74

La vida no admitía interrupciones y, aunque las exequias de Lorenzo de Medici flotaban todavía en el aire de Florencia, Mauricio había acudido a Orsanmichele para resolver asuntos relativos a los trabajadores empleados en su negocio de tejidos. Orsanmichele era un bello edificio con múltiples funciones. Utilizaban sus pisos superiores como graneros, mientras que su planta baja estaba destinada a los oficios religiosos, donde muchos florentinos acudían confiando en las propiedades milagrosas de una bella imagen de la Virgen María. El espacio que circundaba la iglesia era también lugar de encuentro de los gremios de la ciudad. En el exterior de sus muros podían admirarse las grandes estatuas colocadas dentro de hornacinas que representaban a los diferentes gremios de Florencia. El del arte de la calimala, al que pertenecía Mauricio, era inconfundible gracias a la colosal estatua de san Juan Bautista esculpida en bronce por Lorenzo Ghiberti.

Aquella mañana, Orsanmichele era un hervidero de gente y de voces, donde era imposible dar dos pasos seguidos sin recibir algún empujón o ser sorprendido por alguna mula de carga que se abría paso azuzada por su arriero. La sorpresa de Mauricio fue mayúscula cuando vio frente a sí a Elías Leví, no sólo porque encontrar a un amigo en medio de aquella muchedumbre era como hallar una aguja en un pajar, sino porque no era un lugar que el rabino soliera frecuentar.

—Te voy a presentar a un compatriota tuyo —dijo Elías tras saludarle afectuosamente—, pero alejémonos primero a donde no corramos el riesgo de morir sepultados por el gentío ni de ser arrollados por bestias de carga malhumoradas.

—Mi nombre es Isaías y soy toledano —saludó el acompañante de Elías, una vez que hubieron conseguido abrirse paso a una zona menos concurrida.

—Me llamo Mauricio y soy originario de Barcelona. ¿Qué te trae por Florencia? —preguntó al individuo que se hallaba frente a él. Tendría unos treinta años, vestía un jubón remendado y no llevaba sombrero. Su castellano siseante, el ladino utilizado por los sefardíes, era inconfundible, pese a que únicamente había pronunciado una breve frase.

—La necesidad, amigo —respondió Isaías—. Los Reyes Católicos han publicado un decreto en el que ordenan abandonar España antes del próximo 3 de agosto a todos los judíos que no se conviertan al cristianismo. Yo he preferido evitar males mayores y no apurar el plazo. Así que he vendido cuanto tenía y me he venido a Florencia, donde los Medici siempre nos han tratado bien.

Mauricio conocía la preferencia de los judíos por tener efectos rápidamente convertibles en dinero para poder abandonar rápidamente su país de residencia en caso necesario.

—Muchos —continuó Isaías— apurarán el plazo intentando sacar el máximo posible de sus propiedades, pero es una necedad. A medida que avance el tiempo, más se aprovechará la gente de su situación y menos les pagarán. Además, corren el riesgo de que antes de agosto se produzcan ataques contra los judíos. No sería la primera ni la última vez que se organicen pogromos contra nosotros.

—En tal caso —preguntó Mauricio—, ¿por qué arriesgarse a quedarse más tiempo del imprescindible?

—¿Amor, esperanza, incredulidad? ¿Quién sabe? —se preguntó Isaías—. Cualquiera de esos sentimientos es capaz de retenernos en países de los que deberíamos huir. Desde que nos expulsaron de Jerusalén, y fuimos reducidos a la esclavitud en Babilonia, la historia de nuestro pueblo ha sido un sufrimiento sin fin en tierras extranjeras. Los rabinos ofrecían consuelo asegurando que algún día acabarían las cuitas. Pues bien, cuando nuestros antepasados llegaron a Sefarad, España para vosotros, creyeron haber alcanzado la Tierra Prometida con la que tanto habíamos soñado. Durante siglos pudimos convivir en paz, tanto con cristianos como con musulmanes. Sefarad llegó a formar parte de nosotros, y nosotros de ella. Allí hemos sido tan felices que asumir la expulsión nos resulta tan duro como aceptar que nuestra propia madre rechace el fruto de su vientre. Por eso son demasiados los judíos que confían que el decreto se anulará o, cuando menos, se aplazará indefinidamente a cambio de dinero. No entienden que pagando más impuestos que nadie y sin hacer ningún mal, deban ser expulsados del seno de Sefarad. Desgraciadamente, la realidad es que mientras estuvimos financiando la conquista de Granada fuimos necesarios. Ahora ya no, al menos ésa es mi opinión.

A lo largo de los años que había pasado en Florencia, Mauricio había ido modificando sus sentimientos sobre los judíos. Cuando llegó de Barcelona los miraba con desconfianza. Luego, a través del contacto con ellos, especialmente con Elías, había llegado a apreciarlos sinceramente. Aunque estuvieran equivocados en su fe, Mauricio, de acuerdo con el ejemplo de Lorenzo, había aprendido a disfrutar de la amistad de las buenas personas con independencia de su credo. Le dolía imaginar el sufrimiento de todos los judíos, obligados a abandonar casas, haciendas, trabajos y oficios. No es fácil abandonar lo que se ama. ¿Qué haría él en caso de hallarse en una situación semejante? Mauricio esperaba no encontrarse jamás en tan terrible estado.

—Ya ves que las malas noticias no han acabado con la muerte de Lorenzo —intervino Elías—. Sin embargo, la vida exige respuestas activas en los momentos más difíciles. Por eso he venido a Orsanmichele, no a rogar a la Virgen María, sino a conseguir las autorizaciones necesarias para que Isaías trabaje como curtidor.

Mauricio miró a Elías. Su barba ya no era recortada como antaño, sino larga, poblada y blanca. Había envejecido, pero su frente, en lugar de marchitarse, parecía haberse hecho más grande. Elías Leví era un personaje imposible de catalogar. Gran erudito y sabio, vivía de forma absolutamente modesta. El gran aprecio que le profesaba Lorenzo le hubiera podido reportar enormes beneficios. No obstante, Elías siempre se había mostrado indiferente a la riqueza. Sus únicos intereses eran su familia, la religión, los libros y la filosofía, sin que ello le impidiera dedicar el tiempo necesario para ayudar y aconsejar a otras personas. Si lo hubiera deseado, a buen seguro que su comunidad le hubiera nombrado «gran rabino» de Florencia, pero aquel cargo no le interesaba. Para Elías la fortuna verdadera consistía en tener la libertad para hacer en cada momento lo que considerase correcto.

—¿Y qué ocurrirá si arriban a nuestra ciudad oleadas de judíos? —preguntó Mauricio—. Son tiempos difíciles, y tal vez no haya trabajo para todos.

—Nos ocuparemos de cada problema cuando se presente —respondió Elías—, si bien, en ese momento, necesitaremos toda la ayuda posible, incluida la que tú puedas brindarnos.