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Florencia, 1 de mayo de 1500

—No existe ninguna otra iglesia que me guste tanto como la de San Miniato —dijo Leonardo da Vinci al salir de ella.

Mauricio sonrió mientras disfrutaba de la arboleda y la magnífica vista de la ciudad desde el terraplén sobre el que se izaba la iglesia. Acceder hasta San Miniato requería buen ánimo y pies habituados a las cuestas, puesto que se alzaba sobre uno de los numerosos montes que envolvían Florencia. Posiblemente un día tan caluroso como aquél hubiera disuadido a muchos caminantes, pero no a su amigo Leonardo, a quien le encantaba caminar y disfrutar de la naturaleza.

—Ciertamente —comentó Mauricio—, la paz que se respira aquí, alejados del bullicio de la ciudad, es extraordinaria. Como extraordinarios son los dibujos geométricos de círculos, cuadrados y triángulos que decoran la iglesia.

—¿Te has percatado —preguntó Leonardo— de que todo está dispuesto para provocar vertiginosas perspectivas ópticas? En cualquier lugar donde poses la mirada, los ojos se sumergen en túneles visuales o en explosiones creadoras que, envolviendo lo más pequeño, se van expandiendo hacia el infinito. No es desde luego obra del azar, como tampoco lo es que las escasas pinturas cristianas de este templo se perciban a simple vista como parches ajenos a su verdadera ornamentación.

Mauricio contempló a Leonardo con profundo respeto. Dieciocho años atrás había abandonado Florencia como un joven artista prometedor, original e imprevisible, y ahora había regresado de Milán como un maestro admirado por todos. Ya había perdido la fragancia de la juventud, pero todavía era hermoso, alto y proporcionado. Su pelo rizado continuaba siendo largo y sus ojos continuaban mostrando esa mirada observadora más propia de las mujeres que de los hombres. Los rasgos de su rostro habían madurado, y le habían conferido un aspecto más viril, realzado también por una barba cuidada, otra de las novedades de su fisonomía. Por lo demás, su forma de vestir no era demasiado distinta a la del Leonardo que había conocido en la época de Lorenzo de Medici: túnica rosa del lino más delicado —que ahora le llegaba hasta los tobillos en lugar de cortarse a la altura de las rodillas—, zapatos del mejor cordobán para sus pies y anillos de jaspe adornando sus manos.

—Hace muy poco que has retornado a la ciudad que te vio crecer —dijo Mauricio—, y me siento un privilegiado por tener la oportunidad de compartir unas horas contigo. No en vano hoy en día eres la figura con la que todo el mundo quiere dejarse ver. Y sin embargo, no tanto tiempo atrás, cuando Girolamo Savonarola dominaba Florencia, la mayoría de los que ahora te adulan hubieran renegado de tu amistad. ¿Sabes que los dominicos de San Marcos me requisaron el dibujo a sanguina que me regalaste en Milán para quemarlo en la plaza de la Signoria? Estaban convencidos de que tu aversión hacia la Iglesia impregnaba ese boceto de la Virgen de las Rocas, aunque no pudieran probarlo. He de confesarte que incluso llegué a sentir miedo de que pudieran acusarme de apostasía por el simple hecho de tener colgado en mi despacho aquel dibujo tuyo.

—¿Y querrías saber si mis pinturas reflejan una visión algo diferente de la propugnada por la Santa Madre Iglesia? —preguntó Leonardo con una sonrisa irónica.

—Desde luego. He reflexionado largamente sobre ese cuadro y no he podido evitar relacionarlo con ciertos rumores que circulan sobre tu persona. No obstante, comprendo que prefieras no comentar nada. Hay temas sobre los que es mejor guardar silencio.

Leonardo rio relajadamente antes de retomar la palabra.

—¿Acaso crees esas maledicencias según las cuales tengo pactos con el diablo y practico la magia negra? ¿Yo, que, como bien sabes, siempre me he burlado de los adivinos, los curanderos y los demás aficionados a las supercherías?

—No exactamente —repuso Mauricio—. Me refería más bien a que no queda claro en el cuadro quién es Jesús y quién san Juan Bautista, puesto que ambos son gemelos. Conociéndote, y sabiendo que siempre dibujas a san Juan con el dedo índice de la mano derecha en alto, deduje que era éste quien adopta el papel dominante y que bendice al niño Jesús, lo cual no sería demasiado ortodoxo.

—Esa observación tuya es muy interesante, pero indemostrable. Y si pudiera probarse, no habría lugar a que ningún inquisidor pudiera intervenir, puesto que fue el propio san Juan quien bautizó a Jesús en el río Jordán, por lo que tampoco sería una herejía que lo hubiera bendecido de pequeño.

—Eso mismo pensé yo —asintió Mauricio—. Sin embargo…

—Sin embargo —continuó Leonardo—, quieres llegar a la verdad del asunto, en lugar de quedarte a las puertas como esos esforzados monjes de San Marcos. ¿No es así? Has señalado antes que hay asuntos sobre los que es mejor no hablar. Hoy voy a hacer una excepción. Por nuestra antigua amistad, por nuestras iconoclastas conversaciones con Lorenzo, el Magnífico, y el viejo Ficino, porque no te dejaste arrastrar por la fiebre integrista de Savonarola, al contrario que ese Sandro Botticelli y tantos otros que cambiaron de bando cual frágiles hojas empujadas por el viento, y porque me gusta lo que me has relatado sobre tu vida. Todas ellas son razones suficientes para confiar en ti. Y la verdad es que no tengo la oportunidad de hablar con franqueza demasiado a menudo.

Mauricio aguardó expectante las explicaciones de Leonardo, mientras éste hundía su vista en la arboleda que envolvía los montes, como si les consultara qué podía decir y qué debía callar.

—Al igual que a ti —prosiguió Leonardo—, me educaron en el catolicismo. Eso es algo que cala muy hondo, se filtra en los huesos y siempre permanece en el fondo de nuestro ser de una u otra forma. Ahora bien, desde muy joven descubrí que la Iglesia de los papas y yo resultábamos incompatibles.

—¿Por qué? —inquirió Mauricio.

—Como no ignoras, soy homosexual. Desde que tengo recuerdos he tenido fantasías eróticas con hombres, no con mujeres. No es algo que se pueda elegir ni contra lo que se pueda luchar. Lógicamente, al principio traté de combatir esos pensamientos, que me parecían perversos. No obstante, yo, el gran Leonardo, era incapaz de lograr tales propósitos. Una y otra vez mordía el polvo revolcándome en impuros deseos. De modo análogo a cuando se retiene el agua de un río con un dique demasiado débil, la corriente acababa rompiendo los muros de contención con la irresistible fuerza de la naturaleza. Por supuesto me sentía culpable, ya que estaba traicionando a Jesucristo y condenando mi alma al Infierno. Más adelante, cuando mi razón se afinó, concluí que no podía existir un dios tan miserable que llenara mi alma de deseos incontenibles para luego vengarse condenándome por toda la eternidad a crueles torturas. Si yo, que soy tan sólo un hombre, no condenaría a nadie a tan duraderos suplicios, ¿cómo iba a hacerlo un dios que según Jesucristo es puro amor? Así que me planteé mi primera duda religiosa: ¿era la doctrina de la Iglesia incompatible con el mensaje de amor transmitido por Jesucristo?

»La misma pregunta se la habían formulado muchísimas personas antes que yo. Se trata de personas cristianas que no creen en la infalibilidad de papas tan corruptos y depravados como el Borgia que ocupa actualmente el trono de san Pedro. Personas que aquilatan el peligro de disentir abiertamente de la doctrina oficial de la Iglesia. Por ello, desde hace siglos, tras el culto a san Juan se oculta en secreto una forma diferente de acercarse al cristianismo. ¿Te has preguntado alguna vez por qué los primeros nueve caballeros templarios fueron hasta Jerusalén e iniciaron su viaje en el templo octogonal de Salomón? Nuestro baptisterio, aquí en Florencia, también es octogonal, y no por casualidad está dedicado a san Juan Bautista. ¿Y no te dice nada que cuando detuvieron a los caballeros templarios se les acusara de adorar a una cabeza cortada?

Mauricio conocía perfectamente la historia de cómo la cabeza de san Juan Bautista había sido separada de su tronco por culpa de la bella Salomé, aunque nunca se le había ocurrido relacionarlo con los templarios. Ahora caía en la cuenta de que eran nueve los caballeros templarios que fundaron la orden en Jerusalén, y nueve los años que permanecieron en la ciudad tres veces santa antes de retornar al continente europeo. Dante Alighieri era un acérrimo defensor de los templarios, y el nueve era su número favorito, por contener tres veces el tres.

—La historia —continuó Leonardo— conforma un complejo rompecabezas que no puede llegarse a conocer sin unir laboriosamente las piezas, y no sólo las del presente, sino las del pasado con el futuro o viceversa… Enlazando con el tema que nos ocupaba, baste decir que en determinados círculos la figura de san Juan se ha utilizado para representar las enseñanzas originales de Jesucristo tal como las entendieron los primeros cristianos. Según dicha tradición, lo decisivo es comulgar realmente con Cristo, y hallar en nuestro interior la sabiduría y el amor, algo que nadie, ni siquiera el papa de Roma, puede hacer por nosotros. Muchos de ellos equiparan a san Juan Bautista con el otro san Juan, el evangelista, cuyo evangelio es en esencia gnóstico. Por eso el discípulo más amado fue el preferido por los cátaros, que solían llevar su evangelio en la bolsa de cuero con la que viajaban, y por el mismo motivo en el cuadro de la Ultima Cena he pintado la cabeza de san Juan como cortada por la mano de san Pedro. Así significo gráficamente que la Iglesia de san Pedro cortó la cabeza de la visión gnóstica de Jesucristo, es decir, la sangre de sus enseñanzas. Todo está a la vista, pero nada se puede demostrar, y así evito el gravísimo riesgo de que se me acuse de herejía ante la Inquisición.

—Son muchos los seguidores de Cristo —reflexionó Mauricio— que no reconocen la autoridad del Papa y cuya visión espiritual difiere de la practicada por la Iglesia. El mismo Dante Alighieri, que pertenecía a los fedeli d’amore y admiraba a los templarios, denostaba al Papa por impío, a la Iglesia por corrupta, y no dudó en reflejar por escrito sus personalísimas visiones sobre el misterio cristiano. Visiones tan profundas como místicas, tan metafóricas como bellas. En ese sentido podríamos decir que era gnóstico, como los cátaros y… ¿cómo tú?…

—Podríamos decir que soy gnóstico en cuanto a que únicamente creo en lo que puedo experimentar. No me gusta ir en manada como las ovejas, sino que más bien me identifico con el león solitario que trata de reinar sobre su propio territorio. Y no es fácil separarse del rebaño, ya que el precio que se debe pagar es muy alto: la constante soledad, por más gente que me rodee, y, en ocasiones, la amenaza de la locura.

—Puedo entender la soledad del águila, pero no que me hables de locura. Todos sabemos que tienes una de las mentes más brillantes del mundo conocido.

—¿Y si te dijera que he visto otros mundos? ¿Me tacharías entonces de loco? ¿Y si hubiera visto un mundo donde los hombres surcan los cielos con aparatos voladores, se sumergen en las profundidades de los mares con barcos impermeables al agua y recorren la Tierra en máquinas automáticas con ruedas? ¿Dudarías entonces, como yo he dudado, de mi salud mental?

—Diría más bien que has tenido un sueño increíble, un sueño que está sólo al alcance de un gran creador como tú.

—¿Y si la vida es un sueño de una realidad superior? ¿Qué es sueño y qué realidad? La genialidad se halla separada de la locura por un puente tan estrecho como quebradizo. Por lo que me has contado, tu conciencia también ha contemplado realidades alternativas a las que solemos experimentar habitualmente. Muchos místicos de tiempos y lugares diversos han tenido percepciones semejantes. En ocasiones, la Iglesia los ha reconocido como santos; en otras, los ha condenado como poseídos por fuerzas malignas. Como siempre, caminamos por el filo de la navaja. Pues bien, en mi caso he vislumbrado el futuro. Al principio creí que eran alucinaciones de mi imaginación desbordante. Posteriormente, al constatar que mi mente seguía funcionando correctamente, sopesé que podrían ser visiones de otro mundo diferente al nuestro. Ahora estoy convencido de que ocasionalmente tengo acceso a imágenes de nuestro futuro. Sé que parece imposible, pero cuando me asaltan son tan reales como este ciprés que vemos allí, o como aquella alondra que alza el vuelo en este preciso momento. Por eso, últimamente, he perdido el gusto por la pintura, ya que mi mente hierve con las imágenes de portentosas máquinas inventadas por el hombre del futuro. Yo, Leonardo da Vinci, las he visto. Ahora bien, ¿seré capaz de diseñarlas para que funcionen en esta era? Ése es mi reto, amigo. De ahí que ahora las matemáticas, los tornillos y las tuercas me atraigan más que los pinceles. ¿O acaso puede existir una obra más excelsa que trasladar el futuro al presente?

Mauricio observó atónito al respetado maestro. Máquinas voladoras, barcos sumergibles, vehículos terrestres movidos sin necesidad de animales… Visiones del futuro… ¿No había tenido él también una alocada visión del futuro? ¿No se había visto a sí mismo como una entidad de luz que evolucionaba por el cosmos a través de múltiples experiencias? La curiosidad y la fascinación por las palabras de Leonardo eran más poderosas que la restrictiva razón.

—¿Qué otras cosas has visto, Leonardo?

—Cosas terribles, Mauricio. Guerras espantosas donde morían millones de personas, la misma intolerancia del presente camuflada bajo mil disfraces diversos, angustia, desesperación, odio… Pero también alegría, esperanza, amor, tolerancia, entusiasmo, sabiduría… Parece que Pico della Mirandola tenía razón cuando afirmaba que, de todas las criaturas, el hombre es el único que no ha sido constreñido a límite alguno, de tal modo que según su libre albedrío es capaz tanto de superar en altura a los ángeles como de precipitarse a simas de mayor profundidad que las habitadas por demonios.

Mauricio sopesó las palabras de Leonardo, un genio de la pintura cuyo talento sin par no desmerecía al ejercer de ingeniero, escultor, músico, coreógrafo, inventor… Sin duda, un coloso cuya altura sobresalía por encima de los planos valles que le rodeaban. Y sin embargo, un enigma no falto de sorprendentes contradicciones. Leonardo no probaba carne de animal y sólo vestía prendas como el lino porque le parecía un crimen sacrificar a las bestias. Pese a ello, no había tenido ningún reparo en diseñar innovadoras máquinas de guerra al servicio del duque de Milán. ¿Era compatible tener escrúpulos en cortar la carne de un animal y al mismo tiempo ser la cabeza pensante de artefactos ideados para masacrar a seres humanos? Como leyéndole la mente, Leonardo continuó sus reflexiones en voz alta.

—Observándome a mí mismo he llegado a una conclusión ligeramente diferente a la de Pico della Mirandola. Somos ángeles y demonios al mismo tiempo. Está inscrito en nuestra naturaleza. Por eso somos tan contradictorios, pues nuestra carne es el campo de batalla donde se entremezclan los opuestos. Sí, yo también soy presa de las más extremas contradicciones, y planeo con mis alas por los territorios del Cielo y del Infierno con idéntica curiosidad. Así, por la mañana, soy ángel, y al cabo de un rato, demonio. ¿Hemos de extrañarnos acaso? ¿No comieron Adán y Eva, nuestros padres, del árbol del Bien y del Mal? ¿Cómo negar entonces nuestra naturaleza si somos fruto de su semilla? Y, no obstante, comparto con Pico la idea de que podemos trascender nuestra naturaleza dual para alcanzar lugares diferentes a los hollados por ángeles y demonios. ¿Acaso nuestras propias dificultades nos espolearán a alcanzar cumbres que hoy ni tan siquiera vislumbramos? Mi propia experiencia me indica que una plácida felicidad puede provocar indolencia, mientras que los problemas nos exigen sacar lo mejor de nosotros mismos forzándonos a evolucionar.

»Cuando leo el Génesis me imagino a Adán y Eva viviendo una vida agradable y rutinaria, una vida en la que cada día era igual al anterior. La serpiente acabó con todo aquello alimentándonos con su veneno. Paradójicamente, el veneno puede matar o curar. Sólo depende de las dosis. Pues bien, el hombre del futuro tendrá a su disposición el suficiente veneno para aniquilar a toda la especie, pero también el suficiente conocimiento para transformarlo en la mejor medicina. Y creo que Dios pensaba en esta última posibilidad cuando dejó que la serpiente tentara a nuestros padres. Desde entonces aguarda el día en el que, siendo capaces de volar más alto que los ángeles, descubramos nuevos cielos.

Mauricio se admiró de que, por distintas vías, Leonardo y él hubieran llegado a conclusiones semejantes. ¿O no había atisbado también Mauricio que a través de la existencia humana la conciencia superior era capaz de atravesar las aguas en las que se hallaba estancada para, al modo del almirante Colón, llegar a un nuevo mundo? ¿Acaso la rebelión de Lucifer había sido permitida como parte de un experimento en el que bajo las condiciones más adversas se pudieran forjar libremente los espíritus más innovadores? Ninguna de aquellas cuestiones tenían respuesta, porque la vida es tan misteriosa como la muerte, pero Mauricio sí quería formularle una pregunta a Leonardo que éste podía responder con un sí o un no. Aunque sabía perfectamente que la respuesta sería negativa con casi total probabilidad, quería intentarlo igualmente. ¿Y si de los labios de Leonardo surgía un sí?