Lorena había acudido a primera hora de la tarde a la mansión de su hermana aprovechando que Luca permanecía recluido en el palacio de la Signoria. Como los hijos de Maria tampoco parecían estar allí, se alegró de tener ocasión de hablar a solas con su hermana, un lujo del que hacía tiempo que no disfrutaba.
—Qué raro ver esta casa tan callada y con tan poco movimiento —comentó Lorena.
—Sí, de vez en cuando no viene mal algo de tranquilidad —sonrió Maria, complacida—. A las niñas pequeñas las he dejado en el convento de Santa Mónica. Conocemos allí a unas monjas que, además de ser la encarnación de la piedad, bordan como los ángeles. Así las chiquillas no sólo aprenden a rezar en latín las oraciones, sino que adquieren una destreza tal con el hilo y la aguja que pronto serán la envidia de los mejores sastres de la ciudad. En cuanto a los tres niños mayores, están en el convento de San Marcos recibiendo instrucción de fray Girolamo Savonarola. El prior de San Marcos opina que los infantes son la gran esperanza de Florencia, pero también su presente, y por ello quiere formar una especie de milicias cristianas en las que los hijos sean el espejo en el que se miren los padres. Mi esposo está encantado con la formación que los niños están recibiendo de fray Girolamo.
Lorena sabía que muchos apoyaban incondicionalmente a Savonarola por considerarlo un auténtico profeta, mientras que otros lo hacían por cálculo, advirtiendo la oportunidad de trepar en la escala del poder. En efecto, con la nueva Constitución, los cargos de gobierno no recaerían exclusivamente en una pequeña oligarquía dominante, sino que se abrirían a todos aquellos que obtuvieran el respaldo del Gran Consejo. Y en aquellos momentos, ser un fiel seguidor de Savonarola era apostar a caballo ganador. El ejemplo perfecto era Luca, en quien se mezclaba una visión religiosa semejante a la del fraile y la astucia necesaria para aprovechar las oportunidades de ascenso en aquellos tiempos de cambio convulso. ¿Y su hermana? ¿Qué opinaba ella?
—¿Qué te parece Savonarola? ¿Te gusta la forma en que educa a vuestros hijos?
—Fray Girolamo es un hombre recto que predica con el ejemplo. No estoy segura de si es un nuevo profeta, pero sí sé que es un hombre santo consagrado a la misión de convertir Florencia en la ciudad de Dios. Luca está entusiasmado con él, al igual que los niños. Y aunque ya sabes que fray Girolamo considera que un cristiano piadoso e iletrado es más sabio que Platón y Aristóteles juntos, no por ello descuida la educación de los infantes, sino que les enseña latín y griego según sus capacidades. Lógicamente un hombre de tan altas responsabilidades no puede ocuparse de todo, por lo que delega gran parte del trabajo educativo en fray Domenico Pescia.
Lorena no podía compartir el punto de vista de su hermana, pues aunque consideraba a Savonarola un hombre recto que predicaba con el ejemplo, había otros aspectos de sus enseñanzas con las que no se identificaba. Al fin y al cabo, ella había sido feliz en la época de Lorenzo de Medici, cuando la belleza, el arte, la literatura y la filosofía eran celebradas en todas sus formas. Ahora se observaba la belleza con sospecha, como si el pecado estuviera en el objeto en lugar de en la mirada. Hermosísimos cuadros eran tachados de impuros por el simple motivo de no representar escenas religiosas. Y aun estos últimos también eran condenables si existía en ellos algún trazo que incitara remotamente a la lujuria. En tiempos del Magnífico se tendían puentes con los grandes filósofos de la Antigüedad para que sus ideas tuvieran cabida dentro del cristianismo. Con Savonarola, los insignes pensadores del pasado eran poco menos que herejes prematuros nacidos antes de Cristo. Lorenzo se deleitaba con la música, los bailes y los vestidos hermosos. El adusto fraile no admitía más música que la del Miserere y abominaba tanto las danzas como las galas. Sin embargo, tenía que ser prudente con su hermana, pues Savonarola inflamaba las pasiones de sus partidarios y detractores hasta el extremo de que ya se habían roto algunos vínculos familiares por su causa.
—Si estáis contentos con la educación que fray Girolamo imparte a vuestros hijos, yo también comparto vuestra felicidad.
—El disimular nunca ha sido tu fuerte Lorena, pero agradezco tu buena predisposición.
—¿Por qué dices eso, Maria?
—Porque sé perfectamente que fray Girolamo no es de tu agrado. Tu carácter es demasiado rebelde y fuerte como para que puedas aceptar su doctrina, pese a tratarse de un hombre santo que viene a poner humildad en una ciudad demasiado soberbia. Florencia debe aprender a inclinarse sin dobleces ante Dios.
Lorena debía ir con pies de plomo. Por algún motivo, tal vez por la ausencia prolongada de su marido, veía a su hermana con un punto de irascibilidad muy inusual en ella.
—Tienes razón en cuanto a que no me convencen muchas de sus opiniones. No obstante, era sincera cuando decía que lo único que me preocupa es que los niños y tú seáis felices. Por eso, si estáis contentos, yo también lo estoy.
—Ya sé, hermana, que te preocupas por mi felicidad desde hace tiempo. Incluso cuando no dices nada noto que tus ojos vigilan mis movimientos cuando estoy con Luca, esperando encontrar algún gesto que te revele si soy feliz o desgraciada.
—¿Y cómo podría dejar de hacerlo aunque quisiera? Eres mi hermana y te conozco desde que naciste. Es natural que en ciertas ocasiones no pueda evitar preguntarme si eres realmente feliz con tu esposo. Ya sabes que, a veces, me parece un poco cortante en el trato; es difícil de expresar, es como si descargar en ti sus frustraciones fuera una obligación matrimonial que debes soportar con buena cara.
—¿Y te sientes culpable por ello, hermana?
Lorena se dio cuenta de que había ido demasiado lejos en sus apreciaciones. Se había dejado llevar por su animadversión hacia Luca, y su falta de tacto había ofendido a Maria.
—¿Por qué preguntas eso? —inquirió Lorena notando un vacío en el estómago.
—Porque puedo ser ingenua, pero no tonta. Las dos somos mayores, estamos solas y podemos hablar libremente. Aunque lo habéis llevado siempre con el mayor de los sigilos, supe desde el principio que Luca quiso casarte contigo y que tú te las apañaste para impedirlo.
Lorena se quedó petrificada en el sillón sobre el que estaba sentada sin saber qué decir. Su mayor secreto nunca había sido tal cosa, sino un artificio al que todos habían jugado con sus silencios.
—No tiene sentido que finjamos entre nosotras. Pese a que nadie me ha dicho jamás ni una palabra, no estaba ciega ni sorda de niña. Pude ver perfectamente como paseasteis a solas en nuestra villa ante la complacida mirada de nuestros padres. Papá estaba encantado con la posibilidad de vuestro enlace. Nadie me dijo ni media palabra, pero ya sabes que las paredes oyen, que las miradas hablan y que los gestos son más elocuentes que cualquier discurso. Eso sí, te suplico que esta conversación quede entre nosotras y que, de ningún modo, se mencione nada ante otras personas. El honor de Luca no se merecería algo semejante y quizás el tuyo tampoco. Naturalmente, Luca y yo nunca hemos hablado de este asunto. Para nosotros es algo que jamás sucedió.
A Lorena le fallaba la voz para romper el embarazoso silencio que siguió. Finalmente, consiguió hilvanar unas palabras.
—Lo siento. Todo ocurrió de una forma que escapó a mi control. Y, por supuesto, no imaginé que tú podrías casarte con Luca.
—¿Por qué? ¿Acaso no era suficientemente bella? ¿Me faltaba tal vez tu aguda inteligencia?
Lorena estaba sobrepasada por la situación. Jamás había visto a su hermana tan ofendida. Cualquier cosa que decía únicamente servía para empeorar las cosas.
—No me refería a eso, sino que, en aquel momento, te veía como mi hermana pequeña, una niña en edad de jugar a la que no le había llegado el tiempo de florecer como mujer. Mira, cuando actué como lo hice, pensé exclusivamente en mí. Por eso nunca pude imaginar que Luca acabaría siendo tu marido.
—Ése es el problema, Lorena. Tú sólo piensas en ti y después te preocupas de si los demás son felices. Sin embargo, tus actos tienen consecuencias sobre otras personas. No puedes pretender actuar egoístamente y que después todos estén contentos.
—¿Adónde quieres llegar, Maria?
—A tu falsa concepción de la felicidad. Desde pequeña siempre has conseguido salirte con la tuya. No obstante, en muchas ocasiones debemos sacrificarnos por los demás sin pensar en nuestros propios deseos.
—Yo me sacrifico por mis hijos porque es mi deseo, Maria. No es incompatible lo uno con lo otro.
—¿Qué sabrás tú de sacrificios? Yo me refiero a otra cosa. Cuando papá quiso que te casaras con Luca, la caída de Lorenzo de Medici parecía inminente, y su final hubiera podido precipitar a nuestra familia hacia la ruina. Luca Albizzi era un buen partido que nos garantizaba una tabla segura donde agarrarnos si se consumaba el naufragio Medici, y tú no lo podías ignorar. Sin embargo, no tuviste en cuenta el honor ni el bienestar de padres ni hermanos.
—Finalmente resultó beneficioso para todos que me casara con Mauricio —se defendió Lorena.
—La diosa fortuna, que es ciega, así lo quiso. Pero si la moneda hubiera caído del otro lado, bien hubieras podido ver a tus seres queridos sumidos en la ruina, con el trabajo de generaciones echado a perder. ¿Te preocupaste entonces de mi felicidad, de la de tu amado hermano, de la de tu padre o de la de tu madre?
—Maria, no pensé en nada. Fue un impulso en el que los pensamientos eran cáscaras de nuez a la deriva en mitad de una tormenta embravecida.
—Eso es lo que te reprocho, hermana. Cuando se trata de lo que a ti te interesa, el resto del mundo desaparece engullido por el mar de tus deseos. Y después, cuando el mar se calma, te falta tiempo para preocuparte de si la tripulación del barco en que navegas se encuentra dichosa tras la tormenta. Mira, cuando papá me planteó mi enlace con Luca Pazzi, Lorenzo de Medici se había embarcado en un viaje del que pocos imaginaban que volviera con vida.
—Sí, lo recuerdo perfectamente. El Magnífico, con todo en contra, se jugó su última carta yendo a Nápoles para negociar personalmente la paz con el rey Ferrante.
—Exactamente —confirmó Maria—. En una situación muy similar a la que tú te habías encontrado poco tiempo antes, yo no me planteé otra cosa que cumplir con mi obligación. Si Lorenzo hubiera perecido en Nápoles, Mauricio, amigo íntimo del Magnífico, habría sido expulsado de Florencia y nuestra familia hubiera quedado en una situación muy delicada. Mi compromiso con Luca Albizzi era un seguro de vida para todos nosotros. Por el contrario, si Lorenzo conseguía la paz, seguía siendo un matrimonio honroso. Lo que te intento decir, hermana, es que si toca sacrificarse por la familia hay que cumplir la voluntad de Dios sin dejarnos arrastrar por el infierno de nuestros deseos personales. Tú no lo hiciste, no pensaste en la suerte que podríamos haber corrido el resto de los Ginori, debido a tus impulsos. Has tenido suerte y todo ha salido bien. Me alegro, sinceramente, pero me molesta que hagas de buena samaritana y te preocupes ahora por mi bienestar emocional. Luca tiene sus defectos, como cualquier hombre, pero es un esposo tan íntegro como fiel, y nuestros hijos son maravillosos.
Lorena estaba avergonzada. Jamás su hermana había sido tan dura. Tal vez Maria tuviera razón al tildarla de egoísta. Cuando la magia del estanque se apoderó de ella mientras sentía el cuerpo desnudo de Mauricio, no aquilató las consecuencias que hubiera podido acarrear su conducta para la familia. Su hermana sí había tenido a todos en su corazón cuando accedió de buen grado a su enlace con Luca. No obstante, una herida la mortificaba. ¿Estaba realmente su enfado dirigido contra ella por ser una egoísta? ¿O era otra la causa de su resentimiento? ¿Acaso era infeliz con Luca y le consideraba a ella responsable de su desdicha? ¿O tal vez su hermana se había dejado influir por la vehemencia con que Savonarola azotaba a quienes no compartían su sentido de la virtud? Fuere lo que fuese, en alguien tan prudente y cariñosa como su hermana, aquellas palabras preñadas de rabia indicaban un hondo dolor. Quizás en aquel preciso momento se estuviera rompiendo el puente invisible que la unía con su hermana. En el mejor de los casos haría falta tiempo para que la relación volviera a ser como antaño.