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Mauricio escuchaba ensimismado la música que emanaba de las liras da braccio que tocaban Marsilio Ficino y Leonardo da Vinci. El nombre, «lira de brazo», había hecho fortuna por describir gráficamente un instrumento musical de cuyas cuerdas podían surgir notas parecidas a la lira tradicional al contacto con un arco, pero cuyo cuerpo de madera podía sostenerse con un solo brazo. Tenía siete cuerdas y dos bordones que corrían paralelos por fuera del diapasón y que se pulsaban habitualmente con el pulgar de la mano derecha, aunque Leonardo utilizaba la mano izquierda. Mauricio ya se había acostumbrado a Leonardo, que siempre llamaba la atención tanto por su genialidad como por sus extravagancias. Sin ir más lejos, él mismo había diseñado aquella lira de braccio en forma de cabeza de caballo, un animal cuyos movimientos le fascinaban.

Mientras disfrutaba de la música, Mauricio repasó la conversación que había mantenido con Lorenzo momentos antes en el patio interior de su palacio. El Magnífico se encontraba de tan excelente humor que Mauricio había aprovechado la ocasión para preguntarle otra vez por un asunto que nunca había dejado de inquietarle.

—Durante la conjura en la catedral —comenzó Mauricio—, exclamasteis que se trataba de un asesinato ritual. Y antes de partir hacia Nápoles lo relacionasteis con los resplandecientes. Me gustaría saber más.

—Y a mí también. Quizás un día seas tú el que me lo explique. En cualquier caso, desde tiempos inmemoriales, los asesinatos rituales han pretendido utilizar las energías del enemigo muerto en provecho propio. No es algo tan infrecuente. Existen personas convencidas de poder adquirir cualidades del adversario fallecido devorando ciertos órganos de su cuerpo mientras aún palpitan. Así explico yo el mordisco postrero del arzobispo de Pisa en el pecho de Francesco Pazzi, cuando ambos agonizaban en el suelo de la plaza de la Signoria. El arzobispo no sólo estaría dando rienda suelta a su rabia hacia quien le había convencido de participar en la conspiración. ¡También estaba intentando adquirir el valor de Francesco Pazzi para su viaje al otro lado de la vida!

—¡Qué horror! —exclamó Mauricio.

—Yo no creo que comerse el cuerpo de un enemigo aporte algo diferente a una indigestión. Sin embargo —prosiguió Lorenzo con una expresión sombría, en la que se mezclaban la pena y la rabia—, existen personas execrables que perpetran crímenes sangrientos con tales propósitos.

—¿Y el intento de asesinarte era parte de un macabro rito satánico? —preguntó Mauricio.

—Probablemente. Lo único cierto es que el asesino designado para apuñalarme, el conde de Montesecco, rehusó derramar mi sangre en lugar sagrado. Obviamente el conde era un honrado mercenario católico que no sabía de la misa la mitad. Pese a que lo interrogamos no pudimos obtener detalles adicionales. Como te dije, estoy convencido de que quienes están detrás de todo esto son los resplandecientes, pero hasta ahora ha sido imposible llegar a ninguno de esos titiriteros, ya que tienen la habilidad de manejar los hilos sin dejar que se vean ni las huellas de sus manos. Desde mi triunfal regreso de Nápoles no han vuelto a actuar, quizá por temor a ser descubiertos, pero estoy convencido de que permanecen al acecho.

Tras unos segundos de reflexivo silencio, el rostro del Magnífico cambió de expresión.

—Ya está bien de pensamientos tenebrosos. Entremos prestos dentro del palacio, que Leonardo y Marsilio deben de estar a punto de empezar a tocar. Verás como vale la pena escucharlos. Marsilio afirma que la música es la voz de las cosas invisibles.

—¿Y qué opina Leonardo?

—Bueno, Leonardo es más cáustico. Según él, la música es… música.

Mauricio se dejó llevar por el encanto de los acordes y, tal como le había aconsejado Lorenzo, apartó los presentimientos sombríos. Apaciguado, entornó los ojos. Por un instante creyó ver dentro de su mente los ojos de su esposa, que brillaban con mayor intensidad que la esmeralda de Luzbel.