Mauricio se levantó empapado en sudor. Nuevamente había tenido esa pesadilla que le perseguía desde niño: una hermosa y delicada jovencita agonizaba en la cama hasta morir presa de horribles dolores. Angustiado, se cambió rápidamente y salió a la calle en busca del aire que parecía faltarle en los aposentos del palacio Medici. Apenas había amanecido cuando, enfundado en su gruesa túnica de lana, se encaminó hacia la Via Porta Rosa, donde se hallaba la Tavola Medici, para tratar de olvidar esas inquietantes emociones que le hacían respirar entrecortadamente, como si pudiera ahogarse entre las sábanas de su propio lecho. Paradójicamente, la humedad del Arno que le calaba los huesos, el repicar invisible de un caballo cercano sobre el empedrado, o incluso los fantasmagóricos ladridos de los perros callejeros envueltos en niebla, le ayudaban a cerciorarse de que ya había despertado y a dejar atrás aquella claustrofóbica sensación que le provocaban los sueños.
Al entrar en la tavola no le sorprendió hallar a Bruno, que estaba examinando unos documentos a la luz de un candil.
—Buenos días, Mauricio. Veo que tampoco podías dormir. Como bien sabes, cuando me despierto demasiado temprano suelo venir aquí a revolver papeles. Es el mejor momento para mirar ciertas cosas tranquilamente, sin que nadie te moleste —añadió Bruno, guiñándole un ojo.
Mauricio se alegró de tener a alguien con quien conversar, especialmente tratándose de Bruno, a quien ya consideraba un amigo.
—Yo he tenido una pesadilla horrible, aunque prefiero no hablar de eso.
—Hablemos entonces de temas más agradables, como el que esté disminuyendo el número de afectados por la peste. Ésa sí es una noticia esperanzadora.
—Efectivamente —corroboró Mauricio con recobrado optimismo—. Parece que ni las plagas resisten el frío florentino. Ojalá desaparezca completamente en poco tiempo. Nada me entusiasmaría tanto como vivir plácidamente en Florencia junto con mi mujer y nuestro futuro hijo. Lorenzo ya me ha prometido alquilarme un elegante palazzo por un precio simbólico antes de que Lorena regrese a la ciudad. Ahora ya sé por qué le llaman «el Magnífico». Aun así, me sentiría más seguro si contara con un pequeño capital propio. Afortunadamente, Lorenzo me convirtió en socio de la Tavola Medici de Florencia con derecho a un cinco por ciento de los beneficios anuales. ¿Sabes en qué fecha se suelen repartir y qué cantidad podría percibir aproximadamente?
—De acuerdo con los contratos, tanto esta tavola como todas las sucursales y sociedades controladas por los Medici deben cerrar sus cuentas el 24 de marzo, fecha en la que se calculan los beneficios anuales. Como cualquiera puede comprobar, apareces inscrito en el registro del arte del cambio como socio de la Tavola de Florencia. Desgraciadamente, y me gustaría equivocarme, este año no cobrarás nada.
—¿Por qué? —preguntó casi en tono de protesta Mauricio.
—Por algo tan elemental como que la Tavola de Florencia tiene pérdidas. Además, antes de repartir beneficios, las prácticas contables exigen restar los importes de aquellos préstamos cuya recuperación sea dudosa. A la vista de los libros oficiales, es probable que hasta dentro de mucho tiempo no sea posible repartir ni un florín. Y llegado el momento serán los socios mayoritarios quienes decidirán si es más conveniente distribuir el dinero sobrante o reinvertirlo.
Mauricio se sintió tan abatido como confuso.
—Aunque los números de esta tavola arrojen pérdidas, la banca Medici tiene intereses y sociedades por toda Europa. Es un imperio comercial y financiero. No puedo creerme que sus números sean negativos.
—Vayamos por partes, Mauricio. Tú sólo eres socio de la tavola florentina. El resto de los bancos y los negocios donde Lorenzo Medici ostenta una participación mayoritaria son entidades jurídicamente independientes unas de las otras. Es una ingeniosa fórmula legal que le permite al Magnífico controlar todas las sociedades al tiempo que limita los riesgos. Así, pongamos por ejemplo, en caso de que la Tavola de Brujas cayera en la bancarrota y los acreedores pudieran reclamarle miles de florines, los únicos bienes que podrían ejecutar serían los que poseyera esa sucursal. El resto de las entidades en las que participa Lorenzo no responderían de las deudas que hubiera dejado el banco de Brujas. ¿Entiendes? En lo que a ti respecta, eso significa que te interesa exclusivamente la marcha de esta tavola, porque en las otras sociedades no posees participación alguna.
Mauricio se hundió en oscuros pensamientos. Su actual nivel de vida dependía por completo de la generosidad de Lorenzo. Siempre había sospechado que no era únicamente oro lo que relucía en la oferta de Lorenzo por su anillo y ahora ya lo había descubierto. Más le valía que el Magnífico resistiera en el poder, porque de otro modo no le podría ofrecer a Lorena y a su hijo más que la miseria. Mauricio respiró hondo e intentó encontrar algo a lo que agarrarse. Necesitaba desesperadamente un negocio o dar con una idea con la que ganar dinero, en previsión de que Lorenzo desapareciera. Montar una industria de telares semejante a la que su padre tenía en Barcelona era una opción, pero necesitaba un capital del que carecía, pues sin una fuerte inversión inicial era imposible enfrentarse a la competencia en Florencia, la capital de la moda. Por otro lado, si Lorenzo era derrocado, él sería inmediatamente destituido de su puesto en el banco, un negocio que cada vez le inspiraba más y más dudas.
—Llevo viviendo aquí algunos meses —dijo Mauricio en tono pausado—. Gracias a ti ya puedo transcribir asientos contables, analizar balances y las últimas cartas comerciales que he redactado no han precisado ninguna corrección. No obstante, hay algunos asuntos que me preocupan.
—Aprovecha que estoy de buen humor y pregunta, en vez de quejarte tanto —le reprendió Bruno amistosamente.
—Prestar dinero con interés es un pecado de usura castigado con el Infierno. ¿No es algo así a lo que se dedica nuestro banco?
—No te equivoques —sonrió Bruno—. Yo también soy cristiano y no querría exponer mi alma a permanecer chamuscada durante toda la eternidad, particularmente en estos días tan peligrosos que vivimos. Afortunadamente, estamos inscritos en el muy honorable gremio del «Arte del Cambio». Cambiar moneda, que es lo que nosotros hacemos, no es dejar dinero. Pongamos que un comerciante quiere cobrar una cantidad en Brujas. Ningún problema. El comerciante nos deja aquí el dinero en florines y nosotros le expedimos una letra de cambio a su nombre en moneda flamenca. Cuando llegue a Brujas no tiene más que presentar la letra en nuestra sucursal y hacerla efectiva. Naturalmente, por el servicio de cambiar monedas a través de letras de cambio cobramos una comisión, habitualmente el 25 por ciento, pero el comerciante obtiene un beneficio inestimable: el dinero viaja sin riesgo, ya que al ser la letra nominativa, en caso de robo los salteadores no pueden cobrarla. Si viene un comerciante extranjero a Florencia y quiere cambiar al momento su moneda en florines, también le cobramos una comisión. En este caso sería más barata, entre el 8 y el 10 por ciento, puesto que no ofrecemos el servicio de letra de cambio. Observa que aquí tampoco hay préstamo, por lo que es imposible que exista la usura. Puedes estar tranquilo, porque estos argumentos los respaldan la mayoría de los teólogos.
—¿Y las casas de empeño? —inquirió Mauricio.
—¡Ah, eso es algo completamente diferente! —exclamó Bruno—. No están inscritas en el «Arte del Cambio» y sus prácticas sí incurren en el pecado de usura. Como los prostíbulos, las casas de empeño son un mal necesario en nuestra sociedad, pero los prestamistas son peor vistos que las meretrices. Dejan dinero a cambio de un interés y se quedan en prenda joyas, ropas, muebles y hasta los útiles de trabajo. No pueden pertenecer a ningún gremio y la mayoría de las licencias se conceden a judíos, pues, ¿qué cristiano querría trabajar en contacto permanente con el pecado mortal? No encontrarás a un sólo florentino de bien que no desprecie a los prestamistas. Por el contrario, los banqueros que practican el arte del cambio son respetados por toda la sociedad. Incluso el Papa y la curia trabajan con ellos, y no es infrecuente que a los familiares de los banqueros más prominentes se les nombre cardenales u obispos.
Mauricio se vio sacudido por ciertos pensamientos que acudían en tropel a su cabeza. Él estaba trabajando en una institución honorable, gracias a que antepasados judíos suyos habían obtenido un valiosísimo anillo, probablemente a través del préstamo con usura. ¿No era eso semejante a estar encaramado sobre la rama de un árbol cuyas raíces estuvieran podridas por el pecado? Y en ese caso, ¿qué castigo le esperaba? Irónicamente, si Lorenzo caía y deseaba abrir un pequeño negocio, debería recurrir a las denostadas casas de empeño, pues había observado que los bancos sólo concedían préstamos a las personas solventes.
—Los grandes bancos, como el de los Medici, dejan grandes sumas de dinero a emperadores y al mismísimo Papa. ¿No hay ahí usura? —preguntó Mauricio, buscando la trampa que tan bien solían ocultar los florentinos bajo el manto de las bellas palabras.
—En absoluto. Cuando la banca Medici presta miles de florines a los poderosos, lo hace siempre sin interés alguno. Es más, habitualmente ni siquiera solicita la devolución de lo prestado. Ya el gran Cosimo de Medici prohibía reclamar esas cantidades, argumentando que en tal caso se corría el riesgo de perder tanto el dinero como la protección del amigo. Y no le faltaba razón. Porque quizá ni el Papa ni el duque de Milán reintegren el dinero recibido, pero sus favores superan muchas veces el importe de lo prestado. ¿O no se beneficiaron los Medici cuando el Papa les concedió la gestión exclusiva del monopolio del alumbre? ¿O no han estado a disposición de los Medici las tropas de Milán cada vez que ha existido riesgo de revuelta interna en Florencia? Amigo, a veces pienso que los préstamos sin interés esconden un interés mayor que el de la usura. Sin embargo, el intercambio de favores entre poderosos no está prohibido. Ahora bien, si hablamos de pecado yo estaría menos tranquilo en caso de ser uno de los grandes clientes que depositan importantes sumas a plazo fijo en los bancos, aunque doctores tiene la Iglesia…
—¿A qué te refieres? —inquirió Mauricio, al que la sofisticación de las altas finanzas empezaba a recordarle la frase de Jesucristo en la que advertía de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos.
—En Roma, donde el dinero corre a raudales, muchos cardenales depositan su capital a plazo fijo, habitualmente un año, en una entidad bancaria. Legalmente es un préstamo sin interés. La realidad es que antes de finalizar el año, el banco les suele obsequiar con regalos que casi nunca bajan del diez por ciento de la cantidad de dinero depositada. Naturalmente es un regalo discrecional, pero si los clientes no están contentos, al finalizar el plazo pactado retiran su dinero y lo ingresan en otro banco. Es decir, que gente muy rica, entre la que se cuentan prohombres de la Iglesia, prestan dinero a los bancos y reciben una remuneración (llámale interés) con su mano izquierda, sin que la derecha se aperciba de lo que ocurre. Ahora bien, si los propios cardenales coinciden en que eso no es un pecado, porque únicamente reciben regalos discrecionales, ¿quién soy yo para opinar lo contrario?
Mauricio constató que la banca, la teología y los intereses de los poderosos configuraban un sistema financiero un tanto arbitrario. Tal vez no hubiera pecadores, sino personas mal asesoradas.
—Ya veo —musitó Mauricio, no del todo convencido—. Nosotros únicamente cambiamos monedas, ya sean de otras ciudades o de la propia Florencia, ¿no es así?
—Exacto. Por cambiar florines de oro a piccioli de plata o viceversa también cobramos una comisión, sin que exista rastro de usura por dicho servicio.
Mauricio ya se había acostumbrado al doble sistema monetario establecido en Florencia: los florines de oro empleados por las clases altas; y los piccioli de plata, utilizados por el popolo minutto. Para las operaciones de cierta entidad se empleaba el florín oro, mientras que la mayoría de los sueldos y las compraventas al por menor se pagaban en piccioli de plata.
—Quizá no hay usura —replicó Mauricio—, pero como el tipo de cambio es fluctuante y lo decide la Signoria, cuyos cargos copan las clases altas, he comprobado en los registros oficiales que periódicamente se devalúa el piccioli de plata en beneficio del florín oro. Así, con esta trampa legal, los pobres son cada vez más pobres, y los ricos, más ricos.
—Ya lo dijo Jesucristo: «Siempre habrá pobres entre vosotros». Es cierto que el sistema no es justo, pero nunca en la historia han existido tantas posibilidades de ascender en la escala social como en el presente. No tienes más que observar: artistas independientes que cobran sus trabajos a precios exorbitantes, familias que iniciaron pequeños negocios uniendo capitales o pidiendo prestado a las casas de usura y que ahora nadan en la abundancia, pequeñas sociedades que fundaron bancos con cantidades modestas y que hoy son imperios comerciales… Hay que arriesgar para ascender, porque los sueldos sólo permiten malvivir.
El problema, se dijo Mauricio, era disponer de un pequeño capital inicial, encontrar una buena oportunidad y que la suerte fuera propicia. Su ánimo se contagió del optimismo de Bruno. Debía ser positivo, aprender y estar atento para poder aprovechar las oportunidades. Si otros lo habían conseguido, ¿por qué no él? Lorena y su futuro hijo lo necesitaban. No podía defraudarlos.