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Florencia, 5 de enero de 1492

—«El séptimo ángel derramó su copa en el aire. Y salió del santuario una gran voz que decía: "Hecho está". Dios se acordó de Babilonia, la grande, para darle de beber la copa de su terrible ira. Se hundieron las islas, los montes desaparecieron y una enorme granizada, como de talentos, cayó del cielo sobre los hombres…».

La voz de Girolamo Savonarola tronó en la catedral de Florencia sobrecogiendo a los asistentes. El severo sacerdote estaba leyendo un pasaje del Apocalipsis de san Juan con la intención de relacionarlo con los inusuales acontecimientos climatológicos de las últimas semanas. Las terribles tormentas no sólo destrozaban árboles y cultivos, sino que también azotaban la ciudad. Las casas habían permanecido cubiertas por la nieve hasta el primer piso, mientras que en los tejados el agua congelada formaba inmensas estalactitas que pendían en cascadas desde lo alto. La nieve del suelo, transformada en hielo negro y resbaladizo, impedía el habitual trasiego de carretas, caballos y mulas. En aquellos días, la luz duraba menos que un padrenuestro y los vientos gélidos amenazaban con forjar una alianza perenne con la oscuridad. Un miedo reverencial latía en los corazones de los florentinos y Savonarola quería asegurarse de que ese temor de Dios perdurase dentro de cada uno de ellos.

El miedo, consideró Lorena, era una pasión fácil de inflamar. Bastaba con imaginar lo que uno podía perder: el respeto de la opinión ajena, el amor, la vida, o el patrimonio… Lorena tenía muchos motivos para sentir temor, pues los últimos años habían sido pródigos en regalos. La riqueza se había instalado en su casa, estaba más enamorada que nunca de Mauricio, y Dios les había bendecido con tres hijos maravillosos. Sin embargo, últimamente, los malos presagios asaltaban su mente con frecuencia. Quizás el aborto natural padecido meses atrás fuera consecuencia de que el viento hubiera comenzado a soplar en otra dirección. Y quizás el eco que encontraban las palabras de Savonarola en el corazón de los florentinos fuera el augurio de los nuevos tiempos por venir.

—¿Acaso creéis que las Sagradas Escrituras son una obra literaria de ficción como las de ese Sófocles, al que algunos admiran más que a los profetas? —preguntó Savonarola, encaramado desde lo alto del púlpito de la catedral—. ¡No! ¡De ninguna manera! Cuando los profetas hablan de la plaga de granizo se refieren a una realidad palpable. Los árboles se quedan sin frutos, los campos pierden su cosecha, la gente muere de hambre… No se puede pecar alegremente y esperar que los dioses paganos os protejan de vuestras malas acciones. No juguéis a ser astutos con el Señor. O se está con Dios, o se está contra él. Ya lo dijo Jesucristo: «Quien tenga su casa dividida perecerá». ¿Quién es capaz de servir a dos señores al mismo tiempo? Aunque uno sea el ciudadano más acaudalado de Florencia, no puede adorar a Dios durante el día y complacer al diablo durante la noche. Porque la muerte llega como un ladrón, cuando menos se la espera.

A Lorena no se le escapó que la referencia al hombre más acaudalado de Florencia era una alusión a Lorenzo de Medici. Dentro de poco se cumplirían doce años de su triunfal regreso de Nápoles. Entonces nadie se hubiera atrevido a insinuar algo semejante en público. Sin embargo, hoy un sacerdote se permitía censurar a Lorenzo en plena catedral de Florencia. Girolamo Savonarola era un hombre más bien bajo, de complexión nerviosa. De labios gruesos en forma de pez, enorme nariz de gancho y frente pequeña, tal vez sus ojos grandes y sus cejas pobladas fueran los únicos rasgos atractivos de aquel rostro. No obstante, sus palabras quemaban como el fuego. Por algún motivo inexplicable, su presencia enardecía las emociones de cuantos le escuchaban. No era tanto lo que decía, sino la energía invisible que acompañaba su discurso. La inconmovible convicción con que hablaba producía, por un efecto de simpatía o contagio, la misma certeza en quienes le oían. Era casi imposible escucharle predicar desde el púlpito y disentir, en el fuero interno, de sus palabras, aunque uno no compartiera sus visiones.

Sólo a esa cualidad sobrenatural podía deberse la ascensión de aquel ascético cura. Hacía menos de tres años que, tras ser llamado a Florencia, había comenzado su oscura tarea de instructor de novicios en San Marcos. Allí, en el jardín del convento, impartió lecturas diarias sobre el Apocalipsis a los frailes, con tanta pasión que pronto acudieron oyentes seglares ajenos a las órdenes clericales. Llegó un momento en que el público no cabía en el claustro, por más que se apiñaran hasta casi ahogarse. Ante esta afluencia sin precedentes, sus superiores le invitaron a predicar desde el púlpito de San Marcos. En poco tiempo, el templo también se quedó pequeño. Para entonces su fama había crecido tanto que el pueblo rogaba que predicara en el Duomo de Florencia. Savonarola se negó humildemente a tan gran honor, pero al final cedió a las súplicas de los ciudadanos. Y ahora, desde el escenario más impresionante que existía en la ciudad, flagelaba sin descanso a los descarriados florentinos.

—«Después vi otro ángel que bajaba del Cielo —declamó Savonarola, citando nuevamente el Apocalipsis de san Juan—. Tenía gran poder y su gloria iluminó la Tierra. Gritó con voz potente diciendo: "Cayó, cayó Babilonia, la grande". Se había convertido en morada de demonios. Porque del vino de su lujurioso desenfreno bebieron todas las naciones; con ella fornicaron los reyes de la Tierra y los mercaderes se enriquecieron con su desenfrenada opulencia. "¡Ay, ay de la gran ciudad de Babilonia, de la ciudad poderosa! ¡En una hora ha venido tu castigo!" Y los mercaderes lloraban y se lamentaban por ella, porque ya nadie compraba su cargamento».

Savonarola calló y un silencio absoluto llenó la iglesia. Parecía un milagro que ningún niño llorase ni que nadie se moviera.

—¿Acaso creéis que san Juan habla de algunos de esos mitos que tanto gustan a algunos? —continuó—. ¡No! San Juan describe el castigo final para los fornicadores, los herejes, los usureros y los comerciantes corruptos. Todos ellos se consumirán en la Gehena entre horribles dolores. Y yo os digo que el castigo de esta ciudad podrida se halla cercano. Cuando la espada flamígera del Señor actúe, no servirán de nada vuestras riquezas, los libros paganos no os protegerán, vuestra sabiduría será vana; vuestros mejores vestidos, ridículos ante la gloria de Dios… ¡Cambiad! ¡Arrepentíos antes de que sea tarde! ¡Regresad a la senda del bien mientras haya tiempo!

Lorena miró fascinada a aquel sacerdote y a su audiencia. No mucho tiempo atrás las mujeres y los hombres acudían a la catedral de Santa Maria del Fiore ataviados con sus galas más elegantes. Hoy no se veía una joya ni un vestido que pudiera considerarse demasiado recargado. Los ataques reiterados de Savonarola contra la vanidad y el lujo huero habían calado ya entre los feligreses, independientemente de sus convicciones. Por ello, aunque algunos continuaran exhibiendo esplendorosos ropajes en las fiestas, ni un solo florentino osaba dejarse ver en un sermón de Savonarola con un traje que pudiera ser tildado de ostentoso.

—Hasta los príncipes y los rectores de ciudades como ésta son incapaces de evitar la muerte cuando Dios llama a su puerta —aseveró el sacerdote—. También a Lorenzo le llegará su hora. Cuando esto ocurra, no penséis que vosotros estaréis mejor protegidos. Aprovechad este día para desprenderos de vuestros vicios y pecados, no sea que mañana el peso de vuestro propio fardo os precipite al abismo sin remedio.

Lorena no podía creerse lo que había oído. ¡Savonarola había pronosticado de modo velado la muerte de Lorenzo delante de media Florencia! Si eso llegaba a ocurrir, Dios no lo permitiera, el prestigio de Savonarola como profeta se acrecentaría hasta límites insospechados.

Lo cierto es que los tiempos estaban cambiando. Incluso con el Magnífico vivo, la influencia de Savonarola era incontestable. Hacía ya meses que el ascético sacerdote y Lorenzo convivían en la misma ciudad dentro de un equilibrio inestable. Lorenzo seguía acaparando los resortes del poder en las instituciones de Gobierno, pero era Savonarola quien estaba ganando las voluntades de las gentes con el único don de la palabra. Sí, incluso entre el círculo más íntimo del Magnífico, eran muchos los que comulgaban con Savonarola. Por dicho motivo, aquel monje enjuto era intocable y se podía permitir criticar a quien le placiera, incluyendo a Lorenzo.