Florencia, 10 de octubre de 1503
—Es un privilegio singular —dijo Mauricio, incorporándose de la silla con gesto solemne— poder celebrar con vosotros el aniversario de nuestros primeros veinticinco años de matrimonio.
La emocionada mirada de Lorena contempló las expresiones de los allí reunidos alrededor de la mesa. Mauricio, su esposo; Flavia, su madre; Michel, su padre; Maria, su única hermana; Cateruccia, la persona que había velado por ella desde su nacimiento; y Bruno, que no había querido perderse una cena tan especial. Los lazos que los unían eran preciosos, estaban urdidos con el hilo invisible de la vida, un hilo tejido con una aguja capaz de rasgar y separar, para luego unir y anudar, y crear una trama cosida a lo largo del tiempo. El resultado era un maravilloso tapiz multicolor del que se sentía orgullosísima de formar parte.
Lorena sintió como si sus hijos también estuvieran allí, como si sus almas hubieran abandonado las habitaciones donde dormían para compartir el sabor de aquella reunión familiar mientras sus cuerpos descansaban de las ajetreadas celebraciones diurnas. Alessandro, su hermano, no había podido unirse a los festejos por estar en Milán debido a un importante asunto de negocios, y la esposa de Bruno había disculpado su ausencia a causa del cansancio acumulado durante aquella jornada repleta de bailes, juegos y emociones. Lo cierto es que a Lorena le complacía acabar un día tan extraordinariamente emotivo con una cena íntima. De alguna manera, Lorena sabía que en aquella mesa la vida había invitado a los huéspedes justos, a los integrantes precisos de su círculo hermético.
—Nuestra vida —continuó Mauricio— ha sido muy especial. Cuando llegué a Florencia, mi máxima aspiración era labrarme una fortuna que me librara de la pobreza. Mi amigo Bruno me hizo ver las oportunidades que teníamos al alcance de la mano, y por ello siempre le estaré agradecido. Sin embargo, de no haber conocido a Lorena, aunque me hubiera convertido en el ciudadano más rico de Florencia, hubiera seguido siendo un hombre pobre.
Los ojos de su mujer se humedecieron al escucharle. Habían pasado juntos tantas pruebas… Su loca aventura de amor juvenil, la incomprensión familiar, el miedo a ser encerrada en un convento de clausura, la pérdida del primer hijo, la enfermedad de la peste, la falsa acusación de traición, la cárcel, la amenaza de ruina… De todas habían salido triunfantes y fortalecidos. Juntos habían conocido la verdad sobre su pasado y se habían arriesgado a viajar a Francia portando consigo la legendaria esmeralda. Juntos habían probado el amor por primera vez. Juntos habían conocido sus heridas, y juntos habían aprendido a sanarlas. Juntos habían concebido cuatro hijos maravillosos. Juntos habían crecido y juntos seguirían. Estaba tan feliz de poder compartir con Mauricio todo aquello… Lorena rompió a llorar al recordar la primera vez que se bañaron juntos en el estanque. Habían pasado tantas cosas… Y sin embargo, todo estaba ya contenido en el primer beso, en la promesa de amor que siguió al amor…
Mauricio, de pie, apenas podía hablar. Los comensales, expectantes y con los ojos enrojecidos, guardaban silencio, conscientes de que aquellos instantes eran sagrados.
—Nunca podré agradecerte bastante lo que ha supuesto compartir mi vida contigo —dijo al fin Mauricio dirigiéndose a Lorena—, pero al menos tengo la satisfacción de poder entregarte algo realmente único para conmemorar nuestras bodas de plata.
La puerta del comedor se abrió, y Carlo, ayudado por otro criado, entró portando con sumo cuidado lo que parecía ser una bandeja envuelta en papel de regalo bordado con hilo de oro. Lorena miró a Cateruccia, tratando de descubrir por su expresión qué podía contener el interior de aquel presente. Se conocían tanto que una mirada solía bastar para adivinarse mutuamente los pensamientos. ¿Sería un pastel con una dulce leyenda elaborada con letras de caramelo en cuyo centro se exhibieran dos anillos conmemorativos del aniversario? Cateruccia, con los ojos fijos en Carlo, sonreía feliz. Lorena se alegraba mucho de que al fin hubiera encontrado el amor en la persona de Carlo, el cocinero que habían contratado años atrás. Un escalofrío la recorrió al recordar cómo la fiel Cateruccia se había negado a abandonar la mansión familiar cuando Mauricio contrajo la peste. Sin duda, en aquella familia excepcional, el amor era más fuerte que el miedo.
La cara de Lorena reflejó asombro cuando un tercer criado desplegó un caballete sobre el que se depositó la supuesta bandeja. Carlo extrajo unas tijeras y rasgó el envoltorio de regalo. Entonces, los comensales pudieron ver una tabla cubierta por una tela.
Lorena se quedó sin habla cuando su esposo se levantó de la mesa y retiró la tela, mostrando una pintura que parecía la obra de un ángel singular. El lienzo, pintado al óleo, medía aproximadamente un metro de alto por medio de ancho, estaba protegido por una elegante madera de álamo y el magistral trazo del rostro, junto con el fascinante juego de luces y sombras, no dejaba lugar a dudas: su autor era Leonardo da Vinci. No obstante, siendo absolutamente pasmoso que su marido le obsequiara con un retrato realizado por el gran maestro florentino, había otra circunstancia todavía más increíble: ¡la mujer dibujada era ella misma!
Lorena se levantó de su silla y corrió a fundirse en un emocionado abrazo con su marido mientras el resto de los presentes prorrumpían en salvas y aplaudían efusivamente al grito de «¡vivan los novios!», como si aquél fuera el día de su boda. Lorena continuó abrazada a su esposo durante mucho tiempo, llorando lágrimas de júbilo. Aquella ceremonia era más auténtica y feliz que la del día de su boda.
Roto el protocolo, todos los comensales se levantaron de la mesa para abrazarlos, felicitarlos y contemplar en detalle el magistral cuadro.
Lorena se reconoció inmediatamente, aunque la imagen tenía el raro sabor de la intemporalidad. Su semblante, enmarcado por difuminados montes pétreos, se fundía con el entorno de una forma tan sutil que parecía ineludible que formara parte de aquel paisaje de ensueño. Ninguna arruga surcaba su faz, pese a que hacía ya un año que había rebasado los cuarenta. En esto el maestro se había mostrado generoso, puesto que era imposible determinar la edad analizando el rostro. Leonardo, fiel a su estilo, se había tomado diversas licencias al mezclar los pigmentos en su paleta. Así, la frente despejada formaba una curva esférica bañada desde la coronilla por una cabellera ondulada y ocre que encontraba adecuado reflejo en el color de las piedras. El artista también había oscurecido sus ojos y había aclarado sus cejas de tal modo que parecieran translúcidas ¿Y qué decir de la delicada sonrisa que desaparecía si uno observaba exclusivamente los labios ignorando el resto del rostro? Muy típico de Leonardo, pensó Lorena: con el maestro nada era como parecía, existían casi tantos arcanos como miradas, y al final todo dependía del punto de vista desde el que uno contemplara las cosas.
¿Y qué mejor modo de ver que a través de los ojos del amor? Hacía un cuarto de siglo que compartían sus vidas, y Mauricio estaba más enamorado que nunca, de tal modo que cada detalle, cada palabra y hasta cada silenciosa mirada eran un canto al gozo de estar juntos. Aquel amor era como un lago misterioso que se tornara más grande y profundo día tras día con tal sólo procurar la dicha del otro. La íntima comunión que le unía a Mauricio le permitía adivinar habitualmente sus reacciones, de tal modo que rara vez conseguía sorprenderla. Sin embargo, en el día de sus bodas de plata, su esposo la había maravillado con un regalo absolutamente inesperado.
—¿Cómo es posible que el gran Leonardo da Vinci haya accedido a retratarme en un cuadro? —preguntó al fin Lorena, tras enjugarse las lágrimas de felicidad.
—Es bien sabido —intervino Maria sin ocultar su asombro— que desde su regreso a Florencia el maestro se ha enfrascado en complejos estudios de matemáticas y geometría y que ha dejado de lado los pinceles, hasta el punto de que en dos años tan sólo ha dibujado el cartón de La Virgen y el niño con santa Ana. ¡Si ni siquiera Isabella d’Este, la poderosa marquesa de Mantua, ha conseguido que Leonardo aceptara retratarla en un cuadro, pese a todas las presiones recibidas!
—La verdad es que la fortuna se ha aliado con el atrevimiento para hacer posible este pequeño milagro —explicó Mauricio—. Hace tres años, en el transcurso de un paseo hasta San Miniato, rogué a Leonardo que en recuerdo de nuestra vieja amistad con Lorenzo cumpliera su palabra de realizar un retrato de Lorena. No me prometió nada, pero me aseguró que lo consideraría.
—Recuerdo perfectamente —señaló Lorena— que Leonardo visitó nuestra casa y tomó apuntes de mi rostro a carboncillo, tal como ya hiciera durante nuestra boda. Me sentí muy halagada, mas no le di importancia, ya que siempre anota cuanto le llama la atención en alguno de esos cuadernos que habitualmente lleva consigo.
—Pues fue precisamente al verte cuando decidió que le complacería pintarte a ti sola, sin ningún acompañante ni ninguna referencia temporal al día de nuestra boda.
—¿Y qué le impulsó a tomar semejante decisión? —inquirió Lorena.
—El destino, el azar o las musas que inspiran a los genios —contestó Mauricio—. Resulta que Leonardo se hallaba cavilando sobre la naturaleza del tiempo y sus misterios. Incapaz de encontrar explicación racional alguna, el maestro pensó en dejarse invadir por lo inefable y expresar sus intuiciones a través de un retrato de mujer.
Aquella respuesta era muy halagadora, pero no explicaba por qué el pintor más celebrado del momento la había elegido a ella entre todas las mujeres de Florencia. Lorena creyó adivinar una sonrisa en los ojos de su padre. Michel había afirmado en la cueva que la esmeralda podía ayudar a la conciencia a viajar al pasado e incluso al futuro. Si el tiempo era la principal preocupación de Leonardo, consideró Lorena, nada le hubiera podido complacer más que examinar personalmente la esmeralda que custodiaba Michel Blanch. ¿Y si hubiera sido su padre quien le hubiera facilitado el acceso a la esmeralda y sus misterios a cambio de pintar su retrato? Esta última posibilidad explicaría mejor que ninguna otra su decisión de acceder a la petición de su esposo. Lorena miró nuevamente a Michel, quien estaba susurrando algo al oído de Flavia con expresión divertida. Ambos formaban una pareja magnífica, en la que la serenidad y la elegancia andaban de la mano de la ternura y la complicidad. Lorena deseó parecerse a ellos cuando cumpliera otros veinticinco años de matrimonio con Mauricio.
—¡En verdad es el regalo más extraordinario que haya visto jamás! —exclamó Maria con entusiasmo.
Lorena agradecía especialmente la presencia de su hermana. Maria era tan generosa que en ocasiones se asemejaba a un ángel ajeno a la Tierra. Cualquier otra mujer joven y viuda se hubiera encontrado incómoda rodeada de parejas tan felices como las allí reunidas, pues no dejaban de ser un recordatorio permanente de lo que ella carecía. La muerte de su esposo y el descubrimiento de sus oscuras maquinaciones eran un peso muy difícil de sobrellevar. Maria había sido lo suficientemente humilde para aceptar la verdad, y además lo bastante sabia como para continuar entregando su corazón a los demás. En muchos sentidos, era la persona más bondadosa y valiente que conocía.
—Es un auténtico privilegio —afirmó Maria— pertenecer a una familia que tiene en su seno a una persona inmortalizada por el mismísimo Leonardo da Vinci en uno de sus cuadros.
—Y yo me siento muy honrado —dijo Michel alzando su copa con la solemnidad de quien mostrara un cáliz sagrado— de que me hayáis aceptado entre vosotros como a uno más. Nunca antes había tenido una familia, y ya no lo esperaba en el otoño de mi vida. Si es cierto que Dios ha esperado «un poco» antes de concederme esta dicha, también lo es que no podía haber elegido una familia mejor. Quiero proponer un brindis de agradecimiento por haberme acogido entre vosotros con tanto cariño.
—Tenerte entre nosotros es una bendición —aseguró Mauricio en voz alta mientras comenzaba a declinar el tintinear de las copas—, aunque no sólo comprendo tu emoción, sino que la comparto plenamente. Sin padres, abuelos, ni hermanos me presenté en Florencia, donde conocí en una tienda a la que hoy es mi mujer. Ya en nuestro primer encuentro impidió que me estafaran. Desde entonces me ha salvado de la peste, la prisión y de mí mismo, me ha dado cuatro hijos y una felicidad que ni siquiera soñé que fuera posible. Vosotros sois ahora mi familia y estoy muy orgulloso de pertenecer a ella, pero nada hubiera sido posible sin mi amada esposa. Por eso quiero ofrecerle otro regalo a Lorena, más modesto que el anterior, aunque más personal.
Lorena, gracias a aquella extraña magia que fusionaba con frecuencia creciente los pensamientos de Mauricio con los suyos propios, adivinó lo que su marido le iba a regalar.
—Se trata de ese libro que llevas tanto tiempo escribiendo, ¿verdad? —preguntó emocionada.
—En efecto. Quería regalarte algo más personal, además de este retrato, que pese a su inmenso valor, no deja de ser un encargo que otro ha llevado a cabo. Creo que, de alguna manera, las dos obras forman parte de un mismo regalo, pues, aunque la de Leonardo es muy superior a la mía, ambas son un paseo por el tiempo y comparten el mismo título.
—¿Cuál es? —preguntó Lorena, expectante.
—Tu nombre, pero no el elegido por tu madre, sino el misterioso nombre por el que mi alma reconoció a la tuya al verte por primera vez.
—¿Y cuál es, amor mío, ese nombre?
—La esmeralda florentina.