Lorena se calzó aquellos zapatos imposibles, forrados de cordobán, cuya plataforma de corcho era más alta que la palma de su mano. Aunque no era fácil andar con ellos, resultaban imprescindibles tras un día lluvioso como el de ayer. Únicamente con esos chapines y con ayuda de su fiel Cateruccia podía aspirar a mantener su falda y sus delicados pies alejados del barro.
—¿Cómo es posible que pretendas salir a pasear? —preguntó Cateruccia—. ¡Si te has negado a ir a misa!… Sé razonable. Una falta tan grave no quedará sin castigo.
Lorena se sentía rebelde. Quería ser libre, pero sus padres la obligaban a casarse con un hombre que le repugnaba. Según Platón, la libertad sin conocimiento era una mera ilusión. Lorena ignoraba, entre otras muchas cosas, que en aquellos instantes el arzobispo de Pisa, flanqueado por treinta hombres armados, avanzaba por la Via Calzaioulo hacia el desprevenido palacio de Gobierno para tomarlo bajo su control, mientras conjurados a sueldo de los Pazzi se aprestaban a acabar con la vida de Lorenzo de Medici. De haberlo sabido, hubiera elogiado la sabiduría del filósofo griego en lugar de pronunciar las siguientes palabras:
—Ya me han condenado al castigo más execrable. No se me ocurre nada peor que vivir para siempre con ese gordinflón de Galeotto Pazzi. No hay peligro, por tanto, en explorar las calles sin permiso.
—¿Y qué pasará conmigo? Sólo soy una pobre criada. Todas las culpas recaerán sobre mí.
La familia la había comprado como esclava dieciséis años atrás, con motivo del nacimiento de Lorena, pero Cateruccia era mucho más que una simple criada. Había sido su amada niñera primero, y de su hermana Maria después. Les mostraba tal afecto que a veces parecían ser sus propios retoños. Unos mercaderes genoveses la habían traído desde el mar Negro, y su padre la había adquirido como un artículo de lujo que podía exhibirse con orgullo. La esclavitud no había sido infrecuente entre los florentinos ricos tras la peste negra del siglo anterior, cuando la muerte había reducido tanto la población que incluso era difícil conseguir siervos para los hogares. Actualmente no eran tantos los prestigiosos apellidos que se permitían tales lujos. Y aunque no podía considerarse que su familia estuviera entre las más ilustres de la ciudad, el negocio de las telas había bastado para afrontar el pago de una lujosa mansión y una esclava de gran valor. Las esclavas caucasianas eran preferidas a las turcas y tártaras porque se adaptaban mejor a las costumbres florentinas. Y Cateruccia era, además, hermosa. En otras familias era habitual que el pater familias dejara preñada a una sirvienta joven y atractiva. Su padre no había seguido la norma. Lorena no sabía si atribuirlo a la fidelidad hacia su esposa, al respeto por el cariño con el que Cateruccia había acogido su labor de niñera, o a una mezcla de ambos factores. En cualquier caso, Cateruccia se había convertido ya en un miembro menor de la familia, hasta el punto de que compartía mesa y mantel con ellos. Así que no iba a impedir su pequeño acto de rebeldía con la falsa excusa de que era una sirvienta desamparada sobre la que recaerían espantosos castigos.
—No te ocurrirá nada, Cateruccia. Soy yo la que he decidido salir. La única opción que tienes es acompañarme y protegerme hasta que vuelva sana y salva a casa. Juraré sobre la Biblia que has intentado detenerme por todos los medios y que te has pasado las horas recordándome que debía regresar al hogar. Sabes muy bien que mis padres únicamente se enfadarían contigo si me dejaras vagar sola por unas calles tan peligrosas como las de Florencia.
Lorena sonrió. Había ganado la discusión. Cateruccia se moría de ganas de salir y le había ofrecido una excusa perfecta para cumplir sus deseos. Los domingos en Florencia eran días repletos de emociones, donde las calles, convertidas en un carrusel de inagotables sensaciones, rebosaban de vida, colores y gente. Nunca había explorado la ciudad un día festivo sin familiares que la vigilaran. ¡Quién sabía lo que podían ver y descubrir! ¡Lástima que nada de lo que pudiera suceder fuera a evitar la sentencia que pesaba sobre ella: la boda con Galeotto Pazzi!