34

Villa di Ginori, 2 de noviembre de 1478

—Ayer cayó Monte Sansovino —anunció Francesco dramáticamente.

Lorena, como su padre, lamentaba haber perdido otro enclave defensivo, pero estaba feliz por compartir el almuerzo junto con Mauricio. Con él se encontraba más segura. Y es que ahora sentía que era tres personas: ella, su futuro hijo y Mauricio.

—Nuestro gran capitano ni siquiera acudió a defenderla —se lamentó su hermano Alessandro—. Me pregunto quién le paga más: si nosotros o nuestros enemigos.

Lorena consideró que el engaño era inherente al ser humano. De hecho, ella se había casado gracias a un ardid de su madre, quien se arriesgó a mentir a su esposo asegurándole que llevaba ya dos meses sin pérdidas, cuando ni siquiera habían transcurrido cinco semanas. Ante un escándalo semejante, su padre había maniobrado velozmente para concertar el matrimonio con Mauricio. La ceremonia había sido más que íntima, cicatera, y más lóbrega que solemne, pero el matrimonio había sido bendecido a los ojos de Dios. Para que la alegría fuera absoluta, finalmente se había confirmado su deseado embarazo.

—¿Por qué os fiáis de ejércitos mercenarios? —preguntó Mauricio—. Su única lealtad es el dinero. Si los propios florentinos fuéramos los que combatiéramos, a buen seguro que ya hubiéramos plantado cara a los ejércitos papales y a los napolitanos.

—Tú no eres florentino —comentó despectivamente Alessandro.

—Nosotros somos comerciantes, no soldados —apuntaló el padre de Lorena—. Siempre hemos pagado a quien combate en nuestro nombre, y hasta el momento nos han bastado las armas contratadas.

Lorena sufría por el trato que su familia le dispensaba a Mauricio. Aunque era su marido, le menospreciaban. Para ellos, era un joven extranjero sin categoría ni mérito. Afortunadamente, su esposo estaba imbuido de un optimismo inexpugnable. Comprendía que su azaroso embarazo no le hubiera granjeado demasiadas simpatías, y que su posición social no era la ambicionada por su padre. No obstante, estaba persuadido de que ese resentimiento soterrado era una tormenta de verano que escamparía a no mucho tardar, en cuanto les demostrase su auténtica valía.

—Pero hay que reconocer —apuntó Flavia, su madre, tendiendo un puente con Mauricio— que en esta contienda nuestros defensores no están a la altura de nuestros florines.

—Es por culpa de ese traidor, el duque de Urbino —se lamentó su padre—. Florencia siempre le había contratado a él para dirigir nuestros ejércitos. Es el mejor condotiero. Desgraciadamente los oros del Papa brillan más que nuestros florines, por lo que ahora el conde es nuestro adversario en lugar de nuestro aliado.

—¿Y qué ocurrirá en el caso de que el enemigo alcance las murallas de Florencia? —preguntó Mauricio.

—Eso no sucederá —afirmó Alessandro—. Pero si así fuera, sabríamos defender bien nuestra ciudad.

—Siempre que no alcanzáramos antes un acuerdo con los sitiadores —comentó irónicamente Flavia, su madre—. No por nada los florentinos somos admirados por nuestra habilidad negociadora.

Lorena sintió cómo disminuía la tensión de su espalda cuando los sirvientes retiraron la sopa de verduras, zanahorias y nabos. Mauricio había conseguido alzar la cuchara con elegancia hasta su boca, sin inclinar demasiado la cabeza, pero sólo ella sabía el esfuerzo que había tras su aparente naturalidad.

—De momento podemos darnos con un canto en los dientes —afirmó Alessandro—. Es un milagro que con este capitano, preocupado exclusivamente en mantenerse siempre a dos días de distancia del temible duque de Urbino, no estén aquí ya las tropas enemigas.

—Quizá los florentinos no sean los únicos que sepan de negocios —sugirió Mauricio—. Al fin y al cabo, el duque de Urbino es también un mercenario que se vende al mejor postor. Cuanto más dure la guerra, más le tendrán que pagar.

—El tiempo, y no nuestras especulaciones, pondrá a cada quién en su sitio —cortó Alessandro—. Cambiando de tema. ¿Has pensado ya dónde comprarte una villa?

Aquello era un golpe bajo, pensó Lorena. Alessandro sabía perfectamente que Mauricio no disponía de dinero suficiente para adquirir una casa en el campo.

—Todavía no la necesitamos —respondió Mauricio, como si pudiera adquirirla en cualquier momento—. Lorenzo precisa de mí en Florencia. Además, mientras dure la peste, considero que mi esposa estará mejor atendida con vosotros que en otra villa donde no pudiera brindarle compañía. Sobre todo teniendo en cuenta su estado de buena esperanza.

La respuesta agradó a Lorena. Su marido demostraba autocontrol al no picar el anzuelo, y así evitaba abrir nuevas batallas en la guerra familiar, que terminaría sin necesidad de insultos ni disputas, tan pronto como tuviera a su primer hijo y Mauricio se hiciera perdonar el pecado de no contar con fortuna ni prestigio de la única manera admisible: escalando peldaños en la endogámica sociedad florentina. Ya se encargaría ella de seguir enseñando a Mauricio las mejores maneras en la mesa, que en lo demás podía dar clases de señorío al maleducado de su hermano.

—Esperemos que acabe pronto la peste y también la guerra —terció su madre, introduciendo otro tema de conversación destinado a aunar voluntades.

—Sí —convino Francesco—. Porque de otro modo no sé cuánto tiempo resistiremos. Para poder pagar a nuestro ejército, Lorenzo se ha visto obligado a subir los impuestos. Y teniendo en cuenta la crisis que estamos padeciendo, algunas familias lo están pasando muy mal.

Lorena pensó que, en realidad, la idea de Mauricio de contar con un ejército propio era excelente, puesto que así Florencia no tendría que dedicar enormes cantidades a mercenarios extranjeros, cuya única lealtad reconocida era el dinero. Sin embargo, se abstuvo prudentemente de realizar ninguna observación.

—Desde luego la situación es grave —corroboró Alessandro—. Con las tropas pontificias y napolitanas rodeando nuestro territorio, los comerciantes no podemos transportar nuestras mercancías por tierra. Y fletar barcos es más peligroso cada día que pasa, ya que atacar navíos bajo bandera florentina se considera un acto legítimo de guerra. Si esto sigue así, muchos comerciantes quebrarán y los empleados se quedarán sin trabajo.

—Tú trabajas en la banca Medici y tienes acceso a Lorenzo —apuntó Francesco dirigiéndose a Mauricio—, ¿qué cartas escondidas puede jugar el Magnífico?

Lorena se sintió enormemente satisfecha de que por primera vez su progenitor se dirigiera a Mauricio en busca de respuestas que ellos ignoraban. Eso significaba, implícitamente, un reconocimiento a su posición.

—Como bien sabéis, Lorenzo está pagando de su propio bolsillo a tres mil mercenarios. No obstante, su atención se centra en convencer a Milán y a Venecia para que nos envíen tropas adicionales de ayuda. La energía y tiempo que dedica a este propósito es incesante. De momento los resultados son escasos, pero si hay alguien capaz de convencer a cualquiera, ése es Lorenzo.

Lorena miró a Mauricio y deseó más que nunca sentir sus abrazos. Gracias a Dios hoy podría ver cumplido su deseo al acabar la comida. Ojalá en un futuro próximo pudiera disfrutar de esa dicha diariamente. Se encomendó a la Virgen y le prometió que sería su más fiel y humilde servidora si todos los que estaban comiendo en aquella mesa se salvaban de la peste y la guerra.