A la salida de la iglesia, Mauricio se tropezó con su amigo Bruno.
—Parece que entre las pías virtudes del fraile no se encuentra la de respetar los contratos —dijo Bruno con tono socarrón—. Es una lástima, porque en tal caso hubiera amenazado a los incumplidores con cincuenta latigazos o con alguna otra tortura ideada por su fértil imaginación, y los frailes del convento de San Marcos se hubieran abstenido de anular el pedido de los hábitos monacales que ahora descansan ociosos en nuestro almacén.
Mauricio apreciaba que su amigo Bruno no le hubiera hecho ni el más leve reproche, puesto que, estaba seguro de ello, la única causa de que los frailes hubieran cancelado el encargo eran aquellos rumores que le señalaban como un judío disfrazado de cristiano.
—Al menos nos daremos la satisfacción de querellarnos contra el convento de San Marcos —afirmó Mauricio, dando expresión a su rabia contenida mientras caminaban alejándose de la catedral.
—¡La maldición gitana! —rio Bruno—. ¡Tengas juicios y los ganes! Ya sabes: largos procesos judiciales pagando a letrados para que, al cabo de Dios sabe cuánto tiempo, un juez imponga el fallo que le plazca sin mayor fundamento que su estado anímico o su interés espurio. Déjalo en mis manos e intentaré llegar a un arreglo con los de San Marcos. Hoy por hoy, con Savonarola en su papel de estrella ascendente, me temo que más vale un mal acuerdo que un buen pleito.
Mauricio sabía que su amigo tenía razón. Ante un tribunal, los de San Marcos alegarían que la entrega se quiso realizar cuando el plazo había expirado, que los hábitos no eran de la calidad acordada o cualquier otra excusa que se le ocurriera al picapleitos de turno. En última instancia, los magistrados siempre fallaban a favor de los poderosos. Y en Florencia no había nadie más poderoso que Savonarola.
—Mejor será conformarse con perder el menor importe posible en tan ruinoso negocio —admitió Mauricio—. Lo verdaderamente irrecuperable es el cargamento hundido por los piratas berberiscos.
—Ahí sí hemos echado por la borda una buena parte de nuestra fortuna —sentenció Bruno con semblante taciturno—. En el colmo de la mala suerte, la compañía aseguradora del cargamento se ha declarado en quiebra. Es como si hubiéramos pisado mierda de vaca.
—O algo peor. Porque del dinero que le prestamos a Cristóbal Colón no hemos visto ni un florín ni un mal maravedí.
—Ahí invertimos no tanto pensando en la devolución del préstamo, sino en las oportunidades de negocio si Colón descubría otra ruta más rápida y segura hacia las Indias. Por increíble que parezca, lo ha conseguido, así que tarde o temprano obtendremos beneficios ingentes.
—Ojalá tengas razón, Bruno, porque de momento esas Indias a las que ha llegado Colón no poseen ni seda ni ricas especias con las que comerciar.
—Por eso están enviado plantones de caña de azúcar a las tierras recién descubiertas.
Mauricio sabía lo caro que era el azúcar, la única sustancia más dulce que la miel. En Europa era de difícil cultivo por la falta de agua, pero las islas recién descubiertas parecían idóneas para plantar cañas de azúcar. Sin embargo, ése era un negocio a largo plazo, y Mauricio necesitaba el dinero con premura.
—Los Reyes Católicos premiaron el éxito del Almirante, entre otras mercedes, con mil doblas de oro. Bien nos hubiera podido pagar con las recompensas recibidas.
—Razón no te falta, Mauricio. No obstante, Colón se excusó aduciendo grandes deudas anteriormente contraídas y asegurando que nos pagará con el oro que traiga de regreso tras su segundo viaje. ¿Qué podíamos hacer? Colón es un héroe en España y cualquier reclamación que le hagamos será tan fútil como un puñetazo de aire. Ahora bien, tan pronto llegue hasta la corte del Gran Khan, podremos comprar y vender las especias eludiendo los exorbitantes peajes que tanto encarecen los productos orientales. No dudes de que la riqueza está a punto de entrar por la puerta de nuestra casa.
—Tal vez, aunque no creo que sea a través de esa planta cuyo humo inhalan los indios de esas nuevas tierras.
Bruno se rio con ganas la ocurrencia de Mauricio. Hacía unas semanas habían probado unas hojas secas, que los indios llamaban tabaco, enrolladas en un canutillo. Habían prendido fuego a un extremo del tubito aspirando a continuación por el otro. Inmediatamente habían empezado a toser mientras pequeñas nubes de humo salían por su boca y sus ojos, irritados, se humedecían.
—Desde luego la plantación de tabaco sería el negocio más ruinoso de todos los tiempos —aseveró Bruno—. Quizás a los indios salvajes les guste inhalar ese humo maldito, pero ningún cristiano en su sano juicio los imitará.