Pietro Manfredi observó complacido el tablero de ajedrez sobre el que se desplegaban las piezas de marfil. Tras la retirada del ejército francés, pronto se escenificaría oficialmente el traspaso de poderes en Florencia. Con mucha paciencia y sutileza habían acabado primero con el prestigio de Lorenzo, y luego con su vida, aprovechando el fallecimiento de su jefe de espías y las precisas informaciones de Luca sobre los gustos alimenticios del Magnífico. Su plan había sido lento pero exitoso. Las ideas defendidas por Lorenzo de Medici se batían en retirada, e incluso sus amigos humanistas, los artistas y filósofos de la Academia Platónica, como Sandro Botticelli y Pico della Mirandola, habían renegado públicamente de sus antiguos ideales.
Desafortunadamente no habían podido hacerse con el anillo. Pietro Manfredi estaba convencido de que el cardenal Giovanni Medici custodiaba la esmeralda. Era el más inteligente de los hijos de Lorenzo y estaba predestinado a ser elegido Papa en el futuro, si utilizaba bien su riqueza, el peso del apellido Medici y la agudeza mental que le caracterizaban. Tras la muerte de Lorenzo, habían infiltrado a espías entre el séquito del cardenal Giovanni y en el palazzo de su hermano Piero sin resultado alguno. También habían rastreado las casas de empeño, habían contactado con las personas relacionadas con el tráfico de joyas y habían interrogado a criados del Magnífico. Todo en vano. La esmeralda había desaparecido y la podía tener cualquiera, un afortunado ladrón, alguna hermana de Lorenzo o incluso Mauricio Coloma. Esta última posibilidad era insignificante, pero, desesperado ante la falta de resultados, Pietro había ordenado simular un robo en la villa de campo de Mauricio, así como realizar un discretísimo registro en su mansión florentina. Como era de esperar, tampoco allí habían encontrado ni rastro de la esmeralda. Si querían recuperarla, necesitarían más imaginación que la demostrada hasta el momento, o un golpe de suerte inesperado.
En cualquier caso, Pietro sentía cierta inquina por Mauricio Coloma. De no haber sido por la intervención de ese patán, Lorenzo de Medici hubiera muerto acuchillado en la catedral muchos años atrás. Mauricio no era un objetivo prioritario, ni siquiera un peón por el que valiera la pena mover un dedo, pero, personalmente, le complacía saber que su destino era morir después de haber sido torturado física y moralmente. Por supuesto, él no intervendría ni se ensuciaría las manos de sangre. Luca Albizzi se ocuparía de ello dentro de muy poco.