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—Quizá sea la voluntad de Dios —expuso Lorenzo—, que puesto que esta guerra se inició con la sangre de mi hermano y con la mía, concluya también conmigo. Lo que más deseo es que mi vida y mi muerte, y lo que sea bueno y malo para mí, redunden siempre en beneficio de nuestra ciudad. Por eso he decidido partir mañana a Nápoles para entrevistarme con su rey e intentar negociar una paz honrosa para Florencia.

Cuando Mauricio se encontró a Elías tras salir de la taberna y éste le indicó que Lorenzo había convocado en su palacio a los amigos y a los representantes de familia más importantes, no pudo imaginar que llegaría a escuchar algo así. Acudir a Nápoles equivalía a ofrecer su cabeza al enemigo.

—Os he mandado llamar —continuó el Magnífico— para informaros de esta decisión, no para recabar vuestra aprobación; sólo quería que lo supierais. Nuestra ciudad necesita la paz, pero con sus únicas fuerzas no puede defenderse. Los aliados no quieren cumplir sus compromisos y los adversarios afirman que no odian a Florencia, sino únicamente a mi persona. Por estas razones he decidido acudir a Nápoles. Considero este viaje como el remedio más eficaz; si es cierto que los enemigos únicamente desean mi ruina, me tendrán en sus manos, y al desquitarse conmigo, ya no tendrán que seguir hostigando esta ciudad.

Un murmullo general recorrió el salón principal del palacio. Habría allí congregadas unas cien personas, calculó Mauricio. Algunas voces se alzaron reclamando a Lorenzo que no abandonara la ciudad. El Magnífico solicitó silencio gesticulando con las manos.

—Soy perfectamente consciente del peligro que corro —aseguró—, pero es preferible la salvación pública antes que el interés particular, ya sea porque todos los ciudadanos en general deben cumplir con la patria, ya sea porque yo en particular he recibido de ella más beneficios y honores que cualquier otro. Tengo la absoluta seguridad de que, cualquiera que sea el resultado de este envite, los aquí presentes no cejareis de defender nuestro Estado y nuestra Constitución. Os encomiendo mi casa y mi familia. Y sobre todo confío en que Dios, considerando la justicia de la causa, favorezca mi propósito, de modo que se detenga esta guerra que empezó con la sangre de mi hermano y la mía propia.

La emoción era palpable en los rostros de todos los presentes. Aquella decisión parecía inamovible.

Al salir del palacio, Mauricio advirtió que su cuerpo temblaba ligeramente. Al percibir un molesto dolor en las axilas supo que aquel estremecimiento no guardaba relación alguna con la conmovedora intervención del Magnífico. Aterrorizado, Mauricio palpó con su mano las zonas afectadas por el dolor; unas bubas duras infectadas con pus le anunciaron su sentencia de muerte: tenía la peste.

Mauricio sintió como si su cuerpo estuviera ya descomponiéndose por dentro. Una súbita debilidad le dificultaba incluso caminar. No había duda. La guadaña del olvido pronto segaría su vida, que ya no sería sino un recuerdo en quienes le habían amado.

Pensó en Lorena y sus ojos se llenaron de lágrimas. Ya no tendría otra oportunidad de manifestarle su amor. Si no había sido capaz de demostrarle su cariño en vida, al menos lo haría en su muerte. No regresaría a su hogar, pues corría el riesgo de contagiar a su esposa. Se encaminó al hospital de La Scala con paso lento, contemplando por última vez la tenue luz crepuscular que bañaba Florencia aquella tarde.