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Mauricio se alegraba de haberse quedado en casa en lugar de ir a ver el partido. No le gustaba el calcio y tampoco se encontraba cómodo en compañía de Luca. Su cuñado siempre se mostraba muy correcto, pero tenía la sensación de recibir puñaladas invisibles cuando estaban juntos. Por eso no había dudado en aceptar la entrevista que su buen amigo Elías Leví le había solicitado justo a la misma hora en que se jugaba el partido.

—Soy todo oídos —dijo Mauricio cómodamente sentado en el patio interior de su mansión—. ¿Qué es lo que deseabas contarme?

—¿Te acuerdas de cuando nos encontramos en Orsanmichele hace unos meses? —preguntó Elías.

—Perfectamente. ¿Conseguiste que aquel español sefardí pudiera trabajar como curtidor en la ciudad?

—Sí, no hubo dificultad. Sin embargo, tal como vaticinaste, el problema se presenta ahora, porque el plazo para que los judíos abandonasen España ya ha expirado. Como consecuencia, han llegado más sefardíes, y no puedo encontrar trabajo para todos. ¡Y eso que la mayoría de los judíos han elegido otros destinos!

—Debido a Savonarola —conjeturó Mauricio.

—Efectivamente, la influencia de ese predicador es mayor cada día. A este paso acabará gobernando la ciudad. De momento ya ha conseguido que los judíos no sean bienvenidos en Florencia. Eso jamás hubiera ocurrido si Lorenzo continuara vivo. He intentado hablar con su hijo Piero, pero no he logrado mi propósito, ya que ni siquiera se digna a recibirme.

—Me entristece escuchar tal cosa, aunque no me sorprende: la influencia de los consejeros más allegados a su padre ya no es la que fue. Piero se está rodeando de una camarilla de aduladores pendencieros de los que no podemos esperar nada bueno.

—Parece mentira que de un padre tan brillante haya salido un hijo más necio que mediocre —sentenció Elías desdeñosamente.

—Desde luego el proverbio «de tal palo tal astilla» no se aplica a Piero de Medici. En cualquier caso, espero que los judíos sefardíes puedan encontrar mejor acomodo en otras ciudades.

—Lamentablemente no abundan los lugares donde los sefardíes sean bien acogidos en la cristiandad. En Italia, el reino de Nápoles ha sido el único que les ha abierto las puertas amistosamente. En cambio, el Imperio turco los ha invitado con entusiasmo. Turquía, pues, se ha convertido en el principal destino de los judíos españoles. Pese a ello, algunos sefardíes han desembarcado en Florencia, ya sea por vínculos familiares, ya sea para hacer escala en su peregrinaje. Te estaría enormemente agradecido si les pudieras facilitar algún empleo, aunque fuera temporalmente. Lo más probable es que se marchen de la ciudad en cuanto puedan, mas de momento necesitan dinero, aunque sólo sea para costearse el precio del transporte. Y es que la mayoría de ellos han llegado con lo puesto, debido a que los reyes de España prohibieron a los desafortunados judíos españoles llevarse consigo monedas o metales preciosos.

Mauricio escuchaba con atención a su amigo, al que, por el mucho afecto que le tenía, estaba deseoso de ayudar.

—Como ya sabes —expuso Mauricio—, dispongo junto con mi amigo Bruno de un pequeño negocio de telas. Creo que podríamos contratar a tejedores, hiladoras y cardadores. Quizá también a un contable: hasta el momento nos hemos ocupado personalmente de todo el papeleo, pero no nos vendría mal algo de ayuda.

—Te lo agradezco mucho —dijo Elías, mientras le tocaba afectuosamente el brazo a Mauricio—, especialmente porque conozco la crisis por la que está atravesando la industria textil.

Indiferente a cualquier otra circunstancia ajena a su dolor, Simonetta, su hija de nueve años, prorrumpió en el patio con los ojos llorosos, seguida de su hermano mayor.

—Agostino me ha tirado del pelo y me ha hecho daño —se quejó la cría. Tenía el mismo pelo castaño y rizado que su madre. Para Mauricio era la niña más guapa del mundo. Era evidente que no había sufrido ningún percance serio, aunque el mohín de su cara quería expresar lo ultrajada que se sentía.

—Ha sido jugando —se defendió Agostino—. No quería hacerle daño.

—Agostino, eres el mayor y tu misión es proteger a tus hermanos pequeños, en lugar de hacerles rabiar —expuso Mauricio—. Así que hoy te quedas sin limonada durante todo el día. En cambio, tú, Simonetta, puedes pedirle un vaso a Cateruccia para que se te endulce el enfado.

La expresión de Simonetta cambió al instante por otra de satisfacción, como si, de repente, la justicia se hubiera restaurado sobre la faz de la Tierra. Agostino frunció el ceño para deleite de su hermana, pero no protestó. El niño, como su madre, raramente aceptaba un no por respuesta, y solía encontrar el modo de salirse con la suya. Simonetta, por el contrario, era menos práctica y más soñadora; menos rebelde y más feliz, y vivía en su particular mundo de fantasía, al amparo del esplendoroso palazzo y la refinada educación que le brindaban. Pese a la regañina, Mauricio sabía perfectamente que Agostino acabaría apañándoselas para hurtar la limonada de la despensa. Su hijo también lo sabía, y de ahí que no se hubiera quejado. Simonetta, en cambio, lo ignoraba, y el castigo impuesto le permitía seguir creyendo que vivía en un reino seguro donde ninguna transgresión quedaba impune. Mauricio estaba satisfecho. Había logrado solventar la discusión entre hermanos con menos complicaciones de las previstas, y podía centrarse de nuevo en los comentarios de Elías.

—El sultán Bayaceto II sostiene que el rey Fernando debe de ser un mal monarca cuando empobrece su reino expulsando a los judíos. Sin embargo, los hebreos, en lugar de pagar al rey Fernando con la misma moneda, todavía le hacen un postrer servicio con el viaje de Cristóbal Colón, que si tiene éxito convertirá a España en una potencia más importante.

—Esperemos que así sea —dijo Mauricio, que había acabado invirtiendo junto con su socio una importante cantidad de dinero en dicho viaje—. Ahora bien, ¿qué tienen que ver los hebreos con Cristóbal Colón?

—Todo —afirmó Elías—. Basta reflexionar en algunos detalles. El edicto real de expulsión decretaba que a partir de las doce de la noche del 2 de agosto de 1492 ningún judío podía quedar en suelo español. ¿Y qué día partieron las tres carabelas de Colón? El 3 de agosto de 1492. ¿Casualidad? Yo no creo en ellas. Es más, de acuerdo con la tradición marinera, es sagrado que la tripulación pase la última noche en su casa. Con mayor razón en una travesía tan arriesgada. Pues bien, contraviniendo esa ley no escrita de los marineros, Colón ordenó que toda la tripulación permaneciera la noche del 2 de agosto en las tres carabelas: la Pinta, la Niña y la Santa María. El único motivo lógico es que muchos de los tripulantes fueran judíos y Colón no quisiera arriesgarse a que pudieran ser detenidos cuando las campanas tocaran a medianoche. Además, este viaje nunca hubiera obtenido la autorización real sin el apoyo constante de los hebreos conversos que han ayudado a Cristóbal en la corte de España, material y financieramente, para que su proyecto llegara a convertirse en realidad.

—Había oído rumores de que Luis Santángel, escribano de ración del rey Fernando y principal valedor del viaje con un préstamo personal de un millón de maravedíes, es descendiente de judíos. ¿Te refieres a él, Elías?

—Desde luego, pero Luis Santángel no es el único cristiano nuevo con influencias en la corte española que se ha desvivido por Colón. También han bregado infatigablemente cerca de sus majestades; Juan Cabrero, camarero del rey; Gabriel Sánchez, tesorero de la Corona de Aragón; fray Hernando de Talavera, confesor de la reina; Diego de Deza, tutor del príncipe; Juan de Coloma, secretario de la Corona de Aragón… La lista es tan grande que se podría decir que los reyes no podían dar un paso en la corte sin encontrarse de cara con algún converso valedor de Colón.

Mauricio reparó en que compartía apellido con el secretario de la Corona de Aragón: Coloma. Y entre Coloma y Colón no había gran diferencia. Elías ya le había comentado en alguna ocasión que Colom, Colón, Coullon o Colombo, en sus diferentes variantes, era un apellido propio de cristianos nuevos con sangre judía. Lo que nunca hubiera imaginado es el número e importancia de los apoyos de filiación hebrea que estaban tras aquel viaje.

—Precisamente Juan Sánchez, hermano del tesorero de Aragón, fue una de las personas que nos alentó a invertir en el proyecto de Colón.

—Le conozco bien —asintió Elías—. Juan Sánchez se instaló en Florencia para escapar de la Inquisición, ya que en una causa de fe celebrada en Zaragoza se le declaró culpable de ser un falso cristiano y le condenaron a muerte. Advertido a tiempo, huyó de España antes de que comenzara el proceso, por lo que la Inquisición se tuvo que conformar con quemarlo en efigie.

Mauricio estaba informado de las sutilezas del Santo Oficio: cuando los reos de fe se encontraban en paradero desconocido, se quemaban sus retratos, a falta de algo más sólido con lo que alimentar las llamas. Lo que Mauricio desconocía es que Juan Sánchez hubiera sido condenado en España. Tanto él como su socio Bruno habían quedado persuadidos de que la principal razón por la que se hallaba en la ciudad era para convencer a los ricos mercaderes florentinos sobre los grandes beneficios que la aventura de Colón les podía reportar. En cualquier caso, era lógico que hubiera ocultado tal circunstancia, puesto que podía haber ahuyentado a inversores dubitativos como ellos. Ya era demasiado tarde para echarse atrás: una parte de su fortuna estaba navegando en las carabelas de aquel navegante visionario.

—Así que, como ves —continuó Elías—, los hebreos tienen mucho que ver con el viaje de Colón. Incluso la mayoría de los prestamistas privados florentinos y genoveses que han aportado el medio millón de maravedíes son descendientes de judíos.

—Y resulta que, por pura casualidad, yo también desciendo de judíos —dijo Mauricio.

—Bueno, como bien sabes, no creo en las casualidades.