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—El Génesis iluminado que encontraste en la antigua casa de Tommaso Pazzi es muy revelador —comentó Lorenzo de Medici, mientras se lo daba a Elías Leví para que éste lo examinara.

Mauricio paseó sus ojos por el jardín de Lorenzo con la mirada ligeramente perdida. Se despreciaba a sí mismo. La forma en la que había poseído a Lorena la noche anterior le había dejado un sabor amargo que le corroía las entrañas y le envenenaba el cuerpo y el alma. ¿Cómo podían haber cambiado tanto las emociones y los sentimientos en tan breve espacio de tiempo? ¿Cómo había sido capaz de actuar como una bestia embrutecida con la persona que más amaba en este mundo? Mauricio apuró la copa de vino que Lorenzo le había ofrecido sin encontrar en ella consuelo a su dolor. Sumido en la tristeza, poco le importaban los pasajes del Génesis, pero debía esforzarse en mantener la atención delante del Magnífico, y hablar de cualquier asunto era preferible que seguir torturándose por su incompresible comportamiento.

—Pues yo no sé cómo interpretarlo —reconoció—. ¿Por qué cuando Yahvé averigua que Adán y Eva han comido del árbol del Bien y del Mal exclama que «ahora el hombre ha venido a ser como uno de nosotros»? ¿No hay un solo Dios? —preguntó, dirigiéndose a Lorenzo.

—Hace tiempo que me planteé este asunto al percatarme de que la Biblia se refiere en varios lugares a los elhoim, es decir, a los dioses. Verás —explicó Lorenzo—, de acuerdo con nuestra fe, existen ángeles, arcángeles, querubines, tronos, potestades, virtudes y dominaciones. Estas entidades no terrenales tienen encomendadas multitud de funciones de acuerdo con su jerarquía, entre las que se encuentran gobernar el espacio y las estrellas ejecutando las órdenes del Creador. Así lo reconoce nuestra Iglesia y la tradición. De ahí se infiere que Dios no actúa directamente en nuestro universo, aunque podría hacerlo, sino por mediación de otras entidades que tienen encomendada esa misión. Podemos así suponer que cuando el Señor creó el universo, las estrellas y la Tierra, se sirvió de seres tan esplendorosos a nuestros ojos que los escribas del Antiguo Testamento se refirieron a ellos como los elhoim, es decir, los dioses. Potestades, tronos, dominaciones o elhoims… ¡Qué más da el nombre utilizado!

Mauricio quedó admirado del razonamiento del Magnífico. Nunca se lo había planteado de aquel modo: la exposición era coherente y se armonizaba bien con la doctrina cristiana, pero seguían existiendo piezas que no encajaban. ¿Eran dioses menores los que expulsaron a Adán y Eva del Paraíso? Sólo así podía entenderse que tras exclamar sobresaltados que los humanos se habían hecho como «uno de nosotros» por comer del árbol prohibido, se aprestaran a desterrarlos del Paraíso para que no pudieran acceder al árbol de la Vida. ¿Es que acaso temían que si el hombre aunaba conocimientos y tiempo pudiera superarlos? Aquellos «dioses» no eran lo que parecían.

—Los hijos de los dioses fornicaron con los descendientes de Adán. Por tanto, no podían ser entidades meramente espirituales, como los elhoim, sino que debían de tener también un cuerpo físico —quiso saber Mauricio.

—Para eso yo acudiría al Libro de Henoc, que es el único nombre que aparece iluminado en la vitela que hallaste en casa de Tommaso Pazzi. Perdonad mi intromisión —se disculpó Elías Leví, el rabino amigo de Lorenzo—, pero, a pesar de ser judío, mi opinión también os puede ayudar, pues conozco bien el Génesis, uno de los cinco libros que componen la Tora.

—Sé quién es Henoc: el único patriarca anterior a Noé, que en lugar de morir desapareció de la Tierra transportado por Dios; sin embargo, nunca había oído hablar de un libro suyo —confesó Mauricio.

—Porque el libro desapareció tras el Concilio de Laodicea en el siglo III —explicó Elías—. No obstante, los enviados de Cosme hallaron una copia en el norte de África, y éste lo incorporó a su biblioteca privada. Gracias a Lorenzo he tenido el privilegio de poder leerlo. En dicho libro, Henoc se refiere a los hijos de Dios como «los vigilantes», porque su función era precisamente ésa: vigilar el correcto desarrollo de la humanidad. Grande debía de ser su poder y sabiduría para que fueran llamados «hijos de los dioses». Sin embargo, traicionando su sagrada misión, hicieron exactamente lo contrario de lo que se esperaba de ellos. Abandonaron su papel de observadores y protectores, e interfirieron en la evolución natural del planeta al aparearse con las hembras humanas. Los hijos mestizos de dicha unión fueron los nefilim, que quiere decir «gigantes», pues su altura era mucho mayor que la media de los humanos.

—¿Qué ocurrió con ellos? —preguntó Mauricio, aguijoneado por la curiosidad.

—Según el Libro de Henoc, los gigantes llenaron la Tierra de sangre. Los arcángeles Miguel, Sariel y Gabriel observaban el mundo desde el santuario de los Cielos y no les gustaba lo que veían. Sin embargo, no se les había conferido autoridad para intervenir sin órdenes superiores. Finalmente, el Señor dio instrucciones a sus servidores. A Gabriel le encomendó la misión de ahogar a los gigantes bajo un diluvio torrencial; Sariel avisó a Noé de lo que se avecinaba, y le advirtió de que, a través de su descendencia, se debía restablecer el sentido de la humanidad; y Miguel se encargó de «encadenar» a los vigilantes en las profundidades de la Tierra hasta el día del Juicio Final.

Mauricio observó la luz solar que bañaba el patio interior desde lo alto. ¡Cómo habían cambiado las cosas en un año! El patio y el sol eran los mismos que el verano pasado, pero todo le parecía distinto. Pensó que lo que cambiaba no eran las cosas, sino la mirada. Los acontecimientos se sucedían con tanta rapidez que no era capaz de asimilarlos. En su cerebro resplandeció como un fogonazo el brillo de la esmeralda engarzada al anillo.

—¿Y cómo se relaciona todo esto con el anillo? —inquirió Mauricio. Al fin y al cabo, pensó, era bajo el dibujo de la esmeralda donde se hallaban reproducidas las misteriosas citas del Génesis que estaban comentando.

—A través de Lucifer —anunció Lorenzo—. En estos pasajes del Génesis se habla de la gran rebelión. Y tras estas rebeliones de hombres e hijos de los dioses estaba Luzbel, el «resplandeciente». Su belleza, poder y majestad no debían de tener parangón, puesto que logró convencer a la tercera parte de las jerarquías celestiales para que se opusieran a los planes de Dios. Acaso fuera el más brillante de los elhoim… Pues bien —añadió el Magnífico tras una pausa—, la esmeralda del anillo perteneció a Luzbel.

—¿Qué? —exclamó Mauricio abriendo desmesuradamente los ojos.

—De acuerdo con la tradición, cuando Luzbel se precipitó a la Tierra, de su frente se desprendió una esmeralda. Y no hay más que contemplar la esmeralda que trajiste para ver que su tamaño y brillo supera todo lo conocido.

—Tal vez el brillo de la gema oculte un oráculo siniestro, Lorenzo. Las vidas de mi padre y de sus mayores estuvieron marcadas por la desgracia, como si una maldición fatal los hubiera perseguido. Quizá debería habértelo contado antes, pero no había relacionado hasta ahora la esmeralda con mi desafortunado pasado familiar.

—No sería quien soy si creyera en maldiciones, Mauricio, aunque sí me interesaría que hablaras del secreto que encierra el anillo. ¿Qué te contó tu padre al respecto?

—Mi padre no me reveló nada. En la base del anillo está inscrita la leyenda: «Luz, luz, más luz» —recordó Mauricio—. Podría ser una clave encriptada, pero ignoro su significado.

—Posiblemente sea vital averiguarlo. Debes saber que el mundo está inmerso en una guerra invisible. Como diría Platón, somos prisioneros que vemos las sombras pasar. Sombras en forma de conspiraciones, guerras, y maldades decretadas por reyes y jefes de Estado. Como los cautivos de la caverna, no vemos a quien mueve los hilos de las marionetas. La mayoría de los duques, condotieros y demás hombres de aparente poder no son más que muñecos en manos de titiriteros ocultos tras las bambalinas. Por eso, san Pablo, en su carta a los Corintios, ya advirtió a los suyos: «Porque nuestra lucha no es contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los seres de maldad que están en las alturas». Nosotros, los humanos, nos encontramos en mitad de la guerra. Está profetizado que, el día del Juicio Final, Lucifer y sus servidores serán arrojados a la Gehena. Entre tanto las huestes de Luzbel son libres de tentar y manipular a los hombres desde dimensiones invisibles a nuestros ojos.

—¿Por qué habrá permitido Dios algo así? —se preguntó Mauricio en voz alta.

—Tal vez por algo llamado libertad —respondió Elías—. El Libro de Henoc expone que Dios no ordenó inmediatamente a sus lugartenientes que acabaran con los vigilantes, sino que les concedió tiempo para que rectificaran su conducta. Así puede estar ocurriendo con los rebeldes encabezados por Luzbel. Dios les estaría concediendo un margen de tiempo durante el que pudieran reconsiderar su postura.

—Tal vez —añadió Lorenzo—, nosotros, los hombres, estemos capacitados para intervenir decisivamente en este drama cósmico, por insignificante que parezca nuestra condición. Y tal vez este anillo no haya venido a parar a Florencia por casualidad. Mi intuición me dice que la gema, junto con las palabras del anillo, encierra un secreto importantísimo. Del mismo modo, Mauricio, no creo que tus antepasados llegaran a poseer esta joya tan extraordinaria por pura coincidencia. Relátanos cuanto sepas sobre tus orígenes. En el pasado de algún lejano familiar tuyo debe residir una clave oculta que deberíamos tomar en consideración.

Mauricio sintió vértigo y deseó que algún extraño sortilegio le permitiera desaparecer como el agua evaporada al contacto con el fuego. La circunstancias en las que había muerto su padre y la filiación hebrea de sus ancestros era algo que siempre había callado por vergüenza. Sin embargo, la intensidad de la mirada del Magnífico no admitía discusión. Mauricio bebió otro vaso de vino y comenzó a relatar su vida, o al menos la parte que conocía.

—La historia es apasionante —concluyó Lorenzo—, mas ¿cómo llegó la esmeralda a manos de tu progenitor?

—No tuvo tiempo de contármelo, ni yo atiné a preguntarle. Siempre he supuesto que mis ancestros judíos debieron de quedarse aquel anillo en prenda de un préstamo que no les fue devuelto.

—Es posible, pero poco probable —observó el Magnífico—, ya que ni tan siquiera sabes a ciencia cierta si algún antepasado tuyo fue prestamista. Y quien poseyera una esmeralda tan extraordinaria no podía ser una persona corriente. Dudo que su propietario la cediera a cambio de dinero, ni siquiera en el supuesto de que lo necesitara. Debemos, pues, examinar otras vías. Haz un esfuerzo y concéntrate en algún detalle de la conversación con tu padre que te resultara chocante, o en alguna pieza suelta que no sepas encajar dentro de tus raíces familiares.

Mauricio inspiró hondo. Cuanto más cavilaba sobre su historia familiar más se le aparecía envuelta por una misteriosa bruma que deformaba las verdades en las que había creído hasta hacerlas irreconocibles.

—Mi padre pronunció una frase que hubiera preferido no escuchar: «Creo que el rabí Abraham Abufalia me ha castigado por haber traicionado mis creencias», murmuró en prisión, ofuscado por la amarga copa que le había servido el destino.

—¿Abraham Abufalia? ¿Qué tiene que ver con tu padre? —preguntó Elías.

—Según me dijo, descendemos de su linaje —reveló Mauricio con cierta vergüenza.

—Abraham Abufalia —continuó Elías— ha sido, en mi opinión, uno de los mayores místicos de la historia. Sus métodos para alcanzar el éxtasis, muy diversos, huían siempre de la vana erudición, y se centraba en ejercicios de meditación y contemplación que permitieran abrir las puertas de la conciencia a lo divino. Fue precisamente en tu ciudad natal donde, según él mismo relata en sus escritos, se sintió inundado por el espíritu de Dios. Viajero infatigable, antes de llegar a Barcelona, donde se instaló en la segunda mitad del siglo XIII para estudiar la cábala, recorrió Galilea, vivió un tiempo en Sicilia, se casó con una griega y cultivó fructíferos contactos con las tradiciones orientales, incluida la sufí. Conozco bien sus enseñanzas porque también recorrió Italia, donde creó escuela y escribió algunas de sus mejores obras.

—He ahí la clave que nos faltaba —señaló el Magnífico con entusiasmo—. De algún modo, tu sabio antepasado debió haberse hecho con la esmeralda. Wolfram von Esenbach habla de ella en su poema Parsifal y la identifica como lapsit exilis: la gema caída del Cielo, la piedra filosofal de los alquimistas, el grial anhelado por los poetas… ¿Qué no daría un cabalista o cualquier buscador de la verdad por tenerla en su poder? Probablemente fuera el propio Abraham Abufalia, aragonés de nacimiento, quien inscribiera en el anillo las palabras «Luz, luz, más luz» en castellano.

»Las relaciones familiares nos podrían aportar valiosas pistas adicionales —sugirió el Magnífico—. Explícanos, Mauricio, ¿cómo percibías los lazos de mutuo afecto entre tu padre y el resto de sus parientes?

El rostro de Mauricio palideció. La realidad que había preferido ignorar se le presentaba tan clara como el agua de la fuente.

—Lo cierto es que la relación con los abuelos y los tíos paternos siempre fueron frías, distantes…, algo forzadas, diría yo, pese a que mi padre siempre me habló con afecto de ellos. Además, varios de sus hermanos se marcharon de Barcelona por diferentes causas.

—Si el resto de su familia continuaba practicando el judaísmo en secreto —apuntó Elías—, es posible que le despreciaran por haber abrazado el cristianismo, pero que al mismo tiempo le temieran, puesto que podía denunciarlos ante la Inquisición. No olvidemos que los delatores obtienen como premio una parte de los bienes confiscados a los condenados por el Santo Tribunal. Eso explicaría que, por un lado, no quisieran romper relaciones con tu padre, al tiempo que éstas se tornaban rígidas y tirantes. Y esa desconfianza hacia tu progenitor podría haber influido en algunos hermanos para que marcharan hacia tierras donde nadie conociera su secreto.

Mauricio sentía como si una venda se le cayese de los ojos para permitirle tener una nueva visión donde las sombras revelaran la verdadera forma de lo que anteriormente permanecía escondido.

—Nunca lo había querido reconocer, aunque tiene sentido. Por eso los abuelos maternos se ocuparon de manera tan insistente, casi obsesiva, diría ahora, de inculcarme la fe cristiana. Siempre existió un halo inaprensible de miedo y suspicacia que los acompañaba permanentemente mientras observaban mis muestras externas de devoción. De hecho, hasta el último día de su muerte no dejaron pasar la oportunidad de recordarme los terribles tormentos que sufrían por toda la eternidad quienes renegaban de Cristo. No es algo de lo que me pueda sentir orgulloso, pero probablemente mi padre fue un judío que acabó convirtiéndose al cristianismo. En ese caso, ¿qué fuerza o qué acontecimiento le impulsaría a dar ese paso?

—El miedo o el amor —contestó Lorenzo con voz segura—, las dos fuerzas que se disputan el dominio del alma humana. En el caso de tu padre, dudo que fuera el miedo. Alguien que es capaz de soportar la tortura y conservar la presencia de ánimo para forzar de los interrogadores una última entrevista con su hijo es un auténtico héroe, te lo aseguro. Y si tuvo la entereza de sufrir el vacío y el reproche soterrado de su familia sin que nunca oyeras de su boca ni un reproche, estamos ante un hombre impecable templado por el fuego del amor.

—¡Ah, el amor puede ser también algo terrible, bien lo sé yo! —exclamó Mauricio—. Mi padre me lo demostró con su vida, pues jamás pudo superar el dolor que le abrasó el corazón tras la muerte de mi madre. Nunca se volvió a casar y jamás le oí hablar de otra mujer.

—Entonces puede que hayamos encontrado el catalizador de la auténtica conversión de tu padre —anunció Lorenzo—. Si tu madre era cristiana, jamás habría aceptado a un esposo que practicara el judaísmo en secreto. Y el amor, Mauricio, es más sagrado que cualquier rito, creencia o convención social.

Mauricio pensó en Lorena. Nunca había amado a nadie como a su esposa y, sin embargo, le estaba haciendo daño. ¿Qué era lo que fallaba en su interior? ¿Cuál era la pieza que no encajaba?