—¡Vaya seductor tenemos en palacio! —exclamó Lorenzo de Medici, en tono jocoso—. A partir de ahora deberé llamarte messer Irresistible.
Lorenzo no sólo trataba de rebajar la tensión con sus comentarios desenfadados, sino que aquello parecía producirle auténtica hilaridad. El Magnífico le dio fraternales golpecitos en la espalda mientras apuraban otro vaso de vino.
—Así que Lorena te ha preferido a ti en lugar de al noble Luca Albizzi. Brindemos por ello. ¡Que no se diga que nos falta encanto a los hombres que habitamos en este palacio!
Mauricio observó a Lorenzo a la luz de las antorchas que iluminaban el comedor. Su sonrisa era franca y sus ojos brillaban con inteligencia, aunque de ningún modo era un hombre guapo. Pese a ello, era vox populi que las mujeres encontraban en la fealdad animal del Magnífico un afrodisiaco irresistible.
—Me temo —dijo Mauricio— que el padre de Lorena no me encuentra encantador precisamente.
—No me extraña. Si algún hombre se atreviera a hacer algo así con mis hijas —comentó teatralmente Lorenzo—, le colgaría después de haber ordenado que le quebrantaran los huesos con el strappado. Mas no te alarmes. Francesco Ginori no osará ni pensar en algo semejante, pues sabe que eres mi protegido. Y aunque no lo fueras, tampoco le conviene decir ni hacer nada si quiere salvaguardar el honor de su familia.
Mauricio estaba contento de haberse atrevido a solicitar de Lorenzo unos minutos de conversación cuando el resto de los comensales se levantaban de la mesa. Necesitaba contarle a alguien lo que le había sucedido. ¿Y quién mejor que el Magnífico para escucharle y aconsejarle?
—Por cierto, ¿estás seguro de querer casarte con Lorena? —preguntó Lorenzo—. Lo digo porque eres aún muy joven para contraer matrimonio. Te habla la voz de la experiencia…
—Sí, sí —exclamó Mauricio con entusiasmo—. Tras lo ocurrido entre nosotros, es la única alternativa honorable para una dama. Además, no dejo de pensar en Lorena, y su ausencia me sumerge en la zozobra. Tales emociones no se pueden controlar ni elegir, son ellas las que mandan.
—A ver si al final vas a resultar un poeta que me haga sombra —bromeó el Magnífico, conocido por ser una de las mejores plumas de Italia—. Te lo preguntaba porque en Florencia no es usual que alguien como tú se case a los veintiún años. La mayoría de los gentilhombres esperan hasta haberse labrado su fortuna antes de acceder al mercado matrimonial, lo que suele ocurrir pasados los treinta años. Y es que el enlace marital define el honor tanto de la persona como de su familia ante la sociedad. Por eso son tantas las cualidades que un florentino busca en una mujer: juventud para que le bendiga con muchos hijos; una buena dote que mida la valía que le dispensa la familia de la esposa; hermosura que alegre la casa con su belleza; y buenas conexiones familiares, imprescindibles para prosperar y, a veces, hasta para sobrevivir. Lógicamente la familia de la novia, a cambio de ceder semejante joya, exigirá que el pretendiente tenga riqueza, carisma y las mejores relaciones entre la sociedad florentina. Un hombre de talento puede lograr todo lo anterior, pero difícilmente antes de los treinta.
—Tú tienes veintinueve y hace ya varios años que te casaste —señaló Mauricio.
—Bueno —sonrió Lorenzo—. Mi caso es diferente. Mi familia era riquísima y gobernaba Florencia. Podía aspirar a cualquier esposa y debía casarme por el bien de la familia. Era una cuestión de Estado, no una decisión personal. Como tristemente has podido comprobar, nuestra seguridad se basa también en el número. Si en vez de ser dos hermanos hubiéramos sido siete, por ejemplo, nadie se hubiera planteado eliminarnos del poder asesinándonos a todos a la vez. Era vital que yo asegurara la descendencia Medici cuanto antes.
Mauricio detectó cierta amargura en la voz del Magnífico, que, al modo de Dante Alighieri con Beatriz, tenía desde muy joven una musa a la que platónicamente le dedicaba hermosos poemas. El poder también impone sus grilletes, reflexionó Mauricio. Y es que Cosimo de Medici había educado a su nieto Lorenzo desde niño para que fuera el continuador de la dinastía. Los muchos talentos que pronto mostró Lorenzo, junto con las enfermedades físicas de su padre, el infortunado Piero de Medici, apuntaban en esa dirección. De hecho, Lorenzo comenzó a gobernar con tan sólo veintiún años, tras la prematura muerte de su padre. Sin embargo, había una pieza que no encajaba: ¿por qué Lorenzo no había permitido que su hermano Giuliano se casara, pese a haber cumplido ya los veinticinco en el momento de su asesinato? Si la familia Medici necesitaba nuevos miembros, el matrimonio parecía la solución óptima. Mauricio se abstuvo de formular una pregunta tan incómoda y se centró nuevamente en su problema personal.
—¿Qué me aconsejas? —inquirió, como una mera fórmula de cortesía que mostrara su respeto por el Magnífico, pues su corazón no albergaba dudas. Sus abuelos paternos, a los que nunca había llegado a conocer, habían fallecido a manos de salteadores de caminos; su madre, al darle a luz; y su padre, que había guardado luto hasta su triste final, no le había regalado ningún hermano. Pese a ello, o precisamente por ello, la máxima ambición de Mauricio era formar una gran familia. Desposarse con Lorena y empezar una nueva vida en Florencia colmaba sus más profundos anhelos.
—Si me permites aconsejarte, te diría: espera, no te apresures, la vida es muy larga. Mas si contra mi sugerencia deseas casarte, entonces te ordeno guardar silencio.
Mauricio, sorprendido, no dijo ni una palabra mientras un sirviente portaba una nueva jarra de vino y retiraba la que ya estaba vacía.
—Las paredes oyen —comentó Lorenzo cuando el camarero se hubo retirado—. En tus ojos leo la locura del amor. Discreción. Ésa es la primera cautela que debes tener si deseas casarte. Lorena te dijo que su familia quería desposarla con Luca Albizzi. No lo dudo, pero en ese caso era un secreto entre los Ginori y Luca Albizzi. Es más, estoy absolutamente convencido de que se habían tanteado, aunque sin comprometerse explícitamente a nada.
—¿Cómo puedes estar seguro de lo que afirmas? —preguntó Mauricio, extrañado.
Lorenzo bebió un vaso del vino recién traído y le miró con ojos pícaros. Parecía que la conversación con Mauricio le sirviera para evadirse de la terrible tensión a la que estaba sometido en aquellos días tan difíciles.
—Ya te he dicho que, en Florencia, las paredes oyen: yo tengo oídos en casi todas ellas. Entre las clases altas no se celebra ningún matrimonio sin que, con la máxima discreción, lo vea con buenos ojos. Así impido que se produzcan alianzas familiares potencialmente peligrosas para el buen gobierno de esta ciudad. Siempre hay algún amigo de las familias implicadas que me comenta, a mí o a alguien de mi máxima confianza, la posibilidad de tal o cual enlace. Una sonrisa, una mirada o un ligero comentario son suficientes para que sepan si el matrimonio es o no de mi agrado. No existe ninguna ley al respecto, si bien nadie se arriesgaría a desafiarme con un enlace que pudiera enojarme.
—¿Qué ocurriría en un caso semejante? —quiso saber Mauricio.
—El matrimonio se celebraría, desde luego, porque yo no soy más que un simple ciudadano particular. No obstante, pudiera acontecer que las familias que así hubieran actuado dejaran de ser elegidas en los cargos institucionales de Florencia que, como ya conoces, rotan por sorteo periódicamente. Y tampoco sería de extrañar que por pura coincidencia un inspector de tributos descubriera que no han venido declarando lo debido. Ya se sabe: Florencia es una República que se mantiene gracias a las contribuciones equitativas de sus ciudadanos. En casos de fraude, el Estado debe ser inflexible, aunque ello signifique la ruina de alguna prestigiosa familia florentina. La ley es dura, pero es la ley.
Mauricio se sintió un tonto por haberle planteado aquella pregunta al Magnífico. Ya llevaba el suficiente tiempo en Florencia para estar al corriente de cómo funcionaban las cosas. Los Medici gobernaban sin portar corona gracias a un engranaje delicadísimo en el que centenares de favores y conexiones mutuas les aseguraban el apoyo de las familias más poderosas. El resultado final era mucho mejor que el de otros Estados, pues Lorenzo dependía en última instancia del favor popular, contrariamente a otros reinos donde los tiranos se imponían por la fuerza de sus armas.
—Comprendo —afirmó Mauricio, que se sirvió otra copa de la nueva jarra de vino—. Ahora bien, ¿no sería posible que los Ginori y Luca hubieran pactado ya todos los pormenores del matrimonio y todavía no lo hubieran sometido a tu consideración?
—No —afirmó rotundamente Lorenzo mientras sus dedos tamborileaban sobre la mesa de roble—. Los Albizzi fueron expulsados de Florencia por mi abuelo Cosimo. A Luca Albizzi le he permitido regresar, pero no puede cometer errores. En Florencia no hay nada más importante que el honor. Proponer matrimonio a alguien y no tener éxito es una afrenta que provoca gran deshonra. Luca sabe que antes de adquirir un compromiso debe consultar discretamente mi parecer. De lo contrario se arriesgaría a que una vez comprometido no diera satisfacción a sus deseos. Jamás querría pasar por una humillación tan terrible. Por eso te recomendaba cautela. No comentes a nadie ni tu lance con Lorena ni el posible interés de Luca por ella. Así el honor de ambos permanecerá intacto. Según el Talmud es tan grave matar a una persona como asesinar su fama. Y, en mi opinión, quizás esto último sea peor.
A Mauricio le extrañó la referencia al Talmud, un texto judío, pero comprendió perfectamente lo que quería decir el Magnífico. Sin embargo, la discreción no iba a ser suficiente para casarse con Lorena.
—Hoy he ido a su casa y un criado me ha comunicado que Francesco Ginori no deseaba verme. Al menos, he podido averiguar que Lorena está en la villa del campo junto con su hermana, aunque no sería prudente por mi parte acudir allí.
—No —confirmó Lorenzo—. Si esta empresa ha de acabar bendecida en el altar, necesitas el consentimiento del padre. Es con él, y no con Lorena, con quien debes tratar. Una cosa tienes a favor: la mercadería ha perdido su valor. Ya no podrán conseguir un enlace adecuado para Lorena. Yo, si lo deseas, intervendré a tu favor. Por desgracia mi posición no es tan sólida como antes. En los últimos días han caído las villas de Radda, Meletuzzo y San Paolo; nuestro capitán, el marqués de Ferrara, demanda más dinero del que tenemos para pagar a los soldados; Florencia sigue excomulgada por el Papa; y ahora la peste… ¿Cuánto tiempo aguantará el pueblo sin volverse contra mí? Mauricio, tú como yo, sólo podemos acometer nuestro mejor combate, aceptando que no está en nuestras manos decidir el resultado…