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Flavia se sentó junto a su amado bajo la sombra del almendro que iluminaba con su centenaria presencia el jardín del palazzo. Por una mágica sincronía, recordó, la primera flor de su árbol predilecto había brotado el mismo día en que Michel había regresado a Florencia. Aunque habían pasado pocas semanas desde su retorno, las ramas del almendro ya exhibían sus pétalos blancos y rosados como un canto a la vida. Flavia creyó ver en aquel estallido de color, que renacía cada primavera, una alegoría de sus propios sentimientos. Como el viejo árbol, también ella había experimentado un largo invierno de pasiones aletargadas que nunca creyó que pudieran resurgir con una vitalidad tan desbordante. Hacía tantos años de su primer encuentro con Michel que todo debería haber cambiado, pero lo esencial seguía allí, ajeno al paso del tiempo. Los cuerpos estaban más desgastados, pero lo invisible era más diáfano; lo inaprensible, más sólido; y el amor, más real que cualquier otra cosa que Flavia pudiera ver, palpar o escuchar. Y sin embargo, en el mismo cielo sobre el que flotaba ingrávida, se hallaba la semilla de su futura desdicha. ¿Qué ocurriría cuando su amado volviera a marcharse? El mundo sería muy diferente entonces, pues ya se había acostumbrado a que su universo cotidiano fuera el de los dos. Perder lo más amado era más doloroso que no haberlo conocido jamás.

—¿Qué te ocurre? Pareces triste —comentó Michel.

—¿Y tú? ¿Eres feliz?

—Nunca lo había sido tanto —respondió él mientras le acariciaba la mano—. Mi vida está colmada de bendiciones. Tu amor es una copa repleta de abundancia que, en lugar de menguar, aumenta con cada sorbo. Y por si no fuera suficiente, convivo a diario con nuestra hija y nuestros nietos. Para un hombre acostumbrado a la soledad, que creía no tener hijos y que había renunciado a la vida en pareja, esta oportunidad que me brinda el destino me abre los ojos a un amor que no había conocido. A lo largo de los años he servido, querido y ayudado a mucha gente, pero nada se puede comparar con esto. Siento como si parte de mi espíritu morase dentro de Lorena, y que pedacitos de nuestro ser brillan de distintas formas en cada uno de nuestros nietos. ¿Y no es increíble que este maravilloso prodigio sea fruto de nuestra locura de juventud? Ciertamente, en nuestro caso, se ha cumplido el adagio según el cual Dios escribe recto con renglones torcidos.

—Quizás entonces lo más sabio sea no enmendar la obra del Señor. ¿No somos acaso una familia que comparte carne, corazón y sangre? ¿No ha sido un milagro que nos reuniéramos otra vez gracias a una gema que ha viajado desde tus antepasados hasta las manos del marido de tu hija a través de siglos, guerras, reinos y traiciones? Tal vez sea la voluntad de Dios que te quedes en Florencia. Y si no lo fuera, apelaría contra su juicio, porque yo ya no puedo volver a perderte, Michel. Nadie sabe lo que le falta hasta que lo encuentra, y nadie conoce lo que tiene hasta que lo pierde. Yo ya conozco suficiente, y no preciso saber más. Te amo con locura y te necesito más que todos los feligreses de Ornolac. El joven sacerdote del que me hablaste podrá velar por sus almas, aunque acabe de salir del seminario. En cambio, si te vas, a mí nadie podrá consolarme.

Cuando acabó de hablar, Flavia comprendió que, por fin, había logrado confesar aquello que tanto miedo le causaba. El peso de la angustia, una vez expresada, era más fácil de sobrellevar. Flavia sabía que exigía mucho, pero su corazón no le permitía pedir menos, ya que la felicidad presente se trocaría en un fruto amargo de no existir un mañana con Michel. A su amado le correspondía decidir.

—Llevo muchos días reflexionando en silencio sobre el rumbo que debo elegir, y todos los caminos me llevan siempre de regreso a mi corazón, que late fuerte junto al tuyo. Es necedad luchar contra la corriente de la vida. Durante estos dos últimos años he saldado la deuda que tenía con las cuevas de Ornolac. Y aunque mis feligreses me esperan, tengo plena confianza en que el nuevo sacerdote, al que encomendé la parroquia durante la primavera, continuará cuidando bien de mis ovejas. Lo que realmente me preocupaba era si podía traicionar los votos que hice en mi juventud. Ya sé que existen muchos cardenales que presumen de sus hijos y que bromean acerca de lo bellos que son sus pecados, pero yo no soy un príncipe de la Iglesia, sino un mero soldado de infantería. Por tanto, para quedarme con vosotros debo seguir ocultando mi condición de sacerdote y renunciar internamente a mis votos para siempre.

—¿Estás seguro de dar ese paso? —inquirió Flavia, que le cogió tiernamente de la mano y le miró con ternura. Ella no deseaba otra cosa, si bien le daba miedo que Michel adoptara una determinación de la que pudiera arrepentirse después. De existir la sombra de una duda, su amor podría ser objeto de reproches, y la culpa, un juez implacable con el transcurrir del tiempo.

—Completamente seguro —afirmó Michel—. Hemos de aprender de la naturaleza, que muere y resucita transformada sin cesar. El antiguo sacerdote debe morir para que el hombre pueda vivir. Los feligreses de Ornolac, al comprobar que no regreso, creerán que he fallecido durante el camino, y no se equivocarán, excepto si suponen que ha sido como consecuencia de los habituales ataques de los bandoleros. Por tanto, los votos que juró un fallecido en nada obligan al nuevo hombre que hoy nace. Y ese hombre que ahora te habla es también el trovador que te amó desde el principio y que sabe que el único pecado mortal es traicionar al corazón.

Flavia derramó lágrimas de júbilo, y hubiera abrazado inmediatamente a Michel de no oír a su espalda unos tacones que chocaban sobre el empedrado del jardín. ¿Quién podía ser? Todos los criados habían asistido a la ordalía, y era demasiado pronto para que hubiera acabado. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio frente a ella a su hija Maria, que tenía los ojos enrojecidos, la mirada perdida y el rostro abatido.

—¿Qué haces aquí, hija? —acertó a preguntar.

—Me ha ocurrido algo terrible, madre, y necesitaba contárselo a alguien.