Los recargados trajes de cola bordados con pedrería dificultan los movimientos tanto que acelerar el paso suele desembocar en el ridículo. Consciente de ello, Lorena caminó muy lentamente, mostrando el gesto sereno de quien no tiene necesidad de apresurarse.
La alegría era tan inmensa que temió que las lágrimas se derramaran sobre su rostro con la impetuosidad de un torrente. Haciendo acopio de valor, contuvo sus emociones, puesto que cualquier pequeña vacilación hubiera sido malinterpretada por el escaso público asistente a su boda. Y es que en Florencia las mujeres realizaban la exhibición pública más importante de sus vidas durante el corto trayecto que iba desde la puerta hasta el altar nupcial de la iglesia. Habitualmente, el interior estaba repleto de invitados, y los familiares se esforzaban hasta el límite de sus posibilidades para que el vestido de la novia reflejara el honor de su linaje. Ése no era el caso, pese al carácter casi sagrado de ambas tradiciones.
Su padre, contraviniendo las normas sociales, no se había gastado ni un florín en su atuendo, y había dejado que fuera Mauricio quien se hiciera cargo de tan delicada tarea. Lorena estaba segura de que con tal proceder Francesco pretendía dejar en ridículo a su prometido, ya que no era posible confeccionar un vestido digno en el brevísimo lapso de tiempo con el que había contado: ¡tan sólo una semana! Ni siquiera los talleres de su padre, trabajando día y noche, hubieran conseguido más que un resultado mediocre. Aquél era el otro motivo por el que su progenitor se había desentendido del vestido de novia. Una cosa era consentir un enlace apresurado, para eludir así el escándalo de un hijo nacido antes de cumplirse seis meses desde la boda, y otra muy distinta dejar en mal lugar el prestigio de la firma Ginori.
Sin embargo, Mauricio había asombrado a todos, y hasta Lorena dudaba de que no fuera en realidad un mago, puesto que le había regalado un vestido capaz de encandilar a la más vanidosa y exigente de las mujeres. La mayoría de las novias solían lucir giorneas con mangas cosidas, en lugar de cioppas de una sola pieza cuya confección requería mucho más tiempo y habilidad. Lorena no sólo portaba una elegante cioppa de seda carmesí, sino que el brocado de la tela conformaba un bellísimo espectáculo visual en la que se fundían el día con la noche.
En la parte central, un pequeño sol de oro bordado bajo los hombros iluminaba el vestido con su fulgor. Emulando tal brillo, gemas incrustadas simulaban el vuelo de un águila hacia el astro rey. Diseminadas alrededor del dorso de la cioppa, numerosas perlas representaban el trazado de la constelación Acuario, el signo zodiacal de su nacimiento. Sobre la cabeza, un delicioso tocado compuesto de plumas y plata realzaba la belleza de su pelo trenzado. Un cinturón de seda satinada y unos zapatos de terciopelo completaban la vestimenta.
Únicamente otra firma, aparte de la de su padre, podría haber realizado un trabajo tan exquisito: la bien conocida y estimada casa del maestro Giovanni Gilberti. Mauricio, sopesó Lorena, estaba adquiriendo maneras florentinas. Por un lado, su padre no tendría más remedio que admirar y alabar el fabuloso vestido que tan orgullosamente exhibía. Por otra parte, que su máximo rival comercial hubiera confeccionado el traje de novia de su hija constituía una vergonzosa afrenta. Nadie hubiera podido prever una jugada tan refinada, porque la elaboración de una obra de arte semejante implicaba necesariamente muchas semanas de duro trabajo, amén de una verdadera fortuna. ¿Cómo había conseguido Mauricio algo así? Esa misma pregunta debía perturbar el ánimo de su padre, cuya rabia sólo se vería mitigada al considerar los escasos testigos de tamaña humillación.
En efecto, en el día de su boda, Lorena no había acudido paseando sobre un corcel blanco desde su casa a la de su futuro esposo tal como indicaba la tradición. Las concurridas calles de Florencia, acostumbradas a ser testigos de las alianzas matrimoniales, habían permanecido ajenas a su nueva condición. Tampoco estaban presentes en la iglesia ni el color ni la alegría con las que tanto había disfrutado en otros enlaces. Ni siquiera sus mejores amigas habían acudido. Con la excusa de que la peste y la premura no aconsejaban celebraciones multitudinarias, su padre había resuelto celebrar una sencilla ceremonia en aquella pequeña y apartada ermita; únicamente habían invitado a los familiares más cercanos.
No era la boda soñada por ninguna mujer, pero el lóbrego convento en el que se hubiera marchitado sin otra compañía que las monjas de clausura ya no era más que un edificio en el que nunca entraría. Mauricio la aguardaba al final del pasillo. Ahí estaban depositadas sus esperanzas, ilusiones y anhelos; aunque también el miedo ante un futuro tan incierto como desconocido.
Mientras avanzaba hacia el altar, Lorena observó de reojo al único invitado del novio: Leonardo da Vinci captó su fugaz mirada, sonrió imperceptiblemente y continuó dibujando en uno de aquellos cuadernos envueltos en cuero que siempre portaba consigo. ¿Estaría retratando las expresiones de los presentes, los pequeños detalles del oro entretejido en la seda o, acaso, el movimiento de los pliegues de su falda? Probablemente estuviera registrando todas las imágenes captadas por su penetrante mirada con esa precisión y meticulosidad tan características de Leonardo, puesto que era el propio Lorenzo de Medici quien le había encargado un cuadro que inmortalizara la ceremonia nupcial.
A Lorena le hacía muchísima ilusión conservar un recuerdo pictórico de su boda. Su padre, por el contrario, no compartiría el entusiasmo por una pintura en la que toda Florencia pudiera contemplarla vestida por la casa Giovanni Gilberti. Todavía le gustaría menos averiguar que había consentido en que su hija se casara a partir de una mentira.
Y es que su madre había engañado a Francesco: le había asegurado que la falta no era de cinco semanas, sino de dos meses. Por consiguiente, su padre había concluido que sólo una boda apresurada podía salvar a los Ginori de una vergüenza mayor. Lorena se preguntó qué ocurriría si finalmente no estaba embarazada.
El futuro traería sus propias respuestas, se dijo. La única pregunta que debía responder ahora era la que le formulaba Dios a través del sacerdote. ¿Aceptaba a Mauricio como esposo en las alegrías y en las penas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y la enfermedad, hasta que la muerte los separase?