Lorena no paraba de llorar. Cateruccia la abrazaba como si todavía fuera una niña pequeña. Se había alegrado extraordinariamente cuando su padre había dado su brazo a torcer dos semanas atrás al permitir que aquella mujer entrara a su servicio. No obstante, la presencia de su antigua nodriza había provocado un aumento de sus ataques de llanto sin motivo aparente.
—Tranquila, niña, que todo se arreglará —le decía Cateruccia pausadamente, acariciándole los cabellos.
A Lorena le gustaba contemplar la tez blanca y rubicunda de Cateruccia, iluminada por esos ojos azules tan claros. Sus abundantes carnes le aportaban una seguridad terrenal de la que ella carecía. Tal vez si sollozaba al verla, sospechó, era porque le recordaba tiempos más felices.
—¿Qué es lo que se va a arreglar, Cateruccia? ¿La peste? ¿La guerra?
—Tu corazón, cariño —le respondió—. A mí no me puedes engañar. Recuerda que te he criado desde que naciste. La peste nos preocupa a todos, pero no es como la del siglo pasado, que exterminó a casi toda la población, sino una de esas plagas que se suceden periódicamente. Sí, es cierto, cada semana mueren un puñado de personas, mas no es eso lo que provoca tus lágrimas. La guerra también nos atemoriza, aunque lo peor que nos puede suceder es que Lorenzo de Medici acabe colgado como un vulgar bandolero. Todos estamos agitados, pero a ti te ocurre otra cosa: tu corazón no se ha recuperado de tu primer parto. La muerte es parte de la vida. Con el siguiente embarazo recuperarás la alegría.
Lorena no quería confesar a Cateruccia que sus penas eran mayores. Aunque continuaba encontrando muy atractivo a Mauricio, ya no lo deseaba. Y creía que a él le pasaba otro tanto. Ahora sólo hacían el amor cuando su esposo, embriagado por el vino y la lujuria propia de los hombres, no podía contenerse. Era un acto salvaje, doliente, preñado de culpabilidad. Su cuerpo se quedaba rígido. Mauricio, sin mirarla a la cara, explosionaba en una ola tan efímera como la espuma del mar. Después, sin hablar, se daban media vuelta en la cama. Su marido roncaba, y ella fingía dormir.
—Y con respecto a tu esposo —dijo Cateruccia como leyéndole el pensamiento—, no te preocupes demasiado. Los hombres son así, aunque reconozco que Mauricio tiene algo especial. Si no bebiera tanto…
—No bebe tanto —le defendió Lorena—. Debería darte vergüenza hablar así de él.
No podía aceptar de ninguna manera que alguien que no fuera ella criticara a su marido. Aunque Cateruccia llevara parte de razón, había cosas que nadie debía expresar en voz alta. Ojalá que se disiparan las oscuras nubes que ensombrecían el futuro y que su marido dejara de buscar refugio a su angustia en el vino.
—Disculpa, Lorena —rectificó Cateruccia—. A veces hablo sin pensar y digo lo que no quiero.
—No te preocupes —concedió Lorena, restando importancia a sus palabras—. Hay otro tema que me preocupa. Mi madre me informó ayer de que se están planteando la posibilidad de un enlace matrimonial entre mi hermana Maria y Luca Albizzi. ¿Qué sabes tú de eso?
—¡Ay de mí! ¡Qué ha de saber una pobre criada! Tu padre seguro que bendice esa unión. Si derrocan a Lorenzo, como parece probable, la unión con Luca traerá grandes beneficios a la casa Ginori. Y respecto a Maria, la conoces mejor que yo. ¡Es tan buena! Estará encantada de hacer feliz a sus padres y a su futuro marido, que no sólo es joven y de noble familia, sino apuesto y gallardo.
Lorena calló. Sí. Era cierto que Luca le había producido una animadversión tan intuitiva como inexplicable. Y que, achispado por el vino, le había hecho un comentario soez y de mal gusto en su villa del campo. Como aseguraba Cateruccia, tal vez «todos los hombres fueran así»; tal vez todos tuvieran sus prontos extraños, como las mujeres. Mauricio tampoco había resultado ser el príncipe encantador de los cuentos infantiles que le narraba su madre.
—Lorena, a ti te pasa algo y no sé lo que es —le dijo Cateruccia—. Si no te hubiera cuidado desde que naciste y no te quisiera tanto, no me atrevería a hablarte así. Sin embargo, prefiero que te enojes conmigo antes que guardar un silencio cómplice y culpable. Mira, no me expliques tus secretos, pero sigue el consejo que voy a darte. Acude un día a visitar a mi amiga Sofia Plethon. Ella te ayudará. Posiblemente sea la mujer más sabia de Florencia. Escucha y te contaré su historia. Seguro que no te arrepentirás.