92

—Tengo malas noticias que darte —le anunció Mauricio con expresión grave después de cenar.

Lorena sintió que se le encogía el corazón. Su marido había estado muy poco comunicativo durante la tarde y apenas había prestado atención a los niños.

—¿Qué ha ocurrido?

—Sandro, un amigo que trabaja como secretario en el Tribunal del Comercio, me ha informado de que se ha presentado una demanda en la que se reclama el desalojo de la mansión en que vivimos.

—¡Pero eso no tiene sentido! —exclamó Lorena.

—Desgraciadamente sí —se lamentó Mauricio—. Los herederos de Tommaso Pazzi alegan que la deuda en virtud de la cual se adjudicó esta casa a una sociedad controlada por Lorenzo de Medici era inexistente, lo cual, probablemente, sea cierto.

Lorena se sobrecogió. Había sido inmensamente feliz en ese maravilloso palazzo, y ahora quizá deberían abandonarlo. Definitivamente aquél había sido un día nefasto. Primero los terribles reproches de su hermana. Y ahora aquello. Parecía que todas las malas noticias se hubieran confabulado para llegar a la vez.

—Supongo que en ese caso los Pazzi se verían obligados a pagarnos una importante compensación económica.

—Ya veremos. En la demanda alegan que el contrato de compraventa debe ser anulado completamente, porque, en realidad, fue una donación en la que Lorenzo nos regaló lo que no le pertenecía.

—Eso es falso —protestó Lorena—. Aunque Lorenzo nos la vendió por debajo del precio de mercado, sí que le pagamos una cantidad de dinero considerable.

—Efectivamente, pero únicamente tenemos como prueba el documento de compra y los libros registro del banco Medici, donde, para empeorar las cosas, consta un importante préstamo que me concedieron para adquirir la mansión.

—¡Yo siempre pensé que habíamos comprado la casa sin necesidad de endeudarnos! —exclamó Lorena, sorprendida.

—En aquellos días sólo deseaba verte tan radiante como el sol, así que decidí no informarte de aquellos detalles que pudieran enturbiar tu felicidad. De todos modos fui devolviendo el préstamo poco a poco, aunque posiblemente el tribunal no se crea los apuntes contables que lo atestiguan.

—¿Por qué no? —preguntó Lorena, indignada y molesta.

—Porque el tribunal que juzgará la causa ha recibido un bolletino de la Signoria en la que le recomienda que se pliegue a las propuestas de la demanda.

Lorena sabía que en Florencia no existía mejor modo de inclinar el ánimo de los jueces hacia una de las partes. Era una práctica excepcional, pero cuando un juez recibía un bolletino prefería seguir sus recomendaciones y no complicarse la vida. Por consiguiente, la causa estaba prácticamente perdida.

—¡Y eso que Luca Albizzi es ahora uno de los nueve miembros de la Signoria! ¡Menudo cuñado tenemos! —se desahogó Lorena.

—Como las votaciones son secretas nunca sabremos con seguridad qué partido tomó Luca.

Lorena conocía el procedimiento. Cada miembro del Consejo de los Priores tenía en su mano un haba blanca y otra negra, y debía depositar una en la bolsa roja de terciopelo. Después, se contaban los votos: habas negras a favor de la propuesta, habas blancas en contra. La mayoría ganaba y se pasaba a otro asunto. Lorena debía mentalizarse de que la cuenta atrás para abandonar la mansión había comenzado.

—¿Cuánto tiempo piensas que durará el juicio, Mauricio?

—Hoy mismo me he puesto en contacto con un abogado para que nos asesore. Intentaremos que el juicio se prolongue lo máximo posible, pero si la Signoria presiona, es imposible hacer previsiones.

—Quizá sería prudente ir haciendo planes para comprar otra casa.

Aunque a Lorena le costaba asimilar tan pésimas noticias, había que empezar a barajar todas las alternativas posibles. Por toda respuesta, Mauricio torció el gesto con preocupación.

—¿Qué ocurre, Mauricio? ¿Hay algo más que no me hayas contado?

—Sí —afirmó él con semblante grave—. No disponemos de fondos con los que comprar otra mansión.

—¿Cómo es posible? —preguntó Lorena alarmada—. Pensaba que teníamos más dinero del que necesitábamos.

—Las cosas han cambiado en muy poco tiempo. Verás, recientemente naufragó un barco en el que había invertido gran parte del dinero que tenía en efectivo. Estaba asegurado, pero la compañía aseguradora ha quebrado. Por otro lado, hemos sufrido serios reveses en el negocio de las telas. Desde que Savonarola condena la ostentación en el vestir, las ventas en Florencia se han desplomado. Y como las desgracias gustan de viajar en procesión, el convento de San Marcos nos ha anulado un importante pedido que ya teníamos casi confeccionado. Por consiguiente, disponemos de muchas existencias almacenadas que sólo podremos colocar si hallamos compradores en otras ciudades.

—¡Eso será muy difícil! —se lamentó Lorena—. Roma está sitiada por el ejército francés, y después le tocará el turno a Nápoles. Por culpa de los franceses, Pisa, Sarzana, Pietrasanta, Fivizziano y Luligiana ya no nos pertenecen. Sin esas plazas fuertes en nuestro poder, las fronteras no son seguras. Transportar mercancías en estas condiciones debe de ser arriesgadísimo.

—Así es —asintió Mauricio—. De momento tendremos que asumir el coste de cuanto hemos producido. Y por si la copa del cáliz no estuviera repleta, la Signoria exige de los ciudadanos un préstamo de cien mil florines de oro para poder cubrir gastos imprescindibles en la seguridad de la ciudad. No sé cuánto tendremos que pagar nosotros, pero, en estos momentos, cualquier cantidad será demasiado.

Lorena percibió que su esposo estaba muy preocupado, pero no hundido. En efecto, Mauricio conservaba la templanza y la lucidez necesaria, pese a la gravedad de la situación. Eso la tranquilizaba. Se trataba tan sólo de encontrar los asideros necesarios para salir de aquel mal trance.

—¿Y tu participación en la banca Medici de Florencia? ¿Por cuánto podrías venderla?

—Tal vez me dieran un par de zapatos usados por ella, pero no apostaría porque alguien quisiera regalarme su calzado. La Signoria ha confiscado todo el dinero que ha encontrado allí.

Otro mazazo, pensó Lorena.

—Al menos nos quedan las tierras que compramos fuera de Florencia.

—Es cierto. Sin embargo, las tenemos arrendadas para los próximos diez años. Aunque las vendiéramos, ni por asomo nos podríamos comprar otra mansión parecida en Florencia. Pese a ello, no debemos desesperar. Aunque perdamos la casa, lo más importante es no perder el crédito ante la gente, para poder continuar haciendo negocios. De otro modo, se tirarán a nuestra yugular como perros rabiosos. Afortunadamente, en caso de vernos obligados a irnos de la mansión, contamos con el suficiente dinero para mantener un nivel de vida similar durante un año, aproximadamente. Mi plan consistiría en alquilar una gran mansión mientras encargamos proyectos para la construcción de un pequeño palacio. Todo el mundo supondrá que seguimos siendo ricos y eso nos permitirá llevar a buen término alguno de los planes que tengo in mente.

—¿Cuáles? —preguntó Lorena, esperanzada.

—Bueno, varios. Por ejemplo, ese Cristóbal Colón logró pisar tierras indias tras partir de las islas Canarias, por lo que, seguramente llegue en su segundo viaje hasta Cipango y al país del Gran Khan. En tal caso, gracias a los acuerdos que firmamos, tendremos un trato preferencial que nos permitirá transportar especias hasta Europa, evitando el abusivo peaje que cobran turcos y venecianos. Bastaría entonces, para volver a ser ricos, que solicitáramos un préstamo con el que fletar un barco que volviera cargado de sedas y especias. Por eso es tan importante conservar el crédito ante la gente, si deseamos que nos dejen dinero sin titubear.

—Y si fuera necesario —comentó Lorena con alivio—, podríamos vender discretamente el anillo con el que viniste a Florencia. Es tan espectacular que muchos estarían dispuestos a pagar una fortuna por él.

El rostro de su marido se torció en un gesto de contrariedad, y el silencio se adueñó del salón.