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Un destino cruel aguardaba paciente a Savonarola en la misma plaza de la que había huido calado hasta los huesos el mes anterior. En su centro, un patíbulo rodeado de leña consumiría en breves momentos los cuerpos del prior de San Marcos y de sus dos frailes más allegados.

A Lorena le parecía irónico que el mismo fuego utilizado por Savonarola para atemorizar a los florentinos y destruir las obras de arte que no eran de su agrado fuera también a consumir su cuerpo. La vida —reflexionó— era pródiga en guiños simbólicos, como si toda la existencia hablara en un lenguaje secreto a través de las coincidencias. Así, el mismo día en que Savonarola había caído en desgracia por no celebrarse la ordalía, el rey de Francia, asustado por un trueno, había muerto al derribarle su montura. Parecía que el Cielo había decretado desprenderse a la vez del profeta y de su brazo armado, a través de un trueno cuya voz había retumbado al mismo tiempo en Francia y en Florencia.

La voz de Dios, sopesó Lorena, era tan estruendosa como inescrutable, tan silenciosa como llena de interpretaciones. Por eso muchos florentinos confiaban todavía en un milagro que salvara a Savonarola y a sus dos compañeros de la pena capital. Luca y su hermana Maria, a quienes podía ver al otro lado de la plataforma circular de madera sobre la que se erigía el cadalso, a buen seguro se contaban entre aquéllos. Maria, siguiendo la sobria moda que tanto agradaba al prior de San Marcos, había cubierto su figura de la cabeza a los pies con un sencillo manto de lana gris. Luca vestía una túnica negra que a Lorena se le antojó presagio de un luto prematuro. Su rostro, por contraste, presentaba una excesiva palidez, más cercana al color blanquecino de un cadáver que al saludable rosado que exhibía el último bebé concebido por Maria. La ruptura de relaciones había llegado tan lejos que Lorena ni siquiera había acudido al bautizo del nuevo retoño, lo que había resultado en gran escándalo de la sociedad florentina.

Su madre se reprochaba esa ausencia de cariño entre sus hijas como una falta propia, pero ni su amargura ni sus protestas habían logrado propiciar el más leve acercamiento. Ocupando una posición equidistante entre las dos, que pudiera servir más adelante como punto de unión, Flavia se esforzaba en no mostrar ningún gesto que pudiera interpretarse como favoritismo. Así, fiel a su estilo, había optado por presenciar la ejecución de Savonarola en compañía de su hijo Alessandro.

Lorena volvió a dirigir su vista hacia Maria. Estaba segura de que algo gravísimo debía de haberle sucedido a su hermana como para ausentarse el mes pasado de la ordalía a la que sí había acudido Luca acompañado de todos sus hijos. Su madre le había acabado confesando que conocía el motivo, si bien no podía revelárselo porque así se lo había prometido a su hermana. Lorena había acabado por respetar su silencio.

Existen silencios que son espacios de paz, ponderó, pero la muda muralla invisible que la separaba de su hermana la carcomía por dentro. Trató de establecer contacto visual con Maria, pero no lo logró. Probablemente su hermana la hubiera visto desde el otro lado del tablado con anterioridad y tuviera previsto no dirigirle la mirada hasta que un ángel bajado del Cielo librara a Savonarola del martirio.

¿Quién podía seguir creyendo en un profeta que renegaba de sus visiones? Eso era exactamente lo que había hecho Savonarola al testificar ante notario que no había escuchado nunca la voz del Señor dentro de su cabeza ni había tenido revelaciones, sino que simplemente había interpretado los signos de los tiempos según su mejor juicio, y los había expuesto en forma de profecías para ganar reconocimiento ante el pueblo, y así poder implantar mejor en la Tierra las virtudes del Cielo. Su deseo de ser admirado y respetado había sido tan grande que la gloria del mundo lo había deslumbrado hasta cegarle. Y finalmente, ante el reto del fuego planteado por Domenico, al no poder retractarse sin perder la honra ante los florentinos, decidió aceptar la apuesta con la esperanza de que los franciscanos se echaran para atrás en el último momento.

Pese a ello, no eran pocos quienes argüían que la confesión que le habían arrancado a Savonarola carecía de validez, por haberse obtenido a fuerza de torturarle con el strappado. Un escalofrío atravesó la médula espinal de Lorena al recordar los tormentos infligidos por el strappado a su marido, cuyas maltrechas articulaciones aún no se habían recuperado por completo. Estaba segura de que con aquel método interrogatorio tan persuasivo ella misma sería capaz de declarar cualquier cosa. No obstante, de un profeta se esperaba algo más que de una mujer corriente.

En cualquier caso, hoy toda Florencia se había congregado en la plaza pública, tanto sus detractores como sus más apasionados defensores. Una gran mayoría de los asistentes consideraba las ejecuciones públicas como un espectáculo irresistible; sin embargo, aquel día, la gente esperaba ver mucho más que unos cuerpos en plena agonía.

Por lo pronto, Lorena comprobó que la ceremonia había sido concebida no sólo para matar los cuerpos de los tres frailes, sino también para asesinar su espíritu en la memoria de los presentes. Sobre la ringhiera se hallaban los Ocho y los enviados papales, ataviados en toda su majestad. Ante ellos se presentaron los tres frailes, que fueron despojados de sus ropas una a una mientras los degradaban verbalmente. Después afeitaron sus caras y sus manos y les cubrieron el cuerpo con un sayo de lana remendado.

—El ritual —dijo Mauricio, que se encontraba a su lado junto a sus hijos— está perfectamente estudiado, y tiene el deliberado propósito de robar a los frailes el respeto de sus fieles. Siglos de tradición han grabado en nuestra mente que somos lo que vestimos, y privándolos de sus dignidades eclesiásticas, la gente deja de verlos como sacerdotes. Además, al aceptar mansamente el castigo verbal y simbólico, se reconocen como culpables. Sin embargo, Savonarola todavía podría salir vencedor de este duelo final, ya que una vez que esté en el patíbulo no lo podrán someter a torturas adicionales a su ejecución, incluso si su voz resonara nuevamente como un trueno en la conciencia de los florentinos. A menudo, el enemigo más letal es el que no tiene nada que perder.

Lorena estaba de acuerdo con su esposo. De un tiempo a esta parte, su marido se había vuelto mucho más observador, tal vez para transcribir mejor con la pluma cuanto veía, puesto que había adquirido el hábito de escribir diariamente, durante largas horas, encerrado en su despacho. ¿En qué empresa se había embarcado? ¿Tendría alguna relación con las innumerables preguntas que le hacía sobre sus sentimientos y recuerdos? Lorena conocía el escondite de la llave que abría el cajón donde guardaba sus escritos, pero del mismo modo que respetaba el silencio de su madre, también hacía lo propio con el de su marido. Robar los secretos de un ser querido, tal como ella había hecho alguna vez en el pasado, estaba permitido para ayudar a la persona amada, no para satisfacer la curiosidad, ese vicio tan feo como seductor. Sin embargo, ¿no era la morbosa curiosidad por presenciar la ejecución de aquellos frailes lo que les había traído a la plaza de la Signoria?

El primero en desfilar por la pasarela de la muerte fue fray Silvestre. Lorena sentía lástima por aquel hombre simple y frugal que, si algún pecado había cometido, era el de haber sido demasiado crédulo. Según se rumoreaba, las supuestas visiones de Savonarola habían sido a menudo hábiles interpretaciones de sueños del cándido fray Silvestre. Lorena se preguntó si en su última noche habría soñado con su propia muerte. Esa cuestión, como tantas otras, se quedaría sin respuesta. Las únicas palabras que salieron de la garganta de fray Silvestre fueron «Jesús, Jesús», justo cuando lo colgaron del gran palo en forma de cruz que presidía el cadalso y sus piernas blandieron el aire. Como la soga que sujetaba su cuello no estaba suficientemente prieta, fray Silvestre tuvo tiempo de repetir en incontables ocasiones el nombre del Salvador antes de poder exhalar su último y liberador suspiro. El siguiente en morir ahorcado fue fray Domenico, si bien en esta ocasión el verdugo realizó mejor su trabajo, por lo que al menos se ahorró un suplicio tan largo como el padecido anteriormente por fray Silvestre.

Savonarola, al fin, tras haber contemplado la muerte de sus compañeros, inició su último paseo por la vida. Avanzando por la pasarela de madera con los pies descalzos, su mirada rehuía las multitudes que en el pasado le habían aclamado. Buscaba el infinito, aquel misterioso lugar que pronto conocería. Sus labios, que antaño habían sido un prodigio de oratoria, permanecían sellados. De entre la muchedumbre sobresalió una voz: «¡Oh, profeta, éste es el momento de obrar un milagro!». Savonarola inclinó ligeramente la cabeza hacia el suelo y siguió caminando sin hacer ademán de responder a la burla. Cuando le pusieron la soga al cuello, masculló algunas palabras para sí en voz inaudible, sin dirigir su mirada a la gente. Después aceptó con resignación su suerte y se encomendó a los buenos oficios del verdugo, que con la práctica parecía afinar sus habilidades. Así, en silencio, Savonarola se despidió de Florencia.

Mauricio estaba equivocado, pues Savonarola sí tenía algo que perder: su alma inmortal. El falso profeta, que había desafiado al Papa al tacharlo de anticristo, se había acabado sometiendo a su autoridad por temor al Infierno.

Lorena miró con cierto disimulo hacia la zona donde antes había localizado a su hermana Maria. La primera cara que vio fue la de Luca, que no ofrecía un aspecto mucho mejor que el de los recién ajusticiados. Había perdido mucho pelo y su rostro le recordaba a un pergamino arrugado cuya antigua prestancia fuera tan sólo un recuerdo del pasado. Por intermediación de su hermano Alessandro, sabía que Luca estaba muy enfermo desde hacía un mes. Lo que en principio eran leves molestias se habían transformado en unas dolencias de las que ningún médico había sabido encontrar diagnóstico ni mucho menos remedio. A duras penas podía hablar; un terrible dolor afligía su organismo y le dificultaba enormemente cualquier movimiento, lo que le obligaba a pasar la mayor parte del día inmovilizado en la cama. Pese a que los sirvientes de casa le ayudaban a cambiar de posición mientras yacía en el lecho, todo su cuerpo se había llagado. Si la información de su madre era correcta, que lo era, Luca había realizado un esfuerzo rayano en lo sobrehumano para ver por última vez a su idolatrado fray Girolamo Savonarola. Lorena podía comprender la decepción que debía embargar ahora a quien tanta fe había puesto en un profeta que no sólo había fracasado en realizar milagro alguno, sino que ni siquiera había negado las acusaciones en su postrer momento, y que sólo había respondido con su silencio. Sin duda no hubiera procedido de tal modo quien estuviera convencido de haber obrado rectamente como transmisor de la voluntad divina. Su hermana Maria quizá compartiera tal opinión, puesto que asiendo con delicadeza el brazo de su marido, cuyos ojos perdidos parecían no querer comprender lo que habían contemplado, le hizo saber que era conveniente abandonar la plaza.

—Ya es hora de que nosotros también nos marchemos —le dijo Mauricio, cogiéndola afectuosamente del hombro.

Sí, tenía razón. Hay cosas, pensó Lorena, que nunca deberían verse, aunque le era imposible apartar la mirada de los tres cuerpos ajusticiados. Lorena se acordó de que cuando era niña jugaba a observar cómo caían las piedras desde lo alto de un precipicio. Los seres humanos y las piedras podían ser diferentes, pero cuando los arrojaban al vacío, caían igual hasta el fondo del abismo.