—¿No estoy loco? —preguntó Mauricio.
—Desde luego que no —respondió Elías Leví—. Lo que nos has contado se corresponde con lo que tu antepasado Abraham Abufalia hubiera descrito como una experiencia extática.
Mauricio no estaba seguro de si aquella conexión con sus ancestros judíos era una buena o mala señal.
—El hecho de que Abraham Abufalia describiera algo parecido a lo que me ha ocurrido a mí no significa que sea algo normal.
—Simplemente —observó Lorenzo— es algo que el resto de las personas no experimentan habitualmente. Tampoco la mayoría de la gente es capaz de expresar la belleza a través de la pintura o la escultura, sino tan sólo unos pocos dotados con una gracia especial.
Mauricio se sentía reconfortado por haberles explicado a Lorenzo y a Elías lo que le había ocurrido. Ambos le habían escuchado sin tildarle de alucinado. No obstante, seguía sin estar tranquilo.
—Pero ¿por qué me ha sucedido algo así? —inquirió Mauricio.
—De acuerdo con Abraham Abufalia son diversas las circunstancias que pueden propiciar las experiencias extáticas —expuso Elías—. Algunas incluyen la observación de las letras hebreas según cierta disposición. Otras son tan sencillas como la contemplación de la naturaleza, la música, el baile y hasta hacer el amor con la persona amada.
Mauricio se quedó pensativo. La tarde anterior, la música interpretada por Marsilio y Leonardo le había inducido a una dulce relajación. Por la noche se había fundido con su esposa en una unión de amor sin igual. Y esta mañana se la había pasado contemplando la naturaleza. Por pura coincidencia había practicado varias de las técnicas recomendadas por su antecesor. ¿O no era puro azar?
La vista de Mauricio repasó la lujosa estancia donde se encontraban. En lo alto, un fresco de vivo colorido exhibía ángeles y figuras mitológicas paseando entre nubes y jardines. Las paredes, recubiertas de un tapiz rojo, mostraban espléndidos cuadros enmarcados en oro. Varios escudos de armas de los Medici pendían del techo escalonados armónicamente. ¡Entonces Mauricio se percató de la geometría que ocultaban las seis bolas del escudo Medici!
—¡Uniendo las seis bolas surge la figura de la estrella judía! —exclamó sin pensar.
—Unos dicen que las seis bolas son la representación de las seis abolladuras que mellaron el escudo de un antepasado nuestro luchando contra Carlomagno —indicó Lorenzo—. Otros arguyen que no son más que píldoras medicinales, un recuerdo de nuestros orígenes como boticarios. Y hay quien sostiene que son besantes, monedas bizantinas, que nos relacionan con el gremio del arte del cambio. Pero es la primera vez que escucho que las bolas forman la estrella de David.
—Y sin embargo, es así —replicó Mauricio—. No hay más que unir las líneas de esta manera —añadió, trazando líneas imaginarias con los dedos.
—Es cierto —admitió Lorenzo—. Aunque para mí la estrella de David no es un símbolo exclusivamente judío. Es la representación geométrica del equilibrio entre lo divino y lo humano, entre lo alto y lo bajo. Si te fijas, se trata de dos triángulos superpuestos. El triángulo, con sus tres lados, representa el número 3. Dos triángulos, dos veces tres, el número 33. Y el 33 es un número clave para toda la humanidad, no sólo para los hebreos.
Mauricio miró al Magnífico. Aquel hombre sabía más de lo que decía. Pese a ello, consideró oportuno no preguntarle, ya que, de ningún modo, Lorenzo añadiría algo sobre lo que no considerara conveniente hablar. Se acercó hasta él y lo cogió afectuosamente por el hombro.
—Ya te lo dije hace tiempo. Estoy convencido de que el destino te ha puesto aquí por un motivo muy especial: confiamos en ti.
Mauricio se sintió tan complacido como abrumado al recibir aquel elogio amigable y sincero.
—Por eso creo —continuó Lorenzo— que llegarás a conocer el significado oculto de esta alianza.
Mauricio admiró nuevamente la joya que había vendido a Lorenzo: «Luz, luz, más luz».
—Me parece imposible que yo pueda resolver algo así, por mucho que un antepasado mío pudiera haber sido un custodio del anillo.
—Tiempo al tiempo —dijo Lorenzo—. Cada cosa tiene su momento y su lugar bajo el cielo.
—Hay otra cosa que me preocupa mucho —confesó Mauricio.
—¿De qué se trata?
—Me inquieta haber percibido una sensación de intenso odio hacia mí mismo justo después de haber experimentado lo que Elías califica de «experiencia extática». Si hubiera contactado de verdad con la divinidad, ¿no tendría que haber sentido únicamente amor en lugar de odio?
—Eso tiene una explicación —se apresuro a decir Elías—. El tener una experiencia puntual de comunicación con lo divino no implica que uno haya desarrollado en su personalidad todas las virtudes propias de un gran maestro. Es algo que ocasionalmente le ocurre a ciertas personas, especialmente a las que, como es tu caso, han estado muy cerca de la muerte a través de la enfermedad. En cualquier caso, lo que has experimentado ha sido intenso y necesariamente ha aportado luz a tu conciencia. Que después hayas sentido odio hacia ti mismo se debe a que ese deprecio ya estaba en tu interior. La única diferencia es que antes no lo percibías. Ahora has sido capaz de verlo. No lo pierdas de vista, porque no hay peor enemigo que el ignorado, ni rival más peligroso que el odio hacia uno mismo. Si no eres capaz de enfrentarlo a cara descubierta y vencerlo, te destruirá cuando menos te lo esperes. Ten muy presente el viejo adagio: «Lo que saques de dentro de ti, te salvará; lo que no saques, te destruirá».
Mauricio consideró su comportamiento tras el parto de su esposa. Ciertamente había bordeado el desastre. ¿Tendría razón Elías? En ese caso, ¿qué debía descubrir sobre sí mismo?
—Los alquimistas —explicó Elías— hablan de transformar el plomo en oro como una metáfora del duro proceso de alumbrar nuestras sombras interiores: el opus nigrum. Ésa es la obra en la que deberás trabajar durante los siguientes años, porque no es algo que se consiga de un día para otro.
—Así es —confirmó Lorenzo—. Sólo quienes han sido capaces de un logro tal comulgan de manera constante con el espíritu de Dios. El resto podemos tener experiencias luminosas de manera puntual, pero es fácil que vayamos dando bandazos de un extremo al otro.
Mauricio escuchaba sin lograr asimilar la información que le estaban brindando.
—Y una cosa más —le advirtió el Magnífico sin dejarle tiempo ni de coger aliento—: no hables de lo que te ha ocurrido con nadie. No sólo podrían tomarte por loco, sino algo peor: podrías ser acusado de herejía.
Mauricio recordó nuevamente el pasaje de la caverna del que habían hablado tiempo atrás. Platón advertía, a quien hubiera visto la luz, de las consecuencias de volver al interior de la caverna para explicar la verdad a los compañeros que seguían encadenados. Según Platón, todos se burlarían de él. Y si además tuviera la osadía de intentar desatarlos para conducirlos hacia el exterior, sus antiguos compañeros de prisión no dudarían en matarlo con sus propias manos.
—Confiamos en ti, Mauricio, confiamos en ti —le volvió a decir el Magnífico mientras le daba una afectuosa palmada en el hombro.