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—Ninguna de mis palabras vale nada al lado de tus actos —dijo Mauricio—. Arriesgaste tu vida por quien no siempre había sido un buen esposo, por un apestado que sólo esperaba a la muerte como compañera de viaje, por quien tanto te había hecho sufrir últimamente sin saber por qué… Creo que la pérdida de nuestro primer niño me afectó sin mesura, ya que desde ese día se apoderó de mí el miedo, la angustia y la tristeza. Seguramente con el alcohol intenté llenar ese vacío, o lo que es peor, disolverme en él. He sido un cobarde y un egoísta, un miserable que no pensó en ti lo suficiente. Y sin embargo, cuando creí descubrir mi sentencia de muerte inscrita en el cuerpo, únicamente lamenté no haber sabido ofrecerte todo el amor que sentía mi corazón. Por favor, perdona mi conducta pasada. Te amo con locura, aunque no te merezca. Podemos ser felices pese a los obstáculos que tenemos por delante.

Habían pasado ya dos meses desde que Lorena rescatara a Mauricio del hospital de La Scala. El júbilo del séptimo día, cuando Lorena se durmió convencida de que su marido sanaría, había dado paso a otra semana de tensa espera. Lorena y Cateruccia temían haberse contagiado de la peste: cada sudor, escalofrío o incluso el más ligero cosquilleo las llenaba de terror, pues temían palparse y descubrir en su cuerpo las temibles bubas.

Sobreponiéndose a su angustia, Cateruccia continuó limpiando la casa con una pulcritud obsesiva, y Lorena cuidó de su convaleciente esposo, que mostraba evidentes síntomas de mejora jornada tras jornada. Al final, sus temores se esfumaron junto con el paso del tiempo. El inicio de la tercera semana indicó que el peligro había sido conjurado y que eran libres nuevamente de abrir al mundo las puertas de su casa.

Desde su curación, Mauricio le había dado mil veces las gracias, y otras tantas le había pedido perdón con palabras cargadas de amor. Lorena siempre se emocionaba al escucharlas, pues sabía que eran la verdad más profunda de Mauricio.

Sin embargo, hoy no era un día cualquiera. Su marido se encontraba tan recuperado que había comenzado a trabajar en la tavola. Y si el cuerpo de Mauricio volvía a estar bien, Lorena pensaba poner en práctica una de las atrevidas ideas sugeridas por Sofia.

—Estoy de acuerdo contigo, Mauricio: podemos ser muy felices. Esta noche, para celebrarlo, después de la cena haremos algo diferente: ¡nos bañaremos juntos con agua caliente en la tinaja de latón!

Lorena estaba sorprendida de su propio atrevimiento, pero Mauricio no puso ninguna objeción. Tras la cena, en la que su esposo la informó de las últimas noticias que circulaban, se trasladaron a la habitación donde se hallaba el barreño. Siguiendo las indicaciones de Sofia, Lorena había llenado de velitas blancas la habitación. Los criados vaciaron el agua caliente en la cuba, y Lorena añadió pétalos de flores y plantas aromáticas.

A Lorena esta situación le resultaba muy novedosa, pues, por pudor, evitaba que su marido la viera desnuda. Dormía siempre con camisón y la mayoría de las veces habían hecho el amor a oscuras. Sin embargo, aquella noche se desnudaron a la luz de las velas, se introdujeron en el agua caliente de la tina y se acariciaron mutuamente. Al terminar el baño, se secaron y suavizaron su piel utilizando ungüentos. La sensación de relajación era maravillosa.

Cuando se retiraron a sus aposentos, la enorme cama matrimonial de colchón de plumas los estaba esperando. Aunque fuera hacía frío, las sábanas, las mantas y el edredón aseguraban un cálido resguardo. Además, el cuerpo de Mauricio también le procuraría su calor. El deseo por su esposo había resurgido…

Cuando acabaron de hacer el amor, Lorena sintió que la paz había renacido dentro de ella. Una gratísima sensación de plenitud la invadió. Mauricio y ella volvían a ser uno. No obstante, los problemas que acechaban el horizonte eran colosales, pues si Lorenzo perecía en su arriesgado viaje a Nápoles, a su marido se le cerrarían las puertas que ahora tenía abiertas en Florencia. Por eso se durmió rezando a la Virgen para que intercediera por el éxito de la misión del Magnífico en tierras enemigas.