Aquella mañana, Mauricio, radiante de vitalidad tras una maravillosa noche de amor con su mujer, recorrió las calles de un modo especial. No era sólo que estuviera paseando sin un rumbo concreto, sino que hasta los ladridos de los perros le transmitían la sensación de que algo trascendental estaba a punto de suceder. Sin saber por qué, comenzó a andar hacia el Ponte Vecchio, el puente más antiguo de Florencia. Dos barcazas recorrían el río Arno. A su vera, decenas de trabajadores de la lana cumplían con sus pesadas tareas. El olor a orín, utilizado como desinfectante, subía hasta el puente y se mezclaba con el olor de la carne putrefacta que los carniceros habían tirado al río. Por contraste, Mauricio apreció el olor a cera ardiendo que desprendían las cererías apostadas a ambos lados del puente, alineadas junto a las marroquinerías, herrerías y carnicerías. Se impregnó de los diferentes efluvios mientras se dirigía a la zona situada en la ribera sur del Arno, sin detenerse en ninguno de los pequeños comercios. Ya conocía aquello, pero hoy le parecía distinto. La luz que atravesaba todas las cosas parecía querer decirle algo que anteriormente no hubiera sabido escuchar.
El barrio de Oltrarno, al otro lado del río, era la frontera de otra Florencia más parecida a un pueblo grande que a la sofisticada ciudad de los Medici, los artistas y los magnates. Aquí la ropa se colgaba entre árboles, las gallinas picoteaban en las puertas de las casuchas, y los vestidos de las gentes estaban llenos de remiendos. Al contrario de la zona privilegiada donde él vivía y trabajaba, en Oltrarno los casos de peste eran más frecuentes. Sabedor de que nadie que hubiera sobrevivido a la peste contraía nuevamente la terrible enfermedad, continuó avanzando. Los olores de excrementos de vaca y arcilla húmeda que desprendían algunos hornos se mezclaban con el fresco aire de la mañana.
Una mole enorme, el palacio que estaba construyendo Lucca Pitti, contrastaba con las chabolas de alrededor, donde muchas mujeres se dedicaban a hilar y tejer la ropa por encargo de acaudalados comerciantes, mientras sus hijos jugaban semidesnudos entre los charcos que habían dejado las lluvias.
Mauricio entró en la iglesia del Santo Spirito, la primera en la que había orado al llegar a Florencia dos años antes. Después continuó su marcha hasta dejar atrás Oltrarno. Más allá, el campo y los árboles se veían salpicados por pequeñas casitas aisladas unas de otras. Mauricio respiró profundo y siguió andando hasta llegar a un verde prado desde el que se divisaban, en todo su esplendor, las colinas circundantes. Admirando tanta belleza, sucedió algo inefable.
Mauricio empezó a tomar conciencia de que algo estaba ocurriendo en su interior. Ya mientras andaba había tenido la sensación de estar despertando de un largo sueño. Ahora sentía como si empezaran a caérsele velos que hubieran estado empañándole la visión durante toda su vida. No era posible describir aquel proceso en el que una parte suya le pareció ser la divinidad misma, plena de luz, sabiduría, amor y poder. Era como un círculo de luz que pendiera de otra dimensión y ¡ese círculo era él!
De alguna manera, Mauricio sería el personaje de una obra de teatro, pero también el actor que aprendía a través de la representación. Así había sido desde su nacimiento. Lo increíble era que él, se había identificado tanto con su propio personaje que había olvidado por completo al actor que lo estaba interpretando.
De hecho, el mundo era un gran escenario en el que millones de actores interpretaban dramas y comedias. Los seres humanos tomaban tan en serio su papel que realmente creían ser únicamente los personajes. Así estaba planeado desde las alturas porque, de otro modo, sería imposible que hombres y mujeres lucharan tanto por lo que no era más que una ficción. Y era en esa mezcla de alegría, dolor, esperanza y miedos donde se aprendían experiencias valiosísimas. Por ejemplo, tener fe en medio de la oscuridad era una práctica admirable, como también lo era luchar por la verdad aun a costa de perder la vida. O seguir esforzándose, pese a que los miedos y las dudas atenazaran al personaje. También equivocarse y descubrir las decisiones que traían dolor a uno mismo y a los demás. Todas las experiencias servían a ese círculo de luz superior que absorbía las vivencias humanas. Y dentro de la maravilla, otra sorpresa mayúscula. Ese centro de luz estaba estancado en su viaje infinito. Feliz y dichoso pero varado, sin saber cómo proseguir su travesía hacia Dios. ¡Y era a través de sus experiencias mundanas como pretendía dar un paso al frente y seguir avanzando!
Mauricio se acordó de la charla sobre el mito de la caverna de Platón que había escuchado en la villa Médici. Ciertamente guardaba muchas analogías con lo que le estaba ocurriendo. «Lo que consideramos real no es más que una sombra refleja de la realidad superior». También recordó que, en el mismo pasaje, el filósofo griego comentaba que ver demasiada luz de golpe podía producir ceguera en quien estuviera acostumbrado a la oscuridad.
El sol comenzaba a declinar. No sabía cuánto tiempo había pasado en la campiña. Era hora de regresar a la ciudad. La experiencia extática había acabado. Aquel contacto con lo divino le había llenado de dicha, pero ya había perdido la conexión con aquella fuente de sabiduría, amor y poder.
Con creciente confusión por una experiencia tan desconcertante, llegó a las casuchas que indicaban que volvía a adentrarse en Oltrarno. Sintió miedo y aceleró el paso. No quería encontrarse allí cuando cayera la noche. Podía ser peligroso. Además, ¡había quedado con Lorenzo esa tarde! Por mucho que corriera, iba a llegar con retraso a la cita. Un pensamiento le asaltó la mente: ¿y si se estaba volviendo loco?; ¿y si su mente desvariaba? Al poco sintió dentro de él un odio intensísimo. Mauricio reconoció con sorpresa que ese sentimiento era un gran odio hacia sí mismo.