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Florencia, 7 de abril de 1498

Todo pasa, todo cambia, si uno observa durante el tiempo suficiente, consideró Lorena. Hacía apenas dos años, su marido agonizaba en prisión bajo la tortura mientras la ruina, cual ave carroñera, aguardaba el momento de cobrarse su presa. En aquel entonces, Savonarola gobernaba Florencia desde el púlpito, y su negro manto recubría la ciudad de una oscuridad más opaca que la noche.

En poco más de dos años, las cosas habían cambiado mucho. Cristóbal Colón no se había equivocado al asegurarle a Mauricio que la participación en el negocio de la caña de azúcar importado de allende los mares era preferible a la devolución del préstamo. El azúcar era mucho más preciado que la miel como edulcorante, y los precios que se pagaban por tan escasa mercadería, fabulosos. Así, los dulces ingresos que fluían a sus arcas estaban superando las previsiones más optimistas hasta el punto de haberles permitido adquirir en propiedad la mansión arrendada a Mauricio Velluti. Durante las últimas semanas, un ejército de carpinteros, marmolistas, orfebres, ebanistas y pintores se habían afanado por restaurar el pasado esplendor del viejo palazzo. El ruido, el polvo y el incesante ajetreo provocado por los operarios habían sido enormemente molestos, pero, como resultado, el frío ya no se filtraría por las grietas de las paredes, las nobles maderas de suelos y techos refulgían nuevamente sin mácula, los lujosos tapices importados de Flandes reflejaban su recobrado estatus, y recibir visitas en casa volvía a ser motivo de orgullo.

Lo que nunca hubiera sospechado Lorena es que el primer invitado en disfrutar de tan costosas reformas fuera precisamente su padre: Michel Blanch había aparecido por sorpresa una hermosa mañana, adelantándose a una carta extraviada en la que detallaba su propósito de visitarlos durante la primavera y de mantener en secreto su condición de sacerdote. De haber portado sus hábitos consigo, los franciscanos, la orden a la que pertenecía, le hubieran obligado a residir en alguno de los numerosos conventos que poseían en Florencia. Por el contrario, si se presentaba bajo un nombre falso como un culto profesor de latín y francés, nadie podría investigar su pasado y a nadie escandalizaría que se alojara en su renovado palazzo como parte del salario por desempeñar el cargo de tutor privado. Lejos de causar extrañeza, la alta sociedad florentina interpretaba como otra muestra de la recobrada prosperidad familiar el incluir entre el servicio a un profesor particular.

A su vez, las clases le brindaban el pretexto idóneo para compartir tiempo con sus nietos. Michel no había desaprovechado la oportunidad: en pocas semanas había conseguido que sus cuatro pupilos le adoraran. Lorena creía que en parte se debía al mágico instinto por el que la sangre reconoce de donde procede. Mas otra parte del respeto que le profesaban no era sino la consecuencia natural de ser un entrañable profesor, de juicios tan excelentes que hasta Lorena se deleitaba aprendiendo mientras escuchaba sus enseñanzas. No obstante, hoy habían disentido por primera vez sobre la lección que debía impartir. Ella creía que sus hijos debían aprender que en Florencia era tan fácil subir hasta la cúspide a lomos de la diosa fortuna como ser despeñado desde lo alto, sobre todo si la cima era tan prominente como la alcanzada por Savonarola. Y para ello nada mejor que contemplar la ordalía de fuego que estaba a punto de celebrarse en la plaza de la Signoria. Michel, por el contrario, opinaba que no debían consentirse muertes gratuitas de sacerdotes, y que el público asistente al morboso espectáculo se convertía en cómplice necesario.

Todo había empezado sin que nadie le diera la más mínima importancia. En pleno apogeo de su poder, Savonarola había proclamado en el Duomo, ante una muchedumbre enfervorizada, que si fuera necesario realizar un milagro, los frailes de San Marcos entrarían dentro de una hoguera y saldrían de ella sin un solo pelo chamuscado. Nadie había osado contradecirle entonces, y el ascético fraile, embriagado por su éxito, se había atrevido incluso a desafiar al Papa públicamente. Indignado, Alejandro VI le había excomulgado y había advertido a los florentinos que quien acudiera a escuchar sus sermones sería también reo de excomunión. El de Florencia siempre había sido un pueblo pío y temeroso del Señor, por lo que ante el riesgo de ver su alma eternamente condenada a las torturas del Averno, habían optado por cambiar de parroquia. De nada habían servido las protestas del prior de San Marcos declamando que la excomunión decretada por un ser tan depravado como el papa Borgia era la prueba más palmaria de su inocencia. Al fin y al cabo, si la excomunión era válida penarían en el Infierno por siempre jamás. En cambio, aunque la excomunión no produjera efectos, las puertas del Cielo continuarían abiertas de par en par si acudían a la misa celebrada por cualquier otro sacerdote. Para un pueblo tan comerciante como el florentino, acostumbrado a sopesar en el fiel de la balanza tanto los beneficios como los riesgos, la cuestión era de puro sentido común.

Por consideraciones bien diferentes, otros muchos ciudadanos se habían ido distanciando notoriamente de los postulados de Savonarola. Así, la mayoría de los comerciantes y de las familias principales de Florencia opinaban que el único poder mágico de Savonarola consistía en que sus bolsas de florines fueran menguando día tras día de manera inexorable. Pisa no se había podido recuperar, y Florencia, enemistada con el resto de las ciudades italianas por culpa de su apoyo al rey Carlos y sin salida marítima, se había convertido en una urbe empobrecida. Tal vez eso no disgustara a Savonarola, tan contrario a los lujos superfluos, pero a la postre le hacía perder respaldo incluso entre el popolo minutto. En efecto, el precio de los alimentos había aumentado espectacularmente, y a los ciudadanos que no habían hecho votos de pobreza les exasperaba pasar hambre.

Quizá por ello, reflexionó Lorena, el prelado de San Marcos se había visto obligado a recoger el guante con el que un monje franciscano le había retado públicamente a inmolarse junto con él en una hoguera, para demostrarle al mundo entero que no era un profeta, sino un mentiroso. El prior de San Marcos, inteligentemente, había optado por ignorar el desafío. Fray Domenico, dotado de menor sagacidad que su prior, no había podido soportar las chanzas de que eran objeto y había proclamado durante un emotivo sermón que estaban dispuestos a probar el fuego de la hoguera para que las llamas mostrasen quién estaba en lo cierto.

Tras semejante acto de fe, Savonarola no podía seguir ignorando el reto sin perder el prestigio. Fray Domenico, el hombre que había tirado la primera piedra, e intentado después esconder la mano, había sido finalmente elegido, por unánime aclamación entre los monjes de San Marcos, para salir incólume de la pira.

Lorena estaba segura de que si las llamas mantenían sus propiedades habituales al contactar con el cuerpo de fray Domenico, el próximo en arder sería el prior de San Marcos. A Lorena le hubiera gustado que su madre contemplara con ella tan excepcional ordalía. Sin embargo, Flavia, aprovechando que todos los criados se hallaban en la plaza de la Signoria, se había quedado en su casa disfrutando de la intimidad con Michel, sin ojos ni oídos que pudieran murmurar a sus espaldas.

Nadie podía bañarse dos veces en el mismo río, pero la corriente de amor que había resurgido entre sus padres era tan intensa como la primera vez. De hecho, su madre irradiaba tal felicidad y belleza que parecía haber rejuvenecido varios años de golpe, desde que Michel acudió a buscarla en la capilla donde rezaba habitualmente. Lorena no se había atrevido a preguntar a su madre si mantenían relaciones carnales, puesto que Michel era sacerdote. Precisamente, era su condición de párroco la que le obligaba a retornar a Francia para atender a sus feligreses al finalizar la primavera.

El estruendo de la multitud interrumpió los pensamientos de Lorena. Los franciscanos estaban entrando en la plaza de la Signoria. Debían de ser unos dos centenares. Lorena pensó que la expresión de sus rostros era tan gris como el color de sus hábitos. Cubiertos con capuchas, se fueron abriendo paso en silencio hasta llegar a la hermosa logia de Lanzi, donde se agruparon bajo uno de los tres bellísimos arcos abovedados y aguardaron la aparición de sus rivales.

Los dominicos de San Marco no se hicieron esperar. Venían en procesión, andando en fila por parejas, acompañados de gran pompa y boato. En último lugar, cerrando el paso, marchaban fray Domenico, que exhibía un crucifijo en lo alto de su mano, y Savonarola, el excomulgado, portaba una hostia consagrada, desafiando así la autoridad del Papa. Los seguía una inmensa multitud enarbolando velas, antorchas, y cantando salmos con tal fuerza y pasión que a Lorena se le antojaron apocalípticos. El rostro de Domenico rebosaba determinación. Savonarola, a su lado, miraba ora al cielo, ora a la multitud, expresando a través del lenguaje corporal su privilegiada conexión con las alturas. Lorena observó que entre la fervorosa comitiva se encontraba Luca, flanqueado por sus hijos. Sin embargo, la extrañó sobremanera que junto a ellos no estuviera su hermana Maria. A su cuñado le disgustaba acudir a actos públicos sin su esposa, por lo que únicamente algo extraordinario podría haberla disuadido de estar al lado de su marido en un día tan importante. ¿De qué se podía tratar? Sólo una repentina enfermedad o una gravísima discusión podían explicar tan llamativa ausencia, pero ambas circunstancias se le antojaban tan improbables como que Girolamo Savonarola saliera triunfante de la plaza.

El brillo del sol en lo alto indicó que ya era mediodía, el momento que los dominicos habían elegido para celebrar una misa cantada en el improvisado altar que habían montado en la parcela de la logia que ocupaban. La plaza, completamente abarrotada, guardó un expectante silencio mientas se oficiaba la ceremonia. No obstante, el silencio se trocó en susurros, y la expectación, en nerviosismo, una vez acabada la misa, a medida que avanzaba el día sin que nadie diera el primer paso hacia la pira.

Los florentinos eran expertos en disputar apasionadamente durante horas sobre cuestiones de etiqueta y, ante la inminente perspectiva de ser reducidos a cenizas, los contendientes habían recurrido a lo que mejor sabían hacer: discutir sin llegar a ningún acuerdo. ¿Era admisible que fray Domenico entrara en la hoguera sin despojarse de la capa pluvial dorada con la que había oficiado la misa? ¿Podía tolerarse que portara consigo un crucifijo? Los franciscanos no querían que el símbolo de Cristo ardiera en la pira, y los dominicos alegaban que saldría tan incólume de las llamas como el fraile que Savonarola había designado.

Presionados por la multitud, los de San Marcos habían acabado por ceder en algunos aspectos protocolarios, pero habían impuesto una condición inaceptable para sus antagonistas: fray Domenico no daría ni un paso sin llevar consigo la hostia consagrada.

La tensión en la plaza tuvo su reflejo en lo alto cuando un trueno crujió en el cielo. Negros nubarrones transportados por el viento se habían ido arremolinando durante la jornada, como si esperaran oír la señal del cielo para descargar toda el agua acumulada. El diluvio fue tan fulminante como intenso. La multitud, completamente encharcada, enfrío sus ánimos y comprendió al instante que el espectáculo había terminado: hoy nadie ardería en la hoguera. Sin necesidad de que ninguna campana lo anunciara, la gente comenzó a desalojar la plaza precipitadamente. Lorena intentó apretar el paso en un vano intento de evitar el aguacero. Estaba tan empapada como si hubiera nadado vestida en el río Arno. La naturaleza de las cosas, reflexionó Lorena, era así. Aunque uno intentara acelerar el paso, la vida proseguía a su propio ritmo, indiferente a las urgencias de los mortales: cuando tocaba calarse hasta los huesos, nuestra única libertad era la actitud hacia los elementos. Sus hijos, más sabios que ella, caminaban sin prisa, demostrando así que eran dignos alumnos de su admirado tutor. Lorena recordó que Michel, con su buen tino habitual, había propuesto un desafío alternativo entre dominicos y franciscanos, consistente en intentar cruzar nadando el río Arno sin mojarse. La Signoria no había querido seguir sus consejos, pero sí Flavia, que había acertado quedándose en casa con Michel, en lugar de calarse hasta los huesos por asistir a la pantomima que representaban en la plaza de la Signoria. Cuando al acabar la primavera regresara a Francia, su madre lo echaría muchísimo de menos. Y ella también, a no ser que, de alguna manera, consiguieran retenerle en Florencia.