Florencia, domingo, 26 de abril de 1478
«Mi rostro me parece el de una extraña que nunca hubiera conocido», pensó Lorena Ginori mientras se veía reflejada en el gran espejo ovalado de su dormitorio. ¿Era posible que a tan temprana edad le esperara un destino tan amargo?
La fiel Cateruccia la estaba acabando de peinar con aquellas tenacillas calientes que conseguían dar el toque maestro a su cabellera castaña y realzar sus ondulaciones naturales. Aquél era el rasgo físico del que más orgullosa se sentía: casi no necesitaba cepillarse el pelo para que sus rizos formaran esos tirabuzones por los que todas las mujeres suspiraban. Su hermana pequeña, por el contrario, podía estar horas aplicándose las tenacillas, y sólo obtenía un resultado menos vistoso que el que ella lograba al cabo de unos pocos minutos.
Hoy no le importaba ni el peinado ni su precioso vestido azul, de un brillo tan intenso que únicamente los telares de su padre habían conseguido crear tras múltiples probaturas. Mantenido en secreto, aquella mañana lo iban a exhibir por primera vez ante la flor y nata de la sociedad florentina durante la solemne misa dominical, a la que acudirían Lorenzo de Medici, el arzobispo de Pisa y el cardenal Girolamo Riario, sobrino del Papa.
Tan sólo dos días atrás le hubiera costado conciliar el sueño ante la emoción de un acontecimiento tan importante. Pero si apenas había dormido aquella noche no era por la misa que se iba a celebrar en la soberbia catedral de Florencia, sino por el llanto que le provocaba el triste futuro al que la condenaba su padre. A ese destino no deseado le achacaba Lorena el haberse sobresaltado por una macabra pesadilla en la que sangre inocente teñía de rojo el altar mayor del Duomo. Poco podía imaginar que sus pesadillas se convertirían en realidad aquella misma mañana, como consecuencia de un complot para asesinar a Lorenzo de Medici en la catedral de Florencia aprovechando el solemne momento de la eucaristía.
Durante su infancia, Lorena había tenido premoniciones recurrentes que se le presentaban súbitamente, como un fogonazo de luz, y que le anticipaban ciertos acontecimientos. Su padre jamás había creído en ellas, sino que, por el contrario, había castigado con dureza lo que en su opinión eran peligrosas mentiras compulsivas. Su madre, temerosa de que tan anómala circunstancia pudiera llegar a oídos de autoridades religiosas partidarias de exorcizar a su niña, le había aconsejado que guardara un prudente silencio. Lorena, angustiada, había aprendido a callar; con el paso del tiempo, las molestas visiones se habían ido espaciando hasta desaparecer de su vida y de su memoria. Al menos, eso creía Lorena.
Así, ajena a los acontecimientos que marcarían el rumbo de Florencia y el suyo propio, bajó las escaleras que le conducían de los aposentos a la planta baja, donde sus padres y hermanos la estaban esperando. Al ver a sus progenitores, únicamente pudo sentir el frío de su corazón. Ningún sentimiento, ni cálido ni amoroso, anidaba en su pecho.
—Tus ojos están muy rojos —comentó su madre con preocupación.
—Y estás más pálida que un cadáver de tres días —remachó su padre con la «delicadeza» que le caracterizaba.
Lorena notó que las lágrimas volvían a sus ojos, pero antes de romper a llorar sintió que una emoción de intensidad inaudita recorría su cuerpo y la hacía vibrar con una fuerza que parecía poseerla como si dispusiera de vida propia.
—¡Ya os dije ayer que no me quería casar con Galeotto Pazzi! —se oyó gritar, sorprendida de su propia reacción.
—¡No empecemos otra vez! —le recriminó su padre—. Ya has cumplido los dieciséis años y eres toda una mujer. La cuestión no es lo que te guste, sino lo que debe hacerse. Dentro de tres meses, se celebrará el enlace, tal como he acordado con los Pazzi.
—Galeotto acabará gustándote, hija mía —intervino su madre con voz suave—. ¡Cuántas jovencitas suspirarían por desposar a semejante caballero! Los Pazzi son una familia de aristócratas. Su riqueza es casi igual al de la poderosa familia Medici, y su linaje es, sin duda, superior. No sería descabellado que en tiempos no muy lejanos el gobierno de Florencia acabara recayendo en sus manos.
Lorena seguía invadida por esa poderosa energía que surgía desde lo profundo y se adueñaba de su personalidad. Aunque sabía que no era apropiado, necesitaba protestar y proclamar a gritos que era injusto lo que pretendían hacer con su vida.
—¡Pues que se casen esas jovencitas con Galeotto! ¿Es que debo padecer su fétido aliento en mi boca cada vez que le plazca? ¿Yacer con un hombre que me repugna y servirlo? Ni hablar.
—¿Cómo puedes ser tan egoísta? —le interpeló su padre. En sus ojos, Lorena podía leer la fiera determinación que le animaba cuando estaba convencido de tener razón, es decir, siempre—. Tú sabes —prosiguió— lo que me ha costado alcanzar la prominente posición que ocupo en el gremio de la Calimala. Incluso hemos conseguido comprar este pequeño palacio. Si tus abuelos vivieran, sus ojos brillarían de orgullo. Y ahora se nos ofrece una oportunidad inmejorable. ¡Desposarte con un acaudalado miembro de la nobleza! ¿Es que no ves las puertas que se abren ante nosotros? Quizá tus hijos, mis nietos, puedan llegar a formar parte del Gobierno de Florencia. ¿Cómo puedes pensar sólo en ti misma cuando está en juego el futuro de nuestra familia? ¡Es inconcebible!
Lorena comprendía muy bien aquellas razones, y se avergonzaba de que su actitud pudiera obstaculizar el encumbramiento social de la familia. No obstante, todo su ser le gritaba que debía oponerse hasta el último aliento. Asombrada de su propia osadía, replicó una vez más.
—Galeotto Pazzi es barrigón y su boca huele siempre a vino. No es únicamente vulgar, sino también engreído. Si tuviera que casarme con un apellido no lo dudaría. Pero vosotros queréis que me despose con un hombre mayor cuya intimidad me repugnará. En el nombre de Dios, ¿es que no hay otras opciones?
—Ninguna tan conveniente como ésta —le explicó su madre—. Tu padre ya ha concertado esta alianza con los Pazzi, por lo que no cabe discusión al respecto. La compañía de Galeotto no te resultará tan desagradable como piensas. Sus juegos y negocios le mantendrán ocupado la mayor parte del tiempo. En cuanto tengas hijos podrás dedicarte a gobernar la casa y a educarlos en la forma que consideres más apropiada. Ahora eres joven e impetuosa. Cuando madures y veas a tus retoños crecer, con todas las posibilidades al alcance de su mano, comprenderás que el destino que ha elegido tu padre no es tan malo como piensas.
Lorena se preguntó si su madre hablaba por experiencia propia. Su voz tenía el timbre de la sinceridad. ¿Tenía alguna escapatoria o era mejor resignarse? El rostro de su padre era inflexible. Sabía perfectamente que su gran ilusión era saltar la barrera que separaba a un próspero mercader de la influyente oligarquía que dirigía Florencia. Y ese enlace lo podía permitir. Su padre jamás cedería. Los sentimientos de su madre no cambiarían el futuro que le habían reservado. Ni tampoco la opinión de su hermana pequeña, que observaba la escena con los ojos desorbitados, paralizada y muda por el asombro. Maria, de tan sólo doce años y medio, era una niña grande que jamás se quejaba ni protestaba. ¿Cómo iba a entender su hermana aquella reacción desesperada si ella misma era la primera sorprendida? En cuanto a su hermano mayor, Alessandro, su mirada indignada y reprobadora no necesitaba ser traducida en palabras. Él, que como único hijo varón tenía la obligación de continuar engrandeciendo el apellido Ginori, parecía casi tan enfadado como su padre.
—Este matrimonio es una cuestión de honor para toda la familia —la amonestó su progenitor con voz severa—. Deberías estar orgullosa, en lugar de discutir. ¿O es que los libros que lees reblandecen tu cerebro? Ya le he dicho mil veces a tu madre que no es apropiado para una distinguida señorita dedicar tanto tiempo a la lectura. El mundo real no es el de los estrafalarios trovadores que tanto celebras. Tú vives en Florencia y no en un idílico poema. Se hará como yo digo. Y ahora partamos hacia la catedral, o llegaremos tarde a misa.
Lorena se derrumbó. ¿Qué podía hacer? Con dieciséis años recién cumplidos era todavía casi una niña y no disponía de ningún recurso para oponerse a la voluntad paterna. Se sentía tan pequeña e insignificante… Incapaz de seguir de pie, se sentó y, sin poder contenerse, rompió a llorar escondiendo la cabeza en el regazo de su falda.
—Es inútil, Francesco —le oyó comentar a su madre—. Es mejor que Lorena no venga con nosotros a la catedral. Tiene los ojos demasiado hinchados y rojos.
—Pero el vestido…
—No es conveniente, Francesco. ¿No ves cómo está la niña? Todo su rostro está desfigurado. ¿Qué iba a comentar la gente? Es preferible que permanezca en casa, desahogándose. Le hará bien. Cateruccia se quedará cuidando de ella.
Cuando sus padres se hubieron ido, Lorena se arrodilló ante el crucifijo de su habitación e imploró al Redentor que obrara un milagro:
—Señor, tú lo puedes todo, tú sabes que te amo, impide este matrimonio y tráeme otro esposo.
¿Escucharía Dios sus plegarias o las consideraría demasiado egoístas para atenderlas?