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Aprovechando el buen tiempo reinante, las familias se habían reunido en Villa Ginori a instancias de Flavia para disfrutar de la mutua compañía, aunque, a juzgar por la conversación, parecía que el propósito del encuentro fuera deleitarse en la discusión. Los niños se habían levantado de la mesa tras dar buena cuenta de la comida y se encontraban jugando al aire libre, excepto Roberto, el pequeñín, que dormía plácidamente en el regazo de Lorena.

—Pues el salvador de Italia ha preferido poner los pies en polvorosa antes de concluir su sagrada misión —dijo Mauricio, que se mofó del rey de Francia.

Aquél era un comentario que iba a levantar ampollas en Luca, advirtió Lorena. En efecto, los seguidores de Savonarola eran fervientes partidarios del monarca francés, puesto que el fraile siempre había sostenido que éste era el instrumento elegido por Dios para restaurar las libertades y el orden moral en la península Itálica. Sin embargo, en su fulgurante paseo triunfal por Italia, Carlos VIII había sembrado la semilla de su posterior derrota. Alarmados por los éxitos del ejército francés, las grandes potencias se habían unido en una liga para destruirle: el reino de España, el ducado de Milán, los Estados pontificios, Venecia, Génova y el emperador Maximiliano formaban unas fuerzas tan formidables que el rey Carlos había abandonado Nápoles a su suerte y se batía en retirada hacia su país.

—Así es —concedió Luca manteniendo la compostura—. El rey de Francia, tal como le aconsejó fray Girolamo, debería haber depuesto al Papa cuando entró en Roma y tendría que haber reformado los frívolos comportamientos de los napolitanos, a ejemplo de lo que está sucediendo en Florencia. Por no haber estado a la altura de su misión, Dios le humilla ahora con semejante escarmiento para que recapacite.

—Desde luego el rey Carlos no ha sido un adalid de las reformas morales precisamente. Por lo que dicen —continuó Mauricio—, el monarca francés se sumió hasta tal punto en los placeres napolitanos que su principal preocupación era elegir las más bellas mujeres de entre las que le presentaban en un libro de retratos desnudos. Y es que hoy en día los profetas modernos no aciertan tan frecuentemente como los del Antiguo Testamento.

—¿Cómo te atreves a hablar así? —se indignó Luca—. ¿Qué pretendes insinuar? No es que fray Girolamo haya errado en su pronóstico, sino que ha sido el rey de Francia quien ha traicionado la misión que Dios le encomendó. Además, te recuerdo que cuando regresó de Nápoles, el rey Carlos hubiera podido saquear Florencia a su antojo; si no lo hizo, fue gracias a la entrevista que mantuvo con fray Girolamo.

—Ah, se me olvidaba. Aunque no estoy muy seguro de que le hubiera interesado enfrentarse a la única potencia que no le ha declarado todavía la guerra, gracias, por cierto, a la insistencia de Savonarola. Precisamente tras la entrevista que mencionas, fray Girolamo proclamó en el Duomo que había convencido al rey de Francia para que respetase nuestra ciudad. Y si mal no recuerdo, también aseguró que el rey Carlos mantendría todas sus promesas, lo que incluía la devolución de las ciudades que le habíamos entregado. Cuando Pisa, Pietrasanta y Sarzana vuelvan nuevamente a nuestro poder, mi confianza en los dones proféticos de Savonarola aumentará.

Lorena contuvo la respiración. Aquello era un barril de pólvora listo para explotar. Todo el mundo sabía que el rey de Francia no había cumplido su palabra, pero poner en entredicho la autoridad de Savonarola era una afrenta intolerable para sus seguidores.

—No blasfemes —bramó Luca—. El rey de Francia le aseguró a fray Girolamo que cumpliría sus promesas, lo cual es muy distinto a profetizar que el monarca se mantendría fiel a su palabra. No hay peor ignorante que el que no quiere escuchar. Recordad bien lo que os voy a decir: al llegar a París, el rey Carlos, sopesando que somos los únicos que le hemos sido fieles, dará instrucciones para que nos sean devueltas las ciudades. Allí tendrá tiempo de reflexionar sobre sus errores, arrepentirse y volver nuevamente a Italia a cumplir la voluntad de Dios. No será ni la primera ni la última persona sobre la faz de la Tierra que se resiste a acatar la voz divina para finalmente ceder tras ser castigado por la ira del Señor.

—Propongo un brindis por que Luca lleve razón y pronto recuperemos lo que nos pertenece —terció Alessandro.

Su hermano Alessandro había maniobrado con habilidad, para evitar así que la discusión llegara a mayores, aunque hubiera otorgado la razón a Luca. En los años de esplendor de Lorenzo no hubiera dudado en tomar partido por Mauricio, cuando su estrella brillaba más alta. Sin embargo, bajo la égida de Savonarola, Luca era ahora el predilecto y el objeto de todas las atenciones. Lorena no tenía intención de reabrir la controversia, pese a estar segura de que su marido estaba en lo cierto, ya que había escuchado personalmente las predicciones erradas de Savonarola en la catedral de Santa Maria del Fiore. El fraile había vuelto a admitir la presencia de mujeres en el Duomo, si bien debían vestir recatadamente y permanecer separadas de los hombres en el ala izquierda de la catedral. En cualquier caso, independientemente de quién tuviera razón, para Lorena era más importante la paz familiar que intentar ganar una discusión que podía desembocar en una guerra sin cuartel. Probablemente su hermana Maria pensara lo mismo, pese a que era difícil saber lo que pasaba por su mente, ya que jamás hablaba de asuntos políticos, económicos ni de ningún otro tipo cuando su marido estaba presente, salvo cuando hablaban de los niños. Lorena había imitado la conducta de su hermana durante el almuerzo, aunque dudaba de que esa muestra de modestia sirviera para derretir el hielo que se había formado entre ambas desde su última conversación.

Lorena observó a Francesco, su padre, que presidía la mesa como había hecho desde que era niña. Desde entonces habían transcurrido muchos años. Ella se había transformado en mujer, y su padre, en un anciano. Siempre había sido robusto; sin embargo, de un tiempo a esta parte había adelgazado extraordinariamente y había perdido su antigua complexión. La cara se le había afilado y los huesos de su cráneo parecían adivinarse a través de su piel. Su mirada se apagaba, le costaba hablar, desplazarse y hasta respirar, de tal forma que permanecer sentado durante una larga comida le proporcionaba más sufrimientos que placeres. Quizás ése era el auténtico propósito de aquella comida organizada por su madre: reunir a la familia en torno al patriarca mientras aún conservara fuerzas para presidir la mesa.

Lorena estaba preocupada por su padre, pero también por continuar disponiendo de un techo que cobijara a su familia. Mauricio se había endeudado peligrosamente y en el plazo de un año debían devolver una auténtica fortuna. Lorena brindó con el resto de los comensales, pero interiormente no rogó por la recuperación de Pisa y el resto de las ciudades, tal como había propuesto su hermano, sino para que su marido fuera capaz de salir triunfante de la tormenta en la que se hallaban inmersos.