Era el tercer domingo de Adviento y nadie en Florencia quería perderse el sermón de Savonarola. Mauricio estimó que con dicho propósito se habían congregado en Santa Maria del Fiore unas catorce mil personas. El número de feligreses desbordaba la capacidad del Duomo, de modo que una enorme multitud se había visto obligada a permanecer a la intemperie, y habían ocupado la plaza que rodeaba la catedral. ¡Y eso que ninguna mujer había acudido a la iglesia! El fraile estaba hablando de política en sus últimos sermones y consideraba que las mujeres no debían escuchar lo que se decía sobre estos temas ni opinar sobre ellos. Mauricio se alegraba de dicha prohibición, aunque sólo fuera porque, de otro modo, se hubiera incrementado el riesgo de morir por asfixia. A fin de protegerse del frío, había elegido una gruesa túnica de lana negra, el color que los españoles habían puesto de moda, y el tradicional sombrero florentino, el cappucci, que se podía enrollar sobre la cabeza de diferentes modos, según el estilo personal de cada quien. Unos zapatos de cuero de becerro con una gruesa suela cosida a mano completaban su abrigada vestimenta, que, debido a la nutridísima concurrencia, le estaba haciendo sudar en pleno mes de diciembre.
Savonarola, vestido con una sotana negra y empuñando un crucifijo en su mano derecha, comenzó su sermón:
—Ha llegado la hora de cambiar el corrupto Gobierno de Florencia por otro que ayude a que ésta sea la ciudad del Cielo en la Tierra.
»Predije, y sois testigos de ello, la muerte de Lorenzo de Medici, la caída de su hijo Piero y la entrada en Italia de un ejército extranjero en expiación de vuestros pecados. Pero también os conforté asegurándoos que Florencia permanecería inviolada, porque de ella nacería un nuevo gobierno democrático que sería espejo y faro para el resto del mundo.
Mucha gente consideraba que Savonarola era un auténtico profeta y estaban convencidos no sólo de que había salvado a Florencia de ser saqueada por el ejército francés con su mera presencia, sino de que también había convencido al rey Carlos de que abandonara la ciudad. Mauricio pensaba que la carismática personalidad del monje podía haber ejercido cierta influencia en el voluble y joven monarca; sin embargo, por sus propias fuentes de información sabía que, Begni, el capitán del ejército francés, había exigido al rey marchar de Florencia aprovechando la ausencia de lluvias y nieve. En cualquier caso, lo que constituía un auténtico milagro era el hecho de que durante la ocupación extranjera tan sólo se hubieran producido una decena de muertes en reyertas aisladas, teniendo en cuenta el enorme número de gente armada que había cohabitado en la ciudad.
—Durante demasiado tiempo —clamó Savonarola desde el púlpito—, esta ciudad ha sufrido una tiranía maquillada bajo los falsos ropajes de una República. La Signoria y los consejos eran semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera son bellos, pero por dentro están llenos de huesos, gusanos e inmundicias. Sí, porque los cargos relevantes no se elegían democráticamente, sino en sorteos amañados por los Medici. En verdad os digo que debemos abolir las instituciones del pasado, ahora que estamos iniciando una nueva era para mayor gloria de Dios. Mantengamos la Signoria y creemos un consejo reducido para regir la ciudad, pero que sus miembros sean elegidos con justicia. Y sobre todo, creemos un gran consejo de mil quinientas personas que tenga la última palabra en cualquier asunto. Mil quinientas personas de todos los gremios y estratos sociales no se pueden corromper ni manipular. En la ciudad de Dios será el pueblo quien gobierne. Es la voluntad del Señor: tal como me la comunica os la enseño yo.
Savonarola se estaba alineando claramente con el bando partidario de dotar a la República de un gobierno auténticamente popular, y en contra de quienes consideraban preferible que las instituciones siguieran en manos de una pequeña élite Mauricio tenía otros problemas más acuciantes sobre los que reflexionar. Con el hundimiento del barco Santa María procedente de las Indias Orientales había perdido una buena parte de su patrimonio: pimienta, canela, nuez moscada, seda perfumes, perlas y piedras preciosas por valor de veinte mil florines habían acabado en el fondo del mar tras un combate mortal con piratas berberiscos. Y junto con la Santa María también había naufragado la compañía aseguradora, que se había declarado en quiebra. Por otro lado, todavía no les habían devuelto el cuantioso préstamo de Colón, pese a que éste había descubierto una ruta alternativa hacia las Indias. Para empeorar las cosas, el convento de San Marcos había anulado un importante pedido de ropas eclesiásticas cuando los hábitos monacales ya estaban confeccionados. Mauricio sospechaba que el responsable de tal decisión era precisamente aquel fraile que, crucifijo en mano, encandilaba a las multitudes desde el púlpito. En efecto, era sobradamente conocida la animadversión de Savonarola por los judíos, a los que consideraba responsables del martirio de Jesucristo. Y sin que Mauricio supiera el motivo, alguien se había encargado de propagar la historia de que su padre y sus abuelos eran en realidad judíos, y de que él era también un falso converso. Si aquel bulo había llegado a los oídos de Savonarola, el prior de San Marcos bien podría haber anulado el pedido temeroso de que sus ropas estuvieran contaminadas por manos infieles.
Mauricio pensó en la esmeralda que le había entregado Lorenzo en su lecho de muerte. Gracias a ella había podido gozar de una vida espléndida, y tal vez pudiera evitar nuevamente su ruina…, si la vendía, contraviniendo la última voluntad del Magnífico. Durante dos años y medio no había recibido noticias de su desconocido y legítimo propietario. Sin embargo, lo impensable no era menos real que lo cotidiano, y precisamente aquella mañana había llegado una carta en la que se reclamaba la devolución de la gema. La tentación de romper la misiva y olvidarse del asunto era muy grande, casi irresistible. Mauricio resolvió, por lo pronto, demorar su respuesta. Ya habría tiempo para devolver tan valiosísimo objeto cuando su situación económica hubiera mejorado.
—Cambiar el modo de gobierno es necesario, pero no suficiente —bramó Savonarola con voz potente—. Debéis cambiar de vida, o vuestra carne será desollada en el fuego del Averno durante toda la eternidad. Sí, porque el pecado florece en nuestra ciudad. Los peores vicios son tolerados sin que nadie los castigue. Esto debe acabar. Si un ojo te escandaliza, es mejor arrancártelo que ser arrastrado por su causa a la Gehena, al Infierno. Por eso, por vuestro propio bien, voy a proponer una serie de leyes que animen a los pecadores a transitar por la senda apropiada. Si no desean andar por el camino de la virtud de buen grado, llevados por el amor de Dios, que al menos lo hagan por temor al castigo. Son muchos los vicios que anidan en nuestra ciudad; tal vez el peor sea el de la sodomía. Ese abominable vicio ofende a Dios y, aunque no guste de la violencia contra el prójimo, debe ser extirpado de Florencia como una mala hierba. Así que cuando un sodomita sea descubierto, propongo un castigo simbólico: que el culpable sea expuesto en los muros exteriores del Bargello, con sus manos ligadas a alguna de las anillas de hierro y con un letrero sobre su pecho en el que se lea nombre del crimen cometido. Que sea así exhibido para escarnio público durante tres horas mientras tañe la vieja campana de la prisión, para que no peque más. Pero si reincidiera, que su pena sea física también. Que, atado a una columna, el látigo fustigue su espalda a la vista de todos. Y si pese a ello persistiera en su ignominia que sea quemado, pues más valdrá que arda su carne en lugar de su alma.
Mauricio miró a su alrededor. Los rostros de todos los hombres eran graves. La sodomía había sido un vicio condenado públicamente y tolerado en la práctica, hasta tal punto que los franceses empleaban la palabra «florentino» como sinónimo de «homosexual». Las cosas iban a cambiar. Mauricio no albergaba dudas de que la ley propuesta por el fraile sería aprobada, pues cualquiera que se opusiera a ella sería sospechoso de practicar el pecado contra natura. Él, personalmente, no debía preocuparse, si bien tenía la corazonada de que aquél era el inicio de una nueva era: la edad de oro anunciada por Savonarola comenzaba marginando a las mujeres y persiguiendo a los sodomitas, pero luego vendrían las prostitutas, los judíos, los herejes y, al final, se perseguiría a todos aquellos que fueran diferentes a la idea que aquel fraile tenía de un cristiano ejemplar. Era algo inquietante, y más aún si se tenía en cuenta que Mauricio no compartía muchas de las opiniones del monje.