Mauricio constató que aquella cámara del hospital de la Scala era el vestíbulo de la muerte. Encerrados por sólidos muros de piedra, los enfermos esperaban su última hora sin esperanza de salvación, sabedores de que se hallaban en un siniestro recinto funerario cuyo propósito principal era evitar que propagaran su enfermedad al resto de los ciudadanos.
La sala era grande, pero no había colchones para todos. A Mauricio le había tocado en suerte un trozo de suelo, en el que un montón de paja hacía las veces de improvisado camastro.
Tal vez la fiebre fuera la responsable no sólo de sus temblores, sino también de esa peculiar sensación de estar viviendo una suerte de sueño. Probablemente, caviló, ésa fuera la causa de que hubiera podido acostumbrarse al horror tan rápidamente. La naturaleza era implacable, pero también piadosa.
La caridad de los hombres, en cambio, apenas llegaba hasta la sórdida y oscura cámara en la que penaban. Un boquete excavado en el frío suelo era el lugar indicado para defecar, aunque eran muchos los que ni siquiera intentaban llegar hasta el inmundo agujero, incapaces de contener los temblores de su bajo vientre. El hedor de los cuerpos transmitía a su olfato, mejor que cualquier imagen, la descomposición de la carne, esa nauseabunda corrupción que nacía en los órganos internos y se abría paso hasta irrumpir en la piel bajo la forma de bultos, pus y negruzcas placas gangrenosas.
La sensación de sed era tan apremiante que nada podía saciarla. Y menos aquellos cubos de agua sucia que compartían como toda bebida. En la mayoría de ellos el agua se hallaba entremezclada con el vómito emponzoñado de los moribundos.
Varias lombrices asomaron de la boca de una mujer, como si su cuerpo fuera una madriguera de gusanos. Evidentemente, aquella desgraciada había fallecido muchas horas atrás, pero ni médicos ni enfermeros tenían prisa por darle sepultura cristiana.
Hacía ya tiempo, le resultaba difícil calcular cuánto, que dos hombres fornidos protegidos con guantes, mascarillas de hilo y hierbas aromáticas atadas al cinto lo habían transportado en una tabla de madera al interior de la cámara y lo habían dejado caer sobre su duro suelo. Mauricio ya no esperaba más atenciones. Tan sólo rogaba por que le hicieran llegar a Lorena la carta que le había escrito.