La Piazza Santa Croce rebosaba de público el primer domingo del mes de septiembre. Lorenzo había querido mantener el estado de euforia desatado tras su triunfal regreso de Nápoles, celebrando innumerables espectáculos gratuitos para el pueblo. Sus ansias de satisfacer al popolo minutto habían llegado tan lejos como para organizar por primera vez partidos públicos de calcio, un deporte que apasionaba a Luca, pero que, en su opinión, debía de estar reservado para el solaz de las clases altas en sus jardines. Permitir que los desharrapados de los barrios marginales pudieran jugar en aquel magnífico marco era ir demasiado lejos. El terreno de juego había sido cubierto con arena del río Arno, y en ambos lados del campo se habían construido gradas de madera. Luca Albizzi y Maria Ginori ocupaban uno de los palcos donde las familias privilegiadas podían disfrutar del partido cómodamente sentadas.
Un jugador de la Santa Croce dio una patada al balón, que avanzó volando sobre el campo hasta que otro compañero se hizo con él en dura pugna con los adversarios. Sin embargo, el receptor fue inmediatamente agarrado por dos contrincantes del Santo Spirito, mientras un tercero le propinaba una fuerte patada en el estómago. La pelota cayó mansamente de las manos del jugador agredido antes de que éste se desplomase sobre el suelo. El campo rugió: unos aplaudiendo la jugada y otros abucheando.
—¿No es demasiado brusco este juego? —preguntó Maria Ginori.
—Déjame disfrutar del espectáculo y no me distraigas —le recriminó Luca—. Ya te lo he explicado antes. Hay tan pocas reglas que es imposible no acordarse de ellas. Son veintisiete jugadores por equipo y han de conseguir, como sea, trasladar el balón hasta el lugar marcado en el campo contrario. Sólo están prohibidos los puñetazos, y las patadas a partir de la altura del bajo vientre.
En algunos aspectos, Maria era insufrible, pensó Luca. No obstante, al menos era obediente y nunca le llevaba la contraria.
El árbitro había pitado falta, y habían tenido que sustituir al jugador de la Santa Croce.
Ojalá que en la vida fuera tan fácil hacer cambios, reflexionó Luca. A menudo todo dependía de la suerte. Lorenzo de Medici era sin duda el niño mimado por la fortuna. Tras el acuerdo con Nápoles, también el Papa estaba dispuesto a reconciliarse con él a cambio de unas mínimas concesiones. La culpa de aquella claudicación la tenían los turcos, que con sus grandes avances habían conseguido lo imposible: la península Itálica había tenido que dejar atrás sus guerras internas para unirse contra un enemigo común. ¡Justo lo que siempre había propuesto Lorenzo! Ahora era inútil esperar un cambio de régimen, por lo que sólo le quedaba seguir medrando y adulando a los Medici para conseguir sus favores.
Un jugador del Santo Spirito corría con la pelota en las manos cuando un gigantón de la Santa Croce le alcanzó por detrás, barriéndole con una zancadilla brutal. Ya en el suelo le pisó el tobillo. El público gritó apasionadamente mientras cinco jugadores del Santo Spirito se lanzaban encima del agresor. En un momento se había formado una melé formidable.
—¡Qué horror! —exclamó Maria.
—¡Ya está bien de molestar! —gritó Luca fuera de sí—. Te he traído aquí para que disfrutes del espectáculo, no para escuchar quejas ni lamentos.
A veces Maria era tan insoportable… Luca volvió a concentrarse en el terreno de juego. Los del Santo Spirito contaban en su equipo con los batidores y cardadores de lana: no eran muy técnicos, pero sí los jugadores más violentos, irresponsables y salvajes. Es decir, el fiel reflejo de su vida cotidiana en el campo de juego. Luca no era de ninguno de los dos equipos, sino del Sant Giovanni, el de su barrio, que jugaría después contra el ganador de dicho encuentro. Respecto a este partido, sólo deseaba una cosa: que se lesionasen el mayor número de jugadores. Observó la arena del campo con satisfacción.
El árbitro no había sabido poner orden y los dos equipos la habían emprendido a guantazos unos con otros. El partido acababa de empezar, pero pintaba bien. Luca miró el rostro silencioso y resignado de su esposa y suspiró. Aunque le gustaba exhibir a su mujer en el palco, engalanada con sus mejores ropas, si mantenía ese comportamiento tan estúpido, la amenazaría con dejarla en casa.