Al finalizar el quinto día, Lorena se persuadió de que su marido iba a morir. Sus cuidados no habían surtido efecto: enjuagarle el sudor, obligarle a beber, recoger sus vómitos, desinfectarle las heridas… Nada había sido suficiente, ni siquiera la ayuda de Cateruccia. La fiel criada se había negado a abandonarla, y se había dedicado a limpiar la mansión con la eficiencia de un ejército. Lorena, por su parte, había seguido escrupulosamente los consejos de Marsilio: portar una mascarilla de lino siempre que estuviera en presencia de su marido, limpiarse las manos con vinagre después de tocarle y bañarse en agua templada todos los días.
Indiferente a sus cuitas, la enfermedad había avanzado de forma inexorable: las bubas habían crecido hasta alcanzar el tamaño de un huevo antes de transformarse en manchas negruzcas esparcidas a lo largo de su cuerpo; la calentura había aumentado sin cesar junto con los vómitos y las diarreas; al fin, su marido había perdido definitivamente la conciencia. Los lastimosos gemidos y las palabras ininteligibles eran los únicos sonidos que emitía su boca.
Durante el transcurso de tan aciagas jornadas, Lorena no había pensado, ni por un momento, en lo que le había hecho sufrir su marido las últimas semanas. En sus recuerdos tan sólo había espacio para el muchacho guapo e inocente del que se había enamorado en la tienda de Lucrecia, el mismo que la había hecho reír y soñar con sus trovas en los jardines de Lorenzo, el Mauricio con el que se había bañado despreocupadamente en el estanque. El otro Mauricio debía haber padecido una extraña enfermedad. Del mismo modo que la peste mermaba las facultades físicas de las personas hasta inutilizarlas por completo, podían existir enfermedades del alma que nublaran el entendimiento de los hombres.
Sofia Plethon le había asegurado que practicaría un ritual secreto capaz de liberar a su marido de la peste. A esa esperanza se aferró cuando, tras pasarse la noche en vela, constató que su marido todavía respiraba en el sexto día. Y al séptimo, Lorena concilió el sueño por primera vez al llegar la medianoche: Mauricio viviría. Dios había bendecido sus desvelos.