—¿Nos vamos a morir? —le preguntó Maria.
Lorena se removió en la cama que compartía con su hermana. ¿Así que ella tampoco podía conciliar el sueño? Eso sí que era una noticia. Su hermanita solía caer en redondo nada más meterse en el lecho. Especialmente cuando, como hoy, habían pasado el día en la villa del campo.
—Si Dios quiere, viviremos.
—Cuando hay peste, se muere mucha gente, ¿verdad? —preguntó Maria con la voz aguda e inocente propia de una niña.
—Todo depende de la voluntad del Señor. En ocasiones la plaga no es tan violenta y su guadaña siega tan sólo la vida de unos cuantos desafortunados. Papá y mamá opinan que en la villa del campo estaremos seguras.
—Me alegro. Si muriésemos iríamos al Cielo, donde viviríamos felices, pero prefiero visitarlo cuando sea mayor.
Lorena sonrió con tristeza, protegida por la oscuridad de la noche. No había ninguna vela encendida y hacía tiempo que había anochecido. ¡Ojalá ella tuviera la fe de su hermana en alcanzar el Paraíso!
—Vamos a rezar un padrenuestro y tres avemarías —propuso Lorena—, para pedirle a Dios que nos lleve al Cielo cuando ya seamos muy mayores.
Mientras rezaban las dos juntas, Lorena se acordó del sacerdote con el que se había confesado. Había quedado claro que estaba sordo como una tapia, pues le había impuesto la misma penitencia que de costumbre, cuando sus peores pecados solían consistir en enfadarse con su hermana y robar dulces de la despensa. Lorena había recibido la absolución con alivio, aunque ahora, en mitad de la noche, dudaba de si una confesión así era válida. En cualquier caso, pensó Lorena, el rezar junto con su hermana las reconfortaría a ambas. Al acabar, sólo el canto de los grillos rasgaba el silencio. Maria descansaba adormecida, tranquilizada por las oraciones.
Lorena se quedó con el concierto de los ruidosos insectos como única compañía. Era reconfortante sentir que su hermana la quería y le deseaba lo mejor. Como Alessandro, el mayor, había sido el hijo más celebrado, ambas habían competido desde pequeñas por los restos del amor de sus padres. Las dos eran muy diferentes. Desde pequeñita su hermana había sido mucho más obediente y buena. Quizás era menos rápida en los estudios, pero Maria tenía un sexto sentido que le hacía adivinar lo que cada persona de la familia deseaba de ella. Su hermana hubiera sido capaz de tirarse de un barranco con tal de hacer feliz a su padre. A veces esa actitud hacía que Lorena perdiera los estribos. Y la razón, debía confesarlo, eran los celos. Celos de que su hermana se ganara mayores elogios y afectos de su padre, lo que ocurría frecuentemente. Y es que Lorena consideraba, contrariamente a su hermana, que la debían querer por sí misma con independencia de que no siempre hiciera lo que más complaciera a sus padres. ¿Habían escogido Maria y ella papeles opuestos para sentirse diferentes, aunque en realidad ambas buscasen lo mismo? Más allá de sus frecuentes disputas, Lorena debía reconocer que quería mucho a su hermana. Estuviera o no embarazada, pronto dejaría de compartir cuarto y de dormir con ella. La iba a echar mucho de menos.