El Magnífico miró las estrellas que cubrían el techo de la capilla Medici en la iglesia de San Lorenzo, «su iglesia». Los astros le habían elegido para ser el abanderado de los Medici, y su abuelo Cosimo, pater patriae de Florencia, le había explicado desde muy pequeño los términos en los que se desarrollaba la partida. Le habían educado desde niño para que recayera sobre sus hombros el peso del poder y la responsabilidad. Lo había asumido con naturalidad y jamás le había temblado el pulso a la hora de tomar decisiones.
No obstante, en días como aquél, el ejercicio del poder se le antojaba un manto demasiado pesado, como si debiera portar sobre su cabeza una corona de oro repleta de espinas.
Habían encontrado muerto a Adolfo Bennedetti, su amigo, el joven y prometedor artista. Su cadáver flotaba en el río Arno. Nunca más compondría una canción, ni jamás volvería a pintar. Sus manos ya no llenarían el silencio con exquisitos acordes musicales, ni plasmarían en un lienzo en blanco las imágenes evocadas por su fértil imaginación. Sobre su pecho, alguien había grabado a fuego: «Tus horas están contadas». Lorenzo sabía quiénes habían sido sus verdugos. Días atrás, el joven Adolfo había asegurado poder averiguar algo importante sobre los «resplandecientes».
Lorenzo había atribuido las palabras de su amigo a su conocida propensión a fabular, aunque, por si acaso, le había advertido que fuera prudente y que no diera ningún paso sin consultarle antes. Lamentablemente, no le había hecho caso y ahora estaba muerto.
Ese execrable asesinato era también una puñalada a distancia dirigida contra él. Lorenzo ansiaba acabar con aquella siniestra sociedad secreta. Los resplandecientes, estaba convencido de ello, eran los titiriteros que habían manipulado a los Pazzi, y al mismísimo Papa, para acabar con los Medici. Por su culpa, su hermano Giuliano y el joven Adolfo habían muerto.
Si quería hacer honor a su apodo no debía permitir que sacrificaran a ningún otro inocente. Xenofon Kalamatiano, su temido jefe de espías, debería intensificar su red de escuchas entre las principales familias florentinas, e incluir entre su lista de protegidos a todos los artistas y humanistas de la Academia Platónica. Aquél era un trabajo titánico que requeriría enormes recursos, pero si se atrevían a intentar otro golpe, estarían preparados, los detendrían y tirarían del hilo hasta desmantelar a esa escurridiza organización. Lorenzo consideró la posibilidad de que Mauricio estuviera también en su punto de mira… Hasta el momento, los resplandecientes se habían agazapado bajo las sombras y sólo habían actuado guiando la mano de los Pazzi para asestar un golpe decisivo, y más recientemente para protegerse de lo que Adolfo hubiera podido revelarle. No parecía probable que cambiaran repentinamente de estrategia y comenzaran a cometer violentos crímenes sin necesidad.
Sin embargo, tampoco se podía descartar que intentaran desestabilizarle atacando a sus amigos. Lorenzo resolvió dotar a Mauricio de una protección tan discreta como eficaz. Le había mostrado su favor de muchas maneras, y tal como estaban las cosas, eso podía ser suficiente para convertirle en un objetivo. Sin ir más lejos, recientemente se había implicado personalmente para que Francesco Ginori diera su consentimiento al matrimonio de su hija con Mauricio y había recurrido a sus influencias para encargar un regalo tan espectacular que convertiría a Lorena en la envidia de todas las novias de Florencia.