Mauricio desmontó de su agotado caballo y se precipitó hacia el interior de la villa. Un criado de los Ginori había cabalgado hasta Florencia para avisarle de que Lorena estaba sufriendo contracciones.
Sudoroso y hecho un manojo de nervios, Mauricio subió las escaleras resoplando en busca de su amada. En el pasillo del piso superior se encontró a Francesco, el padre de Lorena, junto con sus dos hermanos, Alessandro y Maria. La puerta del cuarto de Lorena estaba cerrada.
—Tranquilízate —le dijo Francesco—. Lorena está bien, acompañada por un médico, dos comadronas y su madre. Será mejor que nosotros esperemos fuera hasta que vuestro retoño haya nacido.
Los hermanos de Lorena no parecían compartir la tranquilidad predicada por su padre. Alessandro recorría el pasillo a grandes zancadas retorciendo nerviosamente los dedos de sus manos. Maria permanecía muy callada, con los ojos rojos y humedecidos.
Un grito desgarrador atravesó la gruesa puerta de madera. Lorena estaba chillando salvajemente. Maria rompió a llorar profusamente, incapaz de contenerse. Mauricio se abalanzó sobre la puerta, pero Francesco le cerró el paso.
—Ya hay cuatro personas ayudando a Lorena. Es mejor permanecer fuera y no distraer a quienes la están asistiendo.
Mauricio se contuvo, aunque era presa de gran ansiedad. Precisamente hoy se había levantado aterrorizado en mitad de la noche a causa de una pesadilla que no lograba recordar. Su corazón era como un corcel desbocado sin jinete que pudiera frenarlo.
—¿Cuándo han empezado las contracciones? —preguntó Mauricio.
—Hará unas tres horas —contestó Francesco.
—Pero hace sólo un rato que chilla como una poseída —añadió Alessandro—. Probablemente el niño está a punto de nacer.
Por primera vez, Mauricio no detectó desdén ni afectado distanciamiento ni en su suegro ni en su cuñado. Posiblemente recibir a un nuevo miembro de la familia Ginori, junto con el sufrimiento de Lorena, suscitaba en ellos emociones tan profundas que cualquier otra consideración carecía de importancia en ese momento. Los gritos de Lorena se convirtieron en un aullido aterrador.
Mauricio, incapaz de esperar fuera, corrió a abrir la puerta. Francesco ya no intentó impedírselo, sino que, por el contrario, le siguió. Alessandro se quedó fuera sujetando a Maria, que lloraba como si fuera ella la que estuviera sufriendo las contracturas del parto.
Cuando entró en la sala, se quedó paralizado por el impacto de la escena. Su primer pensamiento fue que estaban matando a su mujer. Tumbada en la cama con las piernas abiertas, dos mujeres fornidas le sujetaban los brazos y los pies. El médico, empuñando unas gruesas tenazas de metal, ejercía presión entre los muslos de Lorena sobre un feto informe cubierto de un líquido blanquecino y grasiento. La cama se hallaba tan empapada de sangre que más semejaba el féretro rojo de la muerte que un mullido lugar de reposo. Lorena parecía estar exhalando su último aliento. Con los ojos cerrados, la cabeza de su esposa estaba reclinada sobre la almohada e incluso había dejado de llorar, posiblemente por falta de fuerzas. Un débil gemido continuado indicaba que todavía estaba viva.
El médico reclamó ayuda de una comadrona para empujar hacia fuera a la criatura. Con manos y tenazas ambos estiraban con nervio de las piernas del bebé sin que su cabeza acabara de aparecer. Lorena ya no chillaba ni se movía, aunque su rostro denotaba un gran sufrimiento. Cuando finalmente salió la cabecita del bebé, un cordón de carne ensangrentado estaba anudado alrededor de su cuello. El médico y la partera se aprestaron a desenredar el cordón. A Mauricio se le antojó que la operación duraba una eternidad.
En cuanto terminaron, el médico cogió bruscamente al niño boca abajo y le dio unos cachetes en el trasero. El recién nacido no rompió a llorar ni expresó inquietud alguna.
—Está muerto —dictaminó el médico tras examinarlo cuidadosamente—. Ha nacido ahogado por el cordón umbilical de la madre.
Mauricio arrebató al niño de las manos del galeno y le cubrió de besos mientras lloraba. El bebé continuó tan inmóvil e inexpresivo como antes. Mauricio devolvió la criatura al médico y acudió a la cabecera de la cama para consolar a su esposa. Lorena entreabrió los ojos.
—¿Ha sido niño o niña? —preguntó, apenas con un hilo de voz.
—Niño, pero no ha sido la voluntad de Dios que tuviera una larga vida —respondió Mauricio sin poder contener las lágrimas.
—Comprendo —murmuró Lorena, que volvió a cerrar los ojos y perdió la conciencia.
Mauricio la abrazó y apoyó la cabeza sobre la suya.
—Será mejor que la deje descansar, si quiere que su esposa continúe entre nosotros —le recomendó el médico.
Ya fuera de la habitación, Francesco le trajo una botella de garnacha, uno de los vinos que tenía en más aprecio.
—La vida no siempre nos trae lo que queremos —le dijo Alessandro—. Esto te ayudará.
Mauricio se sentó cabizbajo, en silencio, y se sirvió una copa de garnacha. En cuanto apuró la copa, se sirvió otra y después otra más. El dolor era tan grande, tan difícil de asumir… Lo único que deseaba era dejar de sufrir, que su cabeza dejara de funcionar… Cuando acabó la botella, entre los vapores del alcohol, Mauricio recordó el sueño que había tenido: una bella y joven mujer moría agonizando en su cama dando a luz. Su mente se oscureció y las tinieblas del olvido le concedieron su gracia misericordiosa.