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Mauricio escuchó a Marsilio Ficino leer en latín el libro VII de la República, de Platón, mientras sopesaba lo mucho que le quedaba por aprender todavía si pretendía ejercer cargos de responsabilidad en la banca Medici. Únicamente en ese caso podría aspirar a que los padres de Lorena le consideraran digno de ella. Bruno, como asistente del director de la Tavola de Florencia, le enseñaba pacientemente durante horas todo lo necesario para que ese sueño fuera realidad algún día lejano. Ni la doble entrada contable, ni las letras de cambio y de crédito, ni siquiera las comisiones que cobrar por permutar monedas, le resultaban ya conceptos desconocidos. Al menos en teoría. La práctica era mucho más compleja. Un buen banquero debía saber muy bien cómo funcionaban los sutiles engranajes de la amistad, el interés y el poder dentro de la ciudad a fin de autorizar o denegar operaciones. No sólo eso. También era necesario conocer dónde invertir el dinero depositado; cuándo actuar con prudencia y cuándo arriesgar, dominar las complejas relaciones financieras entre las sucursales Medici diseminadas por Europa… Su padre, que siempre había criticado su escaso entusiasmo para implicarse en la gestión del comercio barcelonés de telares, hubiera sonreído irónicamente de conocer el trabajo que estaba llamado a desempeñar. Era una tarea digna de un Hércules moderno, pero de algún modo debía conseguirlo. De momento, debía centrarse en dar pequeños pasos, ir alcanzando objetivos relativamente modestos. Por ejemplo, perfeccionar su latín bajo la guía de Marsilio, un maestro inigualable, tanto por sus conocimientos como por lo ameno de sus enseñanzas.

Mas ¿cómo podía concentrarse si su mente la llenaba Lorena con sus sonrisas, gestos y palabras? Hacía una semana que compartía mesa y juegos con ella gracias a la poderosa mano del Magnífico, que para aliviarse de los rigores del verano había organizado unas jornadas de descanso en su villa de Fiesole, en las colinas del norte de Florencia. Hombres de Estado, consejeros, amigos, artistas y familias allegadas a Lorenzo habían constituido una suerte de corte en su finca del campo. Los Ginori no gozaban del grado de proximidad suficiente para haber sido escogidos, pero el Magnífico, en atención a su amistad con Mauricio, había decidido invitarlos. Y los maestros de ceremonia, debidamente aleccionados habían organizado los diferentes actos de tal modo que estuviera frecuentemente cerca de Lorena.

Comidas, juegos, concursos de relatos y poesía, conciertos, bailes, paseos a caballo… Cualquier actividad o lugar donde estuviera Lorena era para Mauricio una fiesta iluminada por fuegos artificiales danzando al son de exquisitos acordes musicales. Lorena, Lorena, Lorena… Al verla, el mundo resplandecía con unos colores que anteriormente no había llegado a saborear. Mauricio se sentía pleno de vitalidad en su presencia y, espoleado por una euforia embriagadora, había sacado lo mejor de sí mismo en cada uno de los encuentros con Lorena, que habían propiciado momentos extraordinarios. Al menos así lo había experimentado él. ¿Compartiría Lorena sus mismas sensaciones?

Su amor por los relatos de los trovadores le había permitido improvisar, en los concursos de cuentos, sentimentales historias de caballeros andantes que desafiaban aterradores peligros con tal de rescatar a la mujer amada, ya estuviera encerrada en el torreón más alto de un castillo inaccesible, ya permaneciera secuestrada en la sima de una inhóspita gruta por el más terrorífico de los dragones. Mientras escenificaba dichas historias, amenizadas con la música de su laúd, podía adivinar en los ojos de Lorena la inocente fascinación con la que seguía el transitar de los personajes a través de los sinuosos recovecos de su imaginación. Al final, el amor siempre salía triunfante y la feliz sonrisa de Lorena le producía un vértigo semejante al que habría sentido Dante al contemplar a Beatriz.

—Imaginaos unos hombres recluidos en una cueva desde niños —propuso Marsilio—, con las piernas y el cuello encadenados de tal modo que únicamente pudieran contemplar el interior de la gruta sin poder percibir la luz de un fuego que brillara tras ellos. Ésa es la imagen que describe Platón en el mito de la caverna. Pues así somos nosotros —afirmó Marsilio—. Tan limitados como los hombres de las cavernas, no vemos otra cosa que sombras de la realidad.

Mauricio, que enfrascado en sus pensamientos no había atendido a la lectura, encontró en aquella frase oída al azar la oportunidad para hablar y fingir estar prestando atención a Marsilio.

—Nosotros no estamos encadenados —protestó Mauricio—. Ningún grillete nos retiene por el cuello impidiendo volver nuestra cabeza hacia el sol. Todos vemos las cosas tal como son.

Marsilio esbozó una media sonrisa antes de replicar.

—Cuando soñamos por la noche, ¿no estamos convencidos de que cuanto sucede es real? Y, sin embargo, no es más que una imaginación de nuestra mente. A veces hay quien, incluso, sueña despierto a plena luz del día…

Mauricio se quedó mudo mientras observaba a Leonardo esbozar una divertida mueca entornando los ojos hacia el cielo. Aquella respuesta indicaba bien a las claras que no había engañado a Marsilio con su comentario a vuela pluma.

—¿Cómo podemos entonces —preguntó Marsilio— estar seguros de que estamos plenamente despiertos? Puede que estemos en otra ensoñación, antesala de una vigila que dé paso una realidad más auténtica.

Mauricio admiró como siempre la elegancia de Marsilio, pues en vez de pretender dejarle en ridículo había preferido aprovechar su estado de distracción para captar la atención del auditorio y, de paso, plantear una pregunta de gran trascendencia.

—Sigamos con la alegoría de Platón —propuso Marsilio—. Si uno de los prisioneros fuera liberado y forzado a marchar hacia la luz, ¿qué ocurriría?

—Después de tantos años en la oscuridad quedaría deslumbrado —apuntó Leonardo—. Cuando mirara, siquiera brevemente, a la luz, los ojos le dolerían enormemente y sería incapaz de ver bien.

—Efectivamente —concedió Marsilio con satisfacción—. Habría que proceder de manera suave y progresiva; de otro modo, el prisionero suplicaría volver al interior de la cueva, donde los ojos no le molestarían y podría continuar percibiendo las sombras con las que ha convivido desde su nacimiento. Supongamos que finalmente tenemos éxito en nuestro empeño. El prisionero es ya un hombre libre: ha salido de la caverna. Puede contemplar el cielo, las nubes y las estrellas como cualquiera de vosotros. ¿Qué sucedería si ahora lo obligáramos a sentarse nuevamente junto a sus viejos camaradas?

Mauricio se identificó con el prisionero liberado, pues, a semejanza de aquél, desde la llegada de Lorena a la finca Medici veía el mundo brillar con una luminosidad desconocida hasta entonces. En realidad, ésa era la parte mejor de las charlas con Marsilio. Por abstractas o lejanas que parecieran las ideas, siempre se acababa discutiendo tan apasionadamente como si se tratara de asuntos que atañeran de forma personal a los interlocutores.

—Provocaría un gran avance en sus viejos amigos —observó Mauricio, dejándose llevar por sus sensaciones personales—. Podría explicarles cómo es el mundo de verdad. Les hablaría primero del fuego, de las montañas, los campos, los bosques… Persuadidos con tales imágenes —concluyó—, tratarían de hallar las fuerzas y el ingenio suficiente para romper sus grilletes.

—Por Zeus que eres más idealista que el propio Platón —bromeó Leonardo—. Considera que si nuestro héroe regresara para ocupar de nuevo su asiento, sus ojos quedarían ofuscados por las tinieblas. Vería confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran, y no podría discriminar las sombras con la precisión de quienes habían permanecido en la cueva. ¿No sería entonces ridiculizado por sus compañeros? A buen seguro le reprocharían que salir de la cueva hubiera nublado su visión. ¿Y con qué palabras explicaría lo que había contemplado? Sus antiguos amigos le tomarían por loco y, si intentara liberarlos, probablemente le darían muerte.

A Mauricio le gustaba e intrigaba ese Leonardo. Elegante y de gran brillantez, tenía una forma extremadamente original de enfocar cualquier asunto sobre el que dedicase su atención. Solía acudir al palacio Medici, donde siempre tenía las puertas abiertas, una o dos veces por semana. Lorenzo también le había invitado a pasar aquellos días en su villa de Fiesole. No era de extrañar, puesto que al Magnífico le encantaba rodearse de poetas, pintores y filósofos humanistas. Por su parte, se sentía orgulloso de que Lorenzo le hubiera integrado en tan distinguido círculo. ¡Cómo le gustaría dedicar su vida al estudio, la enseñanza y a la escritura, al modo del gran Marsilio Ficino!… Tal pretensión no era sino polvo de estrellas. Marsilio gozaba de tal privilegio por su innegable talento, pero sobre todo porque los Medici le permitían vivir desahogadamente en su villa del campo sin más obligaciones que las de afilar su espíritu con la meditación y la palabra escrita. Si Mauricio hubiera podido elegir un oficio entre todos los posibles, no hubiera dudado en emular al sacerdote filósofo, pero, al contrario que Marsilio, su mayor deseo era crear una familia, y para ello necesitaba el dinero que los libros no daban.

—Exactamente —aplaudió Marsilio—. Tus palabras, Leonardo, son las del mismísimo Sócrates, el maestro de Platón. Cuando le condenaron a muerte por «pervertir» a los atenienses iluminando las sombras con la luz de sus preguntas, comentó que se maravillaba de haber vivido tantos años. Y esa afortunada circunstancia la atribuía a no haberse dedicado jamás a la política, pues en ese caso le hubieran ejecutado mucho antes por atreverse a señalar la verdad públicamente.

—Política y filosofía. Una mezcla explosiva —comentó maliciosamente Leonardo—. ¿No es la filosofía pura especulación, y la política, pura práctica? Ni político ni filósofo soy, sino únicamente un artista amante de la naturaleza. Espero, por tanto, mantener mi cabeza sobre los hombros hasta fallecer, ya anciano y canoso, de muerte natural.

Leonardo acompañó su último comentario con una divertida mueca que hizo reír al grupito de contertulios. En aquellas reuniones —reflexionó Mauricio—, la sabiduría, el buen humor y las ideas más inesperadas se daban la mano con frecuencia. ¡Cómo había cambiado su vida desde que había salido de Barcelona! La rueda de la fortuna era tan caprichosa como variada en sus giros. ¿Sería posible que diera una nueva vuelta y le ofreciera la oportunidad de compartir su vida con Lorena? Parecía una quimera, pero si Marsilio tenía razón y la vida era una especie de sueño, ¿por qué no atreverse a soñar con lo imposible?