Florencia 11 de noviembre de 1494
Los gritos de «Popolo e libertà!» resonaron con estrépito en la plaza de la Signoria tocando a parlamento a través del inequívoco resonar de las campanas. Sólo se convocaba el parlamento en situaciones extraordinarias para que todos los ciudadanos se reunieran en la plaza y expresaran públicamente su voluntad. Cuando esa voluntad era inequívoca, prevalecía sobre cualquier otra institución de gobierno. Y por lo que Lorena veía, estaba muy claro que el pueblo clamaba contra la tiranía de Piero de Medici.
La enorme plaza se fue llenando con todo tipo de hombres y mujeres. Riadas de gente caminaban tras los estandartes de los distintos barrios de la ciudad. Grupos de hombres armados, ricos ciudadanos montados sobre sus caballos, artesanos que empuñaban martillos, agricultores que blandían azadones… Juntos coreaban todos al mismo tiempo la consigna «Popolo e libertà». El mismo grito salía de las ventanas de las casas. Ni una sola voz se decantaba por el «Pale, pale, pale» de los Medici.
—Parece que los días de Piero están contados —comentó Lorena—. Ni siquiera la suma de sus mercenarios y de sus partidarios podría enfrentarse con esta multitud.
—Creo que tienes razón —concedió Mauricio—, pero en previsión de que se le ocurriese plantar batalla, opino que es mejor regresar a casa. No olvidemos que estás embarazada.
¿Cómo iba a olvidarlo? Llevaba dos meses en estado de buena esperanza, y poco después de anunciar la venturosa nueva, Mauricio había entrado en una extraña crisis: su actitud se había tornado tan melancólica que hasta le costaba salir de casa. Lorena lo atribuía a los catastróficos acontecimientos que estaban teniendo lugar en Florencia, y precisamente por ello era todavía más importante que su marido recuperara su vitalidad. No sabía cómo contribuir a su mejora anímica, pero de momento lo más urgente era regresar al hogar. Con tanta gente armada y los ánimos tan encrespados podía ocurrir cualquier cosa. ¡Incluso que los soldados franceses que ya estaban alojados en la ciudad tomaran partido por Piero de Medici!
Cuando salían de la plaza vieron llegar al cardenal Giuliano, hermano de Piero de Medici, que cabalgaba acompañado de numerosos soldados. Sorprendentemente, sus voces no gritaban «Palle, palle, palle!», sino «Popolo e libertà!». Sin duda, el cardenal, considerando segura la caída de Piero, prefería dejar constancia pública de que su postura era también contraria a la de su hermano. O tal vez se había acercado hasta allí con el propósito de ayudar a Piero intimidando a los presentes con la presencia de sus hombres, y, al ver tamaña multitud, había decidido apostar a caballo ganador para salvaguardar su integridad física. En cualquier caso, todas las armas se giraron y les apuntaron amenazadoramente mientras la muchedumbre, enardecida, le acusaba de traición. Tras frenar el avance de sus caballos, el cardenal y su séquito dieron media vuelta, sin llegar a entrar en la plaza, y sin que tampoco nadie se atreviera a enfrentarse con una comitiva tan bien pertrechada. Aprovechando el espacio que había quedado momentáneamente vacío, Mauricio y Lorena ganaron el acceso fuera de la plaza.
—Piero de Medici se merece lo que le está ocurriendo —señaló Lorena.
—Ciertamente —confirmó Mauricio—. En tan sólo dos años y medio desde la muerte de su padre ha conseguido exasperar tanto a los humildes campesinos y esforzados trabajadores como a los más distinguidos ciudadanos y comerciantes de toda condición…
—¡Y eso que su padre le dejó un legado tan excelente que no era fácil echarlo a perder en tan poco tiempo! —exclamó Lorena.
—Sí, Piero cavó su propia tumba al enemistarse con los consejeros de su padre, y rodearse de otros, tan pésimos que si hubieran sido seleccionados por sus propios enemigos no hubieran sido peores.
Al llegar a la Via de Martegli, muy cerca del Duomo, heraldos de la Signoria estaban ya proclamando a viva voz que sería condenado a muerte cualquiera que ayudara a Piero de Medici. Asimismo, ordenaban a los extranjeros no portar armas en público.
Emplear el término «extranjeros» era un eufemismo para no aludir directamente a los franceses, que eran los que, sin proponérselo, habían provocado la furibunda reacción popular contra Piero de Medici. Lorena recapituló en su mente los acontecimientos de los últimos meses. El rey Carlos de Francia, espoleado por el duque de Milán, había decidido reclamar sus derechos angevinos sobre el reino de Nápoles. Preparando su marcha, emisarios del rey Carlos habían solicitado de Piero que les dejara paso franco y les facilitara provisiones mientras atravesaban la Toscana. Sin embargo, Piero, en contra de la opinión de los florentinos, había transmitido a los emisarios franceses su negativa más rotunda. Dicha posición había encendido los ánimos de los ciudadanos. En primer lugar, porque podía dar lugar a una terrible guerra con un enemigo formidable en un asunto que debía ser de la estricta incumbencia de Nápoles. Y, en segundo lugar, porque los franceses eran mucho más apreciados en Florencia que los napolitanos, cuyo rey pertenecía a la casa de Aragón. Además, Savonarola había tomado partido desde hacía tiempo por el rey Carlos, y había convencido con su carisma a la mayoría de los florentinos de que el monarca francés era el instrumento del que se valdría Dios para purificar por la espada los pecados de Italia, aunque Florencia se libraría del castigo si se arrepentía de sus pecados. A tal fin, Savonarola se había entrevistado con el rey de Francia y le había aconsejado que invadiera Nápoles primero, y después Roma, que depusiera al perverso papa Borgia y que se abstuviera de causar daños en Florencia.
Lorena dudaba de que Savonarola fuera capaz de ejercer tanta influencia en el ánimo del monarca francés como en la de sus conciudadanos. La misma duda debía corroer a Piero de Medici, porque, tan pronto se enteró de que el rey Carlos había llegado a territorio toscano, entró en un estado de pánico compulsivo. Incapaz de razonar sosegadamente, intentó emular a su padre saliendo de la ciudad para entrevistarse personalmente con el monarca francés. Lamentablemente, Piero había sido tan firme en la distancia como débil en la presencia del rey de Francia, y había cedido sin oponer resistencia las fortalezas de Pisa, Sarzana, Pietrasanta, Fivizziano, Luligiana, así como el puerto de Livorno. Con la pérdida de esas ciudades se perdían los ojos y los oídos de Florencia, que con tanta sangre y esfuerzos habían conquistado en el pasado. Así, Florencia quedaba en una situación de extrema debilidad sin que hubiera sido necesario, porque, si bien el ejército francés era superior, su situación no era tampoco envidiable. En territorio enemigo, sin provisiones, rodeado de montañas nevadas y con el frío viento del invierno azotándoles sin descanso, su estado era precario. Es cierto que hubieran podido asediar las ciudades entregadas, sopesó Lorena, pero sin otra certeza que la de asumir enormes pérdidas. Por si aquellas claudicaciones no fueran suficientes, Piero también había invitado al ejército francés a residir en Florencia hasta que decidieran partir hasta Nápoles.
Con su errático proceder, el hijo de Lorenzo había demostrado que no poseía ninguna de las cualidades de su padre; el resultado había sido llegar a una situación a la que jamás debería haberse llegado, ya que se hubiera podido alcanzar un acuerdo mucho más ventajoso. Aquellos pensamientos no eran otra cosa que llorar sobre la leche derramada. Lorenzo, el compás de Italia, había muerto, y el equilibrio se había quebrado, pues Piero era incapaz de tejer los delicados hilos de la diplomacia con la sutileza de su padre.
No era de extrañar que la ira acumulada contra Piero hubiera explotado finalmente ante tal cúmulo de despropósitos. Al llegar a su mansión, la marca de la puerta recordó a Lorena lo que los aguardaba. Días atrás, emisarios franceses habían entrado en la ciudad y señalado con tiza blanca las casas en las que se alojarían las tropas francesas durante su estancia en Florencia. Ciertamente hubiera sido más rápido marcar las que no iban a ser ocupadas, puesto que la casi totalidad de las viviendas habían sido seleccionadas. Incluso en varias de ellas ya se habían asentado tropas francesas, como avanzadilla del grueso del ejército que pronto entraría en la ciudad. En teoría se habían comprometido a pagar por los gastos que ocasionara su estancia en Florencia, pero la opinión generalizada era que sería una suerte si se marchaban sin saquearla. Abrir de par en par las puertas de la ciudad a un ejército tan colosal era una opción demasiado arriesgada.
Había discutido con Mauricio la opción de ingresar a su hija Simonetta en un convento mientras durara la ocupación. Por desgracia, si los franceses incumplían su palabra y se dedicaban al pillaje, los desmanes y las violaciones de mujeres y niñas estaban casi garantizados. Finalmente habían desechado la idea, pues, si las cosas llegaban tan lejos, los muros de un convento no protegerían a sus ocupantes de la violencia de los soldados.
Mientras entraban en su mansión, que pronto compartirían con mercenarios extranjeros, Lorena reflexionó sobre los silencios de su esposo. Mauricio no había abierto la boca desde que habían dejado atrás la Via de Martegli. Hacía semanas que estaba raro y poco comunicativo. Ella barruntaba que, además de la crítica situación que vivía la ciudad, tal vez existía algún otro motivo oculto de preocupación que Mauricio prefería esconder. Eran tiempos difíciles para el comercio y los negocios en general. ¿Habría contraído deudas que no podía devolver? ¿Quizá los rumores que corrían en la ciudad sobre su ascendencia judía podían estar perjudicándole más de lo que ella creía posible? Su marido era un cristiano ejemplar, pero bajo la batuta de Savonarola cada vez eran más los ciudadanos que expresaban juicios severísimos contra todo lo que no se ajustara con exactitud a la estrecha visión de aquel predicador. ¿Era Savonarola un verdadero profeta, o era más bien un falso iluminado? Aquélla era la cuestión que dividía a los florentinos, aunque para ella sólo había una pregunta verdaderamente importante: ¿qué le estaba ocurriendo a su marido?
Tal vez la respuesta estuviera relacionada con el extraño saqueo de su villa del campo unas semanas atrás. Los asaltantes, aprovechando la ausencia de los cuidadores de la finca, que habían bajado a Florencia para realizar ciertas compras, ocasionaron diversos destrozos en el interior de la casa, se llevaron algunos objetos de valor y, lo que resultaba más inquietante, habían removido con azadones la tierra circundante a la finca, como si estuvieran buscando un tesoro escondido. Su marido la había tranquilizado asegurándole que únicamente se trataba de un robo aislado al que estaba expuesta cualquier propiedad desprotegida, pero Lorena temía que aquel violento suceso tuviera algo que ver con la crisis en la que Mauricio se hallaba sumido.