se unió al clamor: una trompa que sonaba estridente desde el barco. Desde la cruz, una figura gesticulaba ostensiblemente.

El tronar del ariete cesó y la voz de Strombanni llegó desde debajo del escudo.

—¡Esperad! ¡Esperad, malditos! ¡Escuchad!

En el silenció que siguió, la llamada de la trompa era clara, así como una voz que gritaba algo ininteligible para los defensores. Sin embargo, Strombanni comprendió, pues su voz se alzó de nuevo profiriendo órdenes. El ariete quedó en el suelo y el escudo comenzó a retirarse de las puertas, tan rápidamente como había llegado. Los piratas que habían estado intercambiando flechas con los defensores recogieron a sus compañeros heridos para ayudarles a llegar hasta la playa.

—¡Mirad! —gritó Tina desde su ventana, saltando emocionada—. ¡Huyen! ¡Todos ellos! ¡Están huyendo hacia la playa! ¡Mirad! ¡Han abandonado su escudo y saltan hacia su barca para remar hasta la nave! Oh, mi señora, ¿hemos vencido?

—No lo creo —dijo Belesa escudriñando el mar—. ¡Mira!

Apartó las cortinas a un lado y se inclinó sobre la ventana. Su voz clara y juvenil se alzó sobre los gritos atónitos de los defensores, que volvieron la mirada en la dirección hacia la que señalaba. Todos profirieron un profundo grito cuando vieron a otro barco acercarse majestuoso desde la punta meridional. En ese mismo momento empezó a ondear en su mástil la bandera real de Zíngara.

Los piratas de Strombanni ascendían por los costados de la carraca y levaban el ancla. Antes de que el recién llegado alcanzara el centro de la bahía, el Mano Roja se había desvanecido por el cabo norte.