Lorena estaba ya semidormida cuando Mauricio se metió en la cama. Tras haberse encontrado ligeramente indispuesta durante el día, había preferido no acompañarle a la cena organizada en casa de los Castellani. Los banquetes en la mansión Castellani eran famosos por la abundancia de platos y bebidas con que obsequiaban a sus invitados. Precisamente por ello había decidido excusar su presencia, ya que la barriga le dolía desde hacía días y sentía frecuentes retortijones en forma de alfilerazos. Aunque lo cierto era que ni aun encontrándose bien le hubiera apetecido acudir a ninguna fiesta.
Cuando Mauricio se le acercó, notó que, en contra de su costumbre, se había acostado desnudo. Su aliento olía exageradamente a vino. Hacía semanas que bebía más copas de las que podía contar, pero indudablemente en la fiesta de los Castellani había superado sus últimos registros. Al abrazarla por detrás Lorena percibió la gran erección con la que Mauricio había entrado en el lecho conyugal.
Lorena no deseaba hacer el amor. De hecho, desde el trágico parto había perdido por completo el apetito sexual. Aparentemente a su marido le había ocurrido otro tanto. Hasta hoy. El cuerpo de Lorena, siguiendo los mandatos de las manos de Mauricio, se dio media vuelta para encontrarse con el abrazo de su esposo, que comenzó a acariciarla mientras le quitaba el camisón.
Lorena no se resistió. Aunque no tenía ganas, esa tarea estaba incluida dentro de sus deberes como esposa. Además, era la única manera de concebir otro hijo. «Ojalá no le oliera tanto el aliento», pensó en el mismo instante en que la boca de Mauricio besaba sus labios. ¿Qué había cambiado en tan poco tiempo?, se preguntó Lorena. En el pasado siempre había deseado a su marido. Hoy, no. Su cuerpo permanecía rígido y frío, con el único deseo de que todo acabara cuanto antes.
Al sentir el miembro de Mauricio penetrar en su carne, Lorena sintió un dolor desconocido anteriormente. Su feminidad estaba tan seca como su alma. El peso de su marido la asfixiaba. Mauricio sudaba copiosamente y su respiración era entrecortada. Lorena permaneció inmóvil, como si observara lo que le estaba ocurriendo a otra persona. Cuando su esposo acabó de saciarse, ella se dio media vuelta y fingió dormir. Unas lágrimas humedecieron sus mejillas. Algo estaba yendo muy mal, pensó, pero no sabía qué.