Perdóname por no haber sabido expresar siempre el inmenso amor que siento por ti. No sé en qué me equivoqué, ni dónde erré mi camino, ni por qué me comporté de un modo tan injusto contigo desde que perdimos a nuestro hijo. La claridad de la muerte me revela demasiado tarde la verdad. No he sabido amarte, no he sabido cuidarte, mi tesoro, y ahora es demasiado tarde para otra cosa que no sea protegerte de mi enfermedad recluyéndome en el hospital de La Scala. Cuando pienses en mí, te lo ruego, olvida mis últimas semanas y recuérdame tal como soy: aquel que te amó en el estanque con toda su alma. Siempre te querré y velaré por ti desde el Cielo. Con todo mi amor, se despide,
Mauricio
—Lorena se desesperó al leer nuevamente la carta. Sin embargo, ella todavía no pensaba en despedidas, sino en salvarle.
—Lo más probable es que muera —explicó Marsilio Ficino—. La peste que padece Florencia está provocando el fallecimiento de todas sus víctimas, si bien, gracias a Dios, no se ha propagado con demasiada rapidez hasta el momento. No obstante, cabe albergar alguna esperanza, pues en ocasiones los enfermos sanan.
Lorena se aferró a la esperanza: existían casos de enfermos que se habían curado.
—¿Qué podemos hacer para salvarle? —preguntó Lorena con ansiedad.
—En primer lugar, sacarle cuanto antes del hospital —respondió Marsilio rotundamente—. Las condiciones higiénicas de la cámara donde se hacinan los enfermos son tan funestas que ni siquiera un hombre sano tendría posibilidades de sobrevivir allí si pasara un día entero.
—Entonces lo trasladaré a mi casa inmediatamente —dijo Lorena sin vacilar. No se planteaba ninguna otra opción que no fuera ayudar a Mauricio hasta el límite de sus fuerzas. Y desde luego no iba a permitir que su esposo muriera como una rata encerrada en un inmundo agujero.
Marsilio Ficino miró a Lorena con orgullo y admiración.
—Durante la peste del siglo pasado, muchos hombres abandonaron a sus mujeres, y no fueron pocas las madres que hicieron lo mismo con sus hijos enfermos, por temor al contagio. Tu gesto es ejemplar, pero comporta enormes riesgos y sacrificios. Por el bien de la comunidad debes comprometerte a permanecer encerrada en tu palazzo durante las próximas dos semanas, incluso si tu marido se salvara.
—¿Y al cabo de sólo dos semanas habrá pasado el peligro? —inquirió Lorena.
—Indudablemente, siempre que continuéis vivos hasta esas fechas. Verás: la mayoría de los afectados suelen morir entre los tres y los cinco días, algunos llegan al sexto; raramente, al siguiente. Si tu marido sobrevive al séptimo día, sanará, pero necesitaremos una semana más para comprobar que ningún otro morador de vuestro palazzo ha contraído la enfermedad. Son reglas desagradables, pero necesarias para impedir que la enfermedad se propague.
Lorena comprendió perfectamente lo que Marsilio quería decirle.
—Nadie sabe cómo se transmite la peste. Unos dicen que por el aire; otros, que por la mirada; otros, que a través del tacto… ¿Qué opinas tú, Marsilio?
—Si se transmitiera por el aire o a través de la mirada estaríamos todos muertos, y son muchos los casos de gente que ha tocado a los enfermos sin contraer la peste. Ahora bien, es cierto que quienes mantienen un contacto estrecho con los apestados suelen acabar contrayendo la terrible enfermedad.
—¿Qué me aconsejas? ¿Cuál es el mejor modo de cuidar a mi marido? —preguntó Lorena.
Aquel hombre enjuto, de pelo blanco y con una pequeña joroba, representaba su máxima esperanza de sobrevivir a la peste, pues no sólo era un médico excepcional, sino un sabio eminente, un asceta del espíritu presto a poner su erudición al servicio de los demás.
—La vida de Mauricio está en manos de Dios, pero hay unas pocas cosas que los hombres podemos hacer. Aprovisiona bien tu casa para dos largas semanas, sobre todo que no falte agua fresca de la que pueda beber Mauricio. Ni medicinas, ni sangrías, ni pócimas milagreras. Si algo puede salvar a tu esposo es el agua y la limpieza. Desinfecta la casa sin descanso, pues he constatado que la peste siempre se concentra en las zonas miserables y sucias donde la gente más pobre duerme hacinada entre las ratas.
—En mi casa no se hospedan las ratas —afirmó Lorena con orgullo.
—Pues no permitas que entren —dijo Marsilio con un brillo intensísimo en la mirada—. Desinfecta la casa sin descanso, y vivirás. Las ratas negras son el ejército de la peste. No puedo probarlo, pero no me extrañaría que la enfermedad viajara de los animales a los hombres a través de la picadura de las pulgas. Y esos insectos son capaces de sobrevivir incluso entre la ropa, especialmente en la lana. Por eso te aconsejo que lleves un lienzo de lino con el que envolver el cuerpo desnudo de tu esposo; y exige que quemen todas sus mudas en el hospital.
—Temo que los médicos no obedezcan los deseos de una mujer sin conocimientos médicos ni autoridad sobre el hospital —objetó Lorena.
—Lo harán en cuanto lean la carta que estoy redactando. El destino de Lorenzo en Nápoles es incierto, pero todavía existen jerarquías en Florencia que nadie en su sano juicio se atrevería a discutir.
Una carta, los consejos de un sabio, la invocación de Sofia Plethon, una casa limpia y su fe inquebrantable: tales eran los elementos en los que confiaba Lorena para arrancar a su esposo de las garras de la peste.