Mauricio se levantó con la cabeza dolorida y embotada. Torpemente, se mojó la cara con el agua fría de la jofaina, se puso las calzas, una camisa blanca de algodón y se encaminó hacia la despensa sin acabar de vestirse. Tenía una fuerte sensación de malestar y se le hacía una montaña ir a trabajar. A decir verdad, ni siquiera le apetecía ver a nadie, por lo que además de coger pan y manteca de cerdo, llevó una jarra de vino a la mesa del salón principal para elevar su ánimo.
No quería pensar en nada, pero la vida pensaba por él. Aunque hacía tiempo que se había desprendido del anillo, su destino seguía ligado a la esmeralda y al secreto por el que su familia había sido maldita. Sirviéndose de su torpeza, el hilo que une todas las cosas le hizo trastabillar, y provocó que su mano derecha empujara un delicado jarrón de porcelana ricamente decorado con incrustaciones de jaspe y marfil. Aquella pieza única importada de las lejanas tierras de Catay se rompió en pedazos al estrellarse contra el suelo, revelando lo que se escondía en su interior: un antiguo pergamino enrollado por un lazo de raso granate. Mauricio, sumamente sorprendido, se aprestó a examinarlo. Lo que vio no le sobresaltó menos de lo que lo hubiera hecho un fantasma.
Sobre la vitela alguien había dibujado un anillo idéntico al que le había vendido a Lorenzo y trascrito enigmáticas citas del Génesis. Un pasaje iluminado en letras doradas captó su atención.
Se trataba del versículo 22 del capítulo 3, donde Yahvé, tras percatarse de que Adán y Eva han comido del fruto del árbol del Bien y del Mal, exclama alarmado:
¡Resulta que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal! Ahora pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la Vida y comiendo de él viva para siempre.
¿Quiénes y por qué habían ilustrado aquél extraño pergamino? ¿Acaso pretendían sus autores dar algún crédito al demonio cuando sedujo a Eva asegurándole que si comían del árbol prohibido serían «como dioses»? ¿Y qué pensar del capítulo seis del Génesis, reproducido en letras rojas, donde se narraba cómo los hijos de Dios se unieron con las hijas de los hombres, y concibieron después una raza de gigantes?
Mauricio no recordaba que ningún sacerdote le hubiera explicado nada sobre aquellos asuntos. Quizás Henoc —el patriarca antediluviano, que desapareció en el aire transportado por Dios— tuviera alguna respuesta, aunque sólo fuera porque era el único nombre propio iluminado en aquel Génesis. Desgraciadamente no era probable que Henoc bajara de los Cielos para aclararle sus dudas…
Y Mauricio necesitaba respuestas, porque aquellos pasajes debían tener una conexión con el anillo guardado durante generaciones por su familia. Las respuestas, si las había, debía hallarlas en Florencia, una ciudad prodigiosa que guardaba más secretos de los que mostraba su voluptuosa belleza. Tal como la neblina del Arno era capaz de ocultar bajo su manto las barcazas que navegaban el río, los puentes que lo atravesaban y hasta las fachadas remozadas de mármol de las iglesias principales, Mauricio estaba persuadido de que tras los nobles muros de algunos palacios se escondían poderosos secretos capaces de moldear el curso de la historia.
En Florencia, nada era lo que parecía a simple vista. El enorme palacio Medici ofrecía externamente un aspecto austero y robusto porque Cosme, el abuelo de Lorenzo, descartó el suntuoso proyecto arquitectónico de Brunelleschi para no provocar la envidia de sus compatriotas. Sin embargo, los elegidos que accedían al interior traspasando el portón, se encontraban inmersos en un lujo exquisito que embriagaba los sentidos y que difícilmente podían superar reyes, emperadores o califas.
Mauricio sospechaba que los secretos de las más ilustres familias florentinas apuntaban a los cielos. La iglesia de San Lorenzo, la más antigua de la ciudad, contenía su propia ventana al firmamento en la capilla privada de los Medici, diseñada por Brunelleschi. Enterrado bajo su suelo, el padre de Cosimo, el fundador de la dinastía, se aseguró de que el techo abovedado de la capilla contuviera una representación exacta de las constelaciones y los planetas que gravitaban sobre Florencia el día 4 de julio de 1442. Los Pazzi tenían su propio cielo estrellado en la capilla de una iglesia próxima a la de Santa Croce. Andrea Pazzi, no quiso ser menos que los Medici, y también encargó a Brunelleschi un mausoleo familiar, cuyos techos guardaban un notable parecido con los de la vieja capilla de San Lorenzo.
Las estrellas parecían lejanas, pero sus designios regían los destinos humanos; no se podía jugar con ellas a la ligera. Los Pazzi lo habían descubierto demasiado tarde, muy a su pesar. Mauricio contempló con miedo el pergamino que tenía en sus manos. Tal vez lo mejor fuera entregárselo a Lorenzo. Mauricio rogó no equivocarse, pues las apuestas en Florencia se pagaban muy caras. Una nueva copa de vino calentó su cuerpo en un vacuo intento de mitigar su angustia. De algún modo, aquel extraño hallazgo había contribuido a aumentar la irracional ansiedad en la que zozobraba desde el trágico parto de Lorena.