Mauricio había acompañado a Lorena a la catedral de Santa Maria del Fiore, pero no había entrado con ella. De algún modo, escuchar a Savonarola le producía una inquietud difícil de definir. En su lugar, había continuado andando hasta llegar a la casa de su amigo Bruno, en la Via dei Pandolfini, justo detrás del Bargello, el palacio de justicia del Podestà.
—Me alegra encontrarte aquí, viejo bribón —le saludó Mauricio—. Temía que estuvieras también en el Duomo, escuchando a Savonarola.
—Ya sabes lo que opino de ese sacerdote. Su influencia, que se acrecienta cada día que pasa, no traerá nada bueno para los negocios. Tanto empeño en predicar contra el lujo nos hará más pobres a todos.
Mauricio contempló el largo pasillo mientras avanzaban hacia el salón principal de la planta baja: suelos de noble madera, tapices de vivos colores, candiles de bronce que colgaban de las paredes, techos artesonados labrados con láminas de oro… Las cosas les habían ido muy bien durante los últimos años. Bruno había podido construir aquella espléndida mansión y él había adquirido la casa de Tommaso Pazzi, de tal modo que ya no vivía en ella de prestado por gentileza de Lorenzo, sino que ahora era su legítimo propietario. Mauricio y Bruno también habían invertido en villas y granjas en el campo. Fuera de Florencia, las propiedades inmobiliarias eran mucho más baratas y presentaban grandes ventajas, puesto que se cedía su uso a familias trabajadoras que pagaban el arriendo entregándoles una quinta parte de los frutos allí cultivados. Y aquel gran salto económico había sido posible gracias al comercio. Empezaron con almendras, y luego siguieron con todo tipo de productos: aceite de oliva, pimienta, jengibre, nuez moscada, cardamomos, limones, lana, brocados, plomo, estaño, cuberterías de plata… En definitiva, cualquier mercadería que pudiera venderse a buen precio en Florencia o en otras ciudades.
—Qué extraño oír tan poco bullicio en tu casa —comentó Mauricio.
—Es que mi mujer se ha ido a la iglesia con nuestros hijos y un par de sirvientes.
—Pues ahí se encontrarán nuestras esposas, pero no mis retoños, que se han quedado en casa bien abrigados y cuidados por Cateruccia.
—Habéis hecho bien. Salir del hogar con este frío es una heroicidad, aunque mi mujer sería capaz de atravesar montañas de hielo con tal de no perderse un sermón de Savonarola. Está persuadida de que es el nuevo guía de Florencia, y hasta se ha enfadado conmigo por no acudir al Duomo. Nunca habíamos discutido tanto como por culpa de ese falso profeta.
Mauricio miró a su amigo. Desde que lo conoció en los magros tiempos de la tavola, Bruno había sabido labrarse su fortuna: se había casado con una bella florentina y había gozado del tipo de existencia con el que siempre había soñado. Aunque nada de eso había podido evitar que se le cayera el pelo. Por más que hubiera comprado ungüentos y pócimas milagrosas, finalmente se había quedado calvo. Pese a ello, Bruno era un hombre satisfecho hasta con su barriga de buen vividor. También él tenía motivos para sentirse feliz, pues el destino había colmado sus sueños, lo cual le permitía disfrutar de una familia maravillosa, honor, amigos y riqueza. Mauricio agradeció mentalmente a su progenitor que le hubiera guiado hasta Florencia bendiciéndole con su último aliento. ¡Cómo le hubiera gustado compartir sus éxitos con él!… Se consoló pensando que su padre se sentiría orgulloso de cuanto veía desde el Cielo.
—Por cierto, ¿cómo está Lorenzo? —preguntó Bruno.
—Mal —contestó Mauricio con preocupación.
—Me temo —dijo Bruno meneando la cabeza— que cuando falte el Magnífico todo será más difícil, especialmente para nosotros.
—Sí —reconoció Mauricio—. Lo cierto es que Piero, el hijo mayor de Lorenzo, no me profesa el afecto de su padre.
—Lorenzo ha sido muy generoso con nosotros —reconoció Bruno— al dejarnos utilizar gratuitamente los almacenes del banco Medici en cualquier ciudad. Por no mencionar que sus corresponsales también nos facilitaban el papeleo en los puertos y en las aduanas. No creo que los agentes y representantes Medici en las diferentes ciudades europeas continúen a nuestra disposición cuando Piero de Medici suceda a su padre.
—Razón no te falta —concedió Mauricio—, aunque la banca Medici ya no es lo que era. Tal como pronosticaste, bajo la dirección de Francesco Sassetti las cosas no han podido ir peor. Ya han cerrado las filiales de Venecia, Aviñón, Milán, Londres, Brujas, Pisa…
—Sólo resisten —prosiguió Bruno— las de Roma, Nápoles, Lyon y, por supuesto, la de Florencia: veremos lo que ocurre con ellas.
—Afortunadamente nosotros sí podemos permitirnos ser optimistas —aseguró Mauricio—. Del mismo modo que acertamos dejando nuestro trabajo en la Tavola de Florencia para dedicarnos al comercio, también obtendremos buen fruto de ese negocio de telas que compramos el año pasado. ¡Si nos hubieran dejado dirigir la banca Medici, a buen seguro que todavía conservaría intacto su prestigio!
—Aquello era una batalla perdida, Mauricio. En todos los puestos clave se hallaban individuos que concedían los préstamos para promocionarse a sí mismos y a sus familiares a costa del banco. Que lo hiciera Lorenzo, que al fin y al cabo es su dueño, era comprensible. Pero con los directores de todas las tavole siguiendo su ejemplo, lo sorprendente es que el banco no haya quebrado todavía, aunque es una mera cuestión de tiempo. A Lorenzo le queda el consuelo de que, gracias a los muchos favores prestados al papa Inocencio, éste ha concedido a su segundo hijo, Giovanni, generosas mercedes desde que fuera ordenado sacerdote. De hecho, las cuantiosas rentas que le generan a Giovanni Medici las abadías de Passignano, Monte Cassino y Morimondo, junto con los beneficios de las iglesias diseminadas por las zonas de Mugello, Prato y el valle del Arno, suman una pequeña fortuna anual.
—Desde luego —asintió Mauricio—. Los Medici no pasarán hambre aunque la banca no remonte el vuelo. No obstante, Lorenzo está preocupado. El papa Inocencio VI nombró cardenal a su hijo Giovanni cuando sólo tenía trece años, algo que contraviene las leyes canónicas. Por eso el nombramiento fue secreto, si bien a Lorenzo le faltó tiempo para proclamarlo a los cuatro vientos. Sin embargo, hasta que Giovanni no cumpla los dieciséis años no se le puede proclamar oficialmente cardenal. Y si al papa Inocencio le ocurriera algo, su sucesor no estaría obligado a investirlo como tal.
—Especialmente porque el nuevo Papa no debería nada a los Medici —observó Bruno—. De todos modos, dentro de apenas dos meses, Inocencio VI entregará el capelo a Giovanni.
—Exacto. Y últimamente no me puedo quitar de la cabeza que Lorenzo está librando una postrera batalla contra su cuerpo con el único propósito de ver a Giovanni investido oficialmente como cardenal. Creo que ése es su último deseo en esta vida.
—Y puede que tenga razón en darle tanta importancia —aventuró Bruno—. El nombramiento conferirá gran honor no sólo a la familia Medici, sino a toda Florencia. Además, ¿quién sabe lo que puede llegar a ocurrir si los Medici ponen un pie en la Iglesia de Roma?
—¿Y quién sabe lo que puede ocurrir con Piero, el hijo mayor de Lorenzo, dirigiendo Florencia? —preguntó a su vez Mauricio.
—En principio no debería tener problemas, ya que a las familias dominantes de Florencia les interesa que se mantenga el statu quo actual.
—Lo sé, Bruno. Desgraciadamente, Piero no tiene ni la inteligencia ni el encanto de su padre. Y lo que es peor, su arrogancia le incapacita para percatarse de sus necedades.
—Entonces no le pediremos genialidades como a su padre. Nos limitaremos a confiar en que no haga tonterías. Oye, cambiando de tema: ¿sigue Lorenzo tan interesado en el viaje que proyecta ese tal Cristóbal Colón?
—Más que nunca. Pese a estar postrado en cama, está dedicando mucho tiempo y energía al asunto. Por lo que he oído, en un breve plazo una comisión científica dictaminará si el proyecto es viable. Ahora bien, parece ser que a los Reyes Católicos, como a Lorenzo, tampoco les sobra el dinero en estos momentos. No obstante, Luis Santángel, uno de los principales valedores de Colón ante la corte española, está dispuesto a prestar de su bolsillo un millón de maravedíes. Aun así faltaría otro medio millón para financiar la expedición.
—¿Y la banca Medici proporcionaría el dinero necesario? —inquirió Bruno.
—Tal vez si dispusieran de una tesorería más saneada. Lorenzo, que siempre halla soluciones, ha convencido a algunos comerciantes florentinos y genoveses, entre los que se encuentran Gianetto Berardi y Jacobo de Negro, para agruparse en un consorcio que preste el dinero que falta si el proyecto se aprueba. Incluso está apalabrado con Colón que sea Berardi quien aprovisione sus naves.
Al oír aquellas palabras, Bruno comenzó a andar nerviosamente de un lado a otro de la habitación. Parecía sumamente excitado.
—Escúchame, Mauricio, Lorenzo no da puntada sin hilo. Si en el pésimo estado de salud en el que se halla está dedicando su energía a este asunto es porque le concede una importancia colosal. No olvidemos que el Magnífico es uno de los hombres mejor informados de Europa. Mi instinto me dice que nosotros también deberíamos invertir en este viaje.
—¡Es una aventura demasiado arriesgada! —protestó Mauricio—. Figúrate: ese Colón quiere llegar a las Indias por poniente, cruzando el mar océano, algo que nadie ha intentado jamás. Para lograrlo se deben dar demasiadas carambolas. Primera: toda la hipótesis se sustenta en que la Tierra es redonda, por lo que aun partiendo en dirección contraria a las Indias alcanzarán felizmente su destino, pero ¿y si resulta que la Tierra no es una esfera como afirman los sabios? En ese caso, las naves nunca llegarán a buen puerto. Segundo inconveniente: supongamos que efectivamente la Tierra es redonda. Pero nadie ha medido sus dimensiones. Paolo Toscanelli calculó que las Indias debían de distar 750 leguas marítimas de las islas Canarias. Cristóbal Colón mantuvo correspondencia con el cosmógrafo florentino e incluso dispone de un mapa suyo. Pero ¿y si esos cálculos son erróneos? ¿Y si la Tierra es mucho más grande? Entonces el osado aventurero y sus naves perecerían sin provisiones en alta mar. Tercero: admitamos que esos cálculos teóricos se correspondan con la realidad, aunque nadie los ha comprobado personalmente. ¿Qué hay de los vientos y las corrientes traicioneras que nadie conoce? ¿Cómo se orientarán en alta mar? Sin puntos cercanos de tierra costera como referencia es fácil perderse. Por no hablar de los monstruos marinos que pueden poblar esas aguas desconocidas. En pocas palabras, le deseo a don Cristóbal la mejor de las suertes, pero no es aconsejable arriesgar dinero en tan improbable empresa sin ser príncipes ni potentados.
—¡Podríamos llegar a serlo! —exclamó Bruno con tanta vitalidad como optimismo—. Hoy en día la ruta de las especias es lenta, peligrosa y cara. Las caravanas deben soportar el sol del desierto, sortear a los piratas beduinos, pagar costosos peajes a cada uno de los sultanes de las tierras por las que pasan. Al llegar a Constantinopla, las mercancías quedan bloqueadas por los turcos, que revenden los productos al precio que les viene en gana. En caso de desviarse hacia Egipto, es la flota veneciana la que exige un tributo desorbitado por embarcar las especias. Y nosotros pagamos religiosamente el precio impuesto por los sucesivos intermediarios, pues, ¿qué familia acomodada cocinaría hoy en día sin pimienta, macis, canela, clavo o azafrán? Si Colón tuviera éxito, esa ruta será un filón de oro. Nos bastaría fletar un buque compartido con los Negro y los Berardi para ser más ricos de lo que nunca soñamos. Y si fueran varias las travesías que culmináramos con éxito, nos codearíamos con los príncipes y la nobleza en la misma mesa.
A Mauricio la cabeza le daba vueltas. Palacios, capillas dedicadas a su familia, obras de mecenazgo, una vida principesca para sus hijos… Ya no debería preocuparse más por el dinero, podría patrocinar a jóvenes artistas y, al modo de Marsilio Ficino, consagrar su tiempo a estudiar y escribir libros. A estas alturas, estaba convencido de que nunca destacaría como poeta, pero le rondaban en la cabeza originales proyectos literarios que deseaba explorar… Ahora bien, debía tener la precaución de no dejarse arrastrar por sus sueños, ya que el honor de su familia y el futuro de sus hijos dependían de la fortuna que tanto le había costado alcanzar.
—Eso que dices, Bruno, es lo mismo que deben de pensar Gianetto Berardi, Jacobo de Negro y el resto de los comerciantes, puesto que una de las condiciones ineludibles del préstamo es que en las siguientes expediciones a través de la nueva ruta pudiera representarles un agente comercial de su entera confianza. Sin embargo, sabes muy bien que, en caso de que la empresa fracasara, nadie nos devolverá ni un florín.
—¿Dónde está el beneficio sin riesgo? —inquirió Bruno con ojos brillantes—. Justamente ahora estamos en una disposición óptima para afrontar tan ambicioso proyecto. Podríamos aportar una décima parte del dinero necesario y, aunque el viaje acabara en fiasco y perdiéramos hasta el último florín prestado, continuaríamos siendo ricos. Por el contrario, si Colón llega a las Indias nuestra posición social daría un salto inimaginable. Así que, como ves, no arriesgamos casi nada y podemos ganarlo todo.
—Hombre, desde ese punto de vista…
—No hablemos más, Mauricio. Déjalo en mis manos. Yo los persuadiré de que nos acepten como socios partícipes del préstamo a Cristóbal Colón. Al fin y al cabo, estarían limitando sus pérdidas en el supuesto de que la aventura fracasara, sin que fueran a dejar de ganar fortunas si Dios bendijera la empresa. Los negocios, Mauricio, son buenos cuando todas las partes ganan…