Lo primero que Lorena vio al despertar fue el destello de luz procedente del choque entre un cuchillo y un pedernal. Las chispas nacidas del hierro herido por la piedra cayeron sobre una base de hojarasca y leña fina. Michel sopló suavemente para avivar el fuego. Al poco, una pequeña hoguera alumbró la oscuridad.
—Buenos días —bromeó, mientras Mauricio y Lorena se desperezaban—. Dicen que viajar ensancha la mente. De ser cierto, acaso vuestra incursión en el país de los sueños os haya preparado para escuchar la increíble verdad sobre el anillo. Una verdad para la que debemos remontarnos hasta los buenos hombres y mujeres que vivieron aquí siglos atrás.
—¿Te refieres a los herejes cátaros? —preguntó Mauricio, todavía confuso por recordar tan nítidamente un extraño sueño en el que él mismo era uno de los herejes sitiados en la montaña de Montsegur.
—«Cátaros» fue un término despectivo que utilizaron los inquisidores con el propósito de estigmatizarlos —explicó Michel—. Ellos se identificaban simplemente como cristianos, aunque también se les llamó «buenos hombres y mujeres», «verdaderos cristianos» o incluso «amigos del bien». Su número e influencia fueron en constante aumento desde el siglo XII en la Occitania francesa, tanto entre el vulgo como entre la nobleza. Muchos fueron los motivos de su rápido crecimiento, pero la clave de su éxito no se puede comprender sin tener en cuenta la energía invisible que irradiaban sus maestros tras ser iniciados en estas cuevas con la ayuda de una esmeralda que conocéis muy bien.
La humedad de la gruta, la oscuridad que la envolvía, el espacio cerrado e inabarcable a un tiempo, el viaje onírico a un remoto pasado… Lorena tuvo la extraña sensación de haber regresado al claustro materno y de que volvía a nacer. La explicación de lo inexplicable, si la había, estaba inscrita en la gema que su marido portaba consigo.
Como si la hubiera escuchado a través del silencio, Mauricio extrajo el anillo de una bolsita de cuero oculta bajo su camisa.
—¿Qué secretos esconde esta piedra preciosa? —preguntó, mostrando la joya en la palma de su mano.
Michel Blanch la miró con reverencia, rozándola suavemente con las yemas de su mano izquierda antes de responder.
—Existe una leyenda según la cual nos hallamos ante la esmeralda que se desprendió de la frente de Lucifer durante su caída. Otra antiquísima tradición persa afirma que esta gema procede del Gran Cristal, el objeto que desató la gran guerra en las estrellas. Aunque todos los mitos y leyendas encierran realidades ocultas, lo único que yo os puedo asegurar es que los buenos hombres la consideraron su bien más preciado.
Michel guardó un pequeño silencio antes de proseguir.
—Según la tradición persa, la esmeralda procede del universo ideal descrito en los diálogos de Platón: allí el tiempo sería semejante a un objeto de dos dimensiones que pudiera contemplarse por entero desde un plano superior. De ser cierto, la conciencia, con la ayuda de la esmeralda, podría elevarse hasta ese plano superior, y viajar al pasado e incluso al futuro…
—Viajar al pasado de mi historia familiar permitiría desvelar muchos misterios —intervino Mauricio—. ¿Qué nexo pudo unir a los herejes cátaros con un rabino judío, hasta llevar la esmeralda a las manos de mi antepasado Abraham Abufalia?
—Los caminos del Señor son inescrutables, Mauricio… A comienzos del siglo XIII, el papa Inocencio convocó la primera Cruzada contra cristianos alegando que los señores feudales de la Occitania francesa toleraban el paulatino incremento de herejes cátaros entre sus súbditos. La espada flamígera de los cruzados, poco proclive al fino análisis, masacró sin distinguir credos, sexo ni edad, y dejó a Dios la engorrosa tarea de reconocer a los suyos en el más allá. Los nobles occitanos fueron derrotados en todas las batallas, y hasta el rey de Aragón, que había acudido en su defensa, falleció en Muret. Aun así, desde Montsegur, la iglesia prohibida protegía la esmeralda sagrada y reorganizaba a su pastoral clandestina esperando días mejores. Años de heroica resistencia sólo trajeron un postrer desengaño. Tras un largo asedio, la primavera del año 1244 anunció la rendición de la última montaña segura. Los buenos hombres, contrarios a la violencia sobre seres humanos y animales, se entregaron pacíficamente. Ninguno renegó de su fe para salvarse de la hoguera.
—Sin embargo, un buen hombre llamado Pierre Blanch escapó del cerco portando consigo la esmeralda —prosiguió Lorena, que recordaba su sueño. Lo onírico y lo real, reflexionó para sí, se entretejían en aquella cueva como en un tapiz de imágenes reflejas.
—En efecto —concedió Michel—. El portador de la esmeralda, buen conocedor de los senderos secretos de las montañas, logró atravesar los Pirineos, y buscó el anonimato en la gran urbe de Barcelona. Pero el peligro rondaba la piedra sagrada. Los resplandecientes, una sociedad secreta luciferina, andaban tras la pista de la piedra que otrora perteneció a Luzbel, el más luminoso de los ángeles. Pronto aparecieron en la ciudad condal oscuros depredadores, ocultos bajo honorables apariencias, que realizaron indagaciones sobre esmeraldas, herejes cátaros y forasteros con acento francés recientemente instalados en la urbe.
El rabino Abraham Abufalia residía en Barcelona, pero no tenía acento francés, y quien profesaba la fe judía no podía ser al mismo tiempo un hereje cristiano. Así que sintiéndose cercado, Pierre resolvió huir de la ciudad y proteger la esmeralda con una jugada de mano insospechada: se la entregó en depósito a Abraham Abufalia. Los resplandecientes, pensó, jamás podrían sospechar que el anillo hubiera pasado a manos de aquel rabino.
—También era arriesgado confiar una joya tan preciada a un cabalista hebreo —apuntó Mauricio.
—Sí, pero Pierre estaba persuadido de que el rabino era un hombre de Dios, pues ambos habían constatado a través de largas conversaciones que, más allá de las creencias religiosas, sus experiencias místicas no se diferenciaban en lo esencial. Por su parte, Abraham Abufalia se comprometió bajo juramento a devolver la esmeralda tan pronto como se le requiriera. Años después, cuando el peligro había remitido, Pierre regresó a Barcelona para reclamarla. Abraham Abufalia, gravemente enfermo, pidió a su hijo mayor que devolviera el anillo a su legítimo propietario. Cegado por la avaricia, su primogénito no respetó la última voluntad de su padre…
—Desde entonces —prosiguió Mauricio uniendo los hilos de sus pensamientos—, la esmeralda ha ido pasando sucesivamente a los primogénitos de cada generación, que junto con el regalo secreto heredaron también una maldición que los acompañó hasta la tumba.
—Tú romperás el círculo de las tragedias pasadas cumpliendo al fin la promesa de tu sabio antepasado —aseguró Michel con firmeza.
Un escalofrío recorrió a Mauricio cuando las palabras que su padre le había dicho en la prisión a modo de despedida resonaron de nuevo en su cabeza.
Lorena, a su vez, desconocía donde acababan los prodigios y comenzaban los milagros, pero estaba persuadida de que el pasado tenía voz en aquella cueva. Tal vez por ello las siguientes palabras brotaron de su garganta con la fuerza incontenible de lo que durante tanto tiempo había permanecido oculto.
—Y por supuesto —intervino Lorena dirigiéndose a Michel Blanch—, tú eres el descendiente de Pierre Blanch. Tú eres la persona que, supuestamente, nos ibas a presentar en Ornolac. Y, sobre todo, eres mi padre.
Michel había sido para Lorena un espejo capaz de reflejar diferentes imágenes con cada cambio de mirada. Sin embargo, nada la había preparado para la desbordante marea de emociones que transmitió el rostro lloroso y descompuesto de su progenitor.
—¿Estás segura? —preguntó al fin con voz temblorosa.
Lorena notó que su mente se quedaba en penumbra, mientras una lluvia de lágrimas arrastraba a su conciencia sentimientos demasiado intensos para ser comprendidos sin la ayuda del llanto.
—Tanto como lo pueda estar mi madre —acertó a responder entre sollozos.
Lorena tuvo la sensación de volver a casa tras siglos de ausencia cuando Michel la acogió entre sus brazos. Mauricio también lloró al pensar en su madre, a la que nunca había podido abrazar, y en su padre, al que tampoco volvería a ver. Al igual que su esposa, sintió que regresaba a su hogar y que una nueva luz le transmitía más amor del que nunca hubiera sentido.
Michel fue el primero en recuperar el temple suficiente como para expresar en palabras los sentimientos que se habían desbordado.
—Eres el fruto de un gran amor, hija mía. Durante estos días no he dejado de pensar en Flavia cada vez que te miraba. Pronto tuve la certeza de que eras su hija, aunque preferí no indagar. Ahora soy sacerdote y no podía siquiera imaginarme que Flavia te hubiera hablado de mí. Tu madre era una mujer casada, y que fueras hija de su esposo, era lo normal y lo probable. Sin embargo, una y otra vez, al ver tus ojos claros, me preguntaba si el Señor no habría creado un ángel utilizando a un pobre pecador. ¿Acaso no hace Dios mariposas de gusanos?
A Lorena no se le escapó que la última pregunta era una referencia directa a los versos de Dante que Michel le había dejado a su madre como recuerdo. Aquellos versos habían acudido a ella reiteradamente durante el viaje mientras observaba a su padre. Ahora, por fin, podía expresar sus pensamientos más íntimos.
—Sólo cuando el gusano es en verdad una mariposa camuflada —respondió Lorena—. Si he podido volar ha sido gracias a tus alas. Ni siquiera sospechaba que existías, pero era tu sangre la que regaba mi cuerpo, y tu savia es la que me ha dado la fuerza necesaria para convertirme en lo que soy. No pudiste cuidarme, abrazarme ni educarme cuando era una niña, mas ahora comprendo que siempre has estado conmigo. Estoy muy orgullosa de que seas mi padre. Te quiero, papá.
El amor difuminó los límites entre padre e hija, que, por un instante, creyeron ser uno.
—Los sacerdotes también necesitamos confesar nuestros pecados —dijo Michel en voz baja—. La fruta del árbol prohibido que probé en mi juventud me quemó las entrañas cuando dejé de ver a la mujer de la que me había enamorado. No deseaba a ninguna otra. La ilusión desertó de mi vida. Tristes eran mis noches y fríos los amaneceres; mi voz no deseaba cantar y mi boca había perdido el apetito. Sin interés por los afanes terrenales busqué en la iglesia mi refugio. Mas las heridas del alma no se curan huyendo del mundo. Las dudas de fe me cercaron sin respetar mi condición de sacerdote. Perdido me hallaba en la selva de mis sombrías emociones cuando me adentré en esta misma cueva esperando ser devorado por alguna fiera salvaje. No hallé dentro ni osos ni lobos hambrientos, sino hombres reunidos alrededor de una hoguera: «¿Por qué presentas tan triste figura? —me preguntaron—. Las nubes pasan, el cielo permanece. Adéntrate en lo profundo de la gruta con nosotros y aprenderás a ver en la oscuridad. Entonces sabrás lo que queda de ti cuando la niebla que te envuelve se haya disipado». No tenía nada que perder. Pasé una semana en el interior del vientre de esta cueva y salí transformado. Aunque no pudiera volver a estar junto a Flavia, resolví que su amor me inspiraría a dar lo mejor de mí mismo ayudando a otros.
Leonardo Da Vinci, pensó Mauricio, también había elegido una gruta muy similar para mostrar el primer encuentro entre Jesús y san Juan Bautista, contraviniendo las órdenes de la congregación que le había encargado el cuadro. ¿Acaso Leonardo se habría arriesgado a desairar a tan importante orden, pese a ser su primer encargo en Milán, por conocer personalmente la importancia de ciertas cuevas? Lo único seguro era que la cofradía de la Inmaculada Concepción no se había quedado finalmente con la obra y que los dominicos florentinos habían arrojado al fuego su dibujo a sanguina, La Virgen de las Rocas.
—Más tarde, supe —prosiguió Michel— que había participado en ritos semejantes a los celebrados por los buenos hombres siglos atrás en este mismo lugar y que mi antepasado, Pierre Blanch, había sido uno de sus principales maestros.
—Lo cual enlaza nuevamente —intervino Mauricio— con el anillo que te pertenecería como heredero.
—Así es —confirmó Michel—. Podríamos rastrear mi árbol genealógico a través de archivos eclesiásticos, pero creo que esta carta de Lorenzo, el Magnífico, será suficiente.
A la tintineante luz de la hoguera, Mauricio examinó el documento que Blanch había extraído de sus ropas. El sobre y el papel procedían de la casa Medici, de eso no había duda. La letra y la firma también se correspondían con la caligrafía del Magnífico.
Amigo Mauricio:
Cuando leas estas palabras, ya no me contaré entre los vivos. Sin embargo, aun desde el reino de los muertos, te hablo para que recuerdes nuestra última conversación. Haz tal como me prometiste.
La clave es el 33.
La carta era breve y no contenía nombres concretos ni referencia explícita al anillo, por una cuestión elemental de seguridad. Pese a ello, Mauricio estaba ya persuadido de que Michel Blanch era el legítimo destinatario de aquella joya y no un mero impostor que se hubiera hecho arteramente con la carta. «Todo tiene su momento y, cada cosa, su tiempo bajo el cielo», le había dicho en Aigne como única respuesta a sus ruegos para que revelara lo que sabía sobre el anillo. Exactamente la misma frase que Lorenzo, el Magnífico, había pronunciado cuando Mauricio le había expresado sus dudas sobre la posibilidad de llegar a conocer algún día el secreto de la esmeralda. Pues bien, el momento había llegado.
—¿Qué significa la clave 33? —inquirió—. El Magnífico me explicó que el triángulo representa el número 3. Y que los dos triángulos superpuestos del símbolo hebreo configuran el número 33, clave no sólo para los judíos, sino para toda la humanidad. ¿Cómo se relaciona tal cosa con el anillo?
—A través de los buenos hombres, por supuesto. De acuerdo con su cosmogonía, el destino de la humanidad es regresar conscientemente a su morada divina tras haber trascendido las trampas de la materia. Y la humanidad, conforme a su interpretación de El Apocalipsis, estaría compuesta por el tercio de los espíritus celestes arrastrados por la cola del dragón luciferino durante su caída. ¿Qué tanto por ciento representa un tercio? Treinta y tres, más tres…, y así indefinidamente. Dime ahora: ¿qué frase está grabada en el anillo?
—Luz, luz, más luz —respondió Mauricio.
—Abraham Abufalia inscribió esa leyenda en castellano con la intención de ofrecernos una clave. La palabra «luz» tiene tres letras —apuntó Michel—. Así que la traducción matemática de la frase sería: 33 + 3. ¿Comprendéis? Todos venimos de la luz; todos caímos en las tinieblas junto con Luzbel; y el tercio de espíritus celestes barridos de los Cielos por la cola del dragón regresaremos transfigurados a la luz. El 33 encierra así la clave del origen, misterio y destino de la humanidad.
Al igual que la lluvia se funde en los ríos sin esfuerzo, las ideas fluyeron en Lorena con igual naturalidad.
—Así pues, el anillo contiene la misma clave e idéntico mensaje que La divina comedia, puesto que las metamorfosis que ha de experimentar la especie humana hasta alcanzar su destino final constituyen el más profundo sentido de la obra de Dante.
—Así es —afirmó Michel arqueando sus cejas en tono admirativo—, aunque no he encontrado demasiadas personas que participen de la misma opinión.
—Será porque no han leído con atención al poeta. ¿O acaso no escribió la pluma de Dante estos versos en La divina comedia?
¡Oh, soberbios cristianos desgraciados,
que, enfermos de la vista de la mente,
confiáis en los pasos atrás dados!,
¿no veis que somos larvas solamente
hechas para formar la mariposa
angélica que a Dios mira de frente?
—¡Los mismos versos que le dejé como recuerdo a tu madre! —exclamó Michel sin poder ocultar su sorpresa.
—Todo encaja, finalmente —comentó Lorena—. Y supongo que, no por casualidad, la estructura matemática de La divina comedia contiene la misma cifra del anillo. La obra maestra de Dante se divide en tres libros: «Infierno», «Purgatorio» y «Paraíso». El primero consta de 34 cantos, y los otros, de 33 cantos cada uno. Suman un total de 100. Y si dividimos los cantos entre los tres libros que la componen el resultado también sería treinta y tres más tres…
Mauricio leyó en la mirada de Michel el enorme orgullo que le invadía al escuchar a su hija, y no pudo evitar pensar que Lorena sería digna merecedora de heredar en el futuro la misma joya que pensaba entregar a su padre.
—Nada es casual, como acertadamente has indicado —afirmó Michel—. Dante Alighieri, además de ser un gran poeta, estaba en el secreto de lo inefable. Prueba de ello es su obra de juventud La vida nueva, en la que ya nos apunta que el nueve es su cifra predilecta por contener tres veces tres, el número maestro. En dicha obra relata cómo se enamora de Beatriz y cómo, nueve años más tarde, el segundo reencuentro le provoca un sueño insólito reflejado en rimas tan inspiradas que los fedeli d’amore lo aceptan dentro de su círculo hermético.
—¿Los fedeli d’amore? —preguntó Mauricio intrigado.
—Los «fieles del amor», el grupo secreto al que perteneció Dante, —expuso Michel—, continuaron la tradición iniciada por los poetas provenzales. Como sabéis, los primeros trovadores posaron su deseo sobre lo inaccesible: mujeres hermosas, inteligentes, sensibles… y casadas con nobles señores. Naturalmente tales amores eran imposibles. No lo permitía la moral ni, menos todavía, sus poderosos maridos. Los poetas intentaron hacer de la necesidad virtud y sublimar su pasión hasta transformarla en un amor tan puro que el mero hecho de servir y adorar a la dama sin esperar nada a cambio se convirtiera en el camino de perfección elegido para salvar su alma. Sin embargo, el camino de los fieles del amor está lleno de riesgos. Y no hablo sólo del pozo de amargura en el que puede caer hasta el más desprendido de los trovadores cuando su amor no es correspondido. Existen también otros abismos en los lindes del sendero por el que transita el osado caminante. ¿Qué sucede cuando el fruto probado no puede olvidarse? ¡Ay, si la felicidad está prohibida! Cuanto mayor placer, mayor sufrimiento. Cuanta más dicha, más profunda es la amargura. El custodio de la culpa guarda la llave maestra bajo siete cerrojos de dolor, y pocos son los que recobran la ilusión.
A Lorena le pareció evidente que Michel había utilizado la digresión sobre los trovadores para hablar sobre su propio sufrimiento, que, de hecho, también su madre compartía. Lorena era consciente de que él se había convertido en un hombre consagrado a Dios, pero ¿era ése un motivo suficiente para que dos personas que se amaban tanto no pudieran volver a encontrarse?
—Alguien dijo hace tiempo que «el único pecado mortal es traicionar al corazón» —susurró Lorena en voz baja.
Michel debió de reconocer al punto la frase que él mismo había pronunciado antes de darle el primer beso a Flavia, pues un visible escalofrío recorrió su cuerpo al tiempo que sus ojos húmedos pugnaban por contener nuevas lágrimas.
—La felicidad nunca debería estar prohibida —le dijo Lorena mientras le acariciaba la mano—. ¿Por qué no regresas con nosotros a Florencia para conocer a tus nietos?
A Lorena le había parecido inadecuado añadir que a Flavia le encantaría volver a verlo, aunque la invitación llevaba implícita esa posibilidad.
—Nada me gustaría más —respondió Michel Blanch—. No obstante, por duro que nos parezca, cada uno de nosotros debe cumplir el papel que le ha reservado la vida. Por el momento, los feligreses de Ornolac necesitarán un pastor. E igual que hizo mi antepasado, es mi propósito devolver la deuda que tengo contraída con la existencia utilizando la esmeralda en estas cuevas para iniciar a quienes puedan alcanzar niveles superiores de conciencia.
¿Debía imponerse el destino de la esmeralda a la felicidad de los hombres?, se preguntó Lorena en tanto Mauricio, que había permanecido en un discreto segundo plano observando emocionado el singular diálogo entre padre e hija, se acercaba a Michel para darle un sentido abrazo antes de entregarle la alianza. La misma joya que siglos atrás había buscado refugio en Barcelona. La esmeralda que su familia había retenido durante generaciones había encontrado, al fin, el camino de regreso a sus orígenes. Con gesto solemne, la depositó en la mano de quien la custodiaría en el futuro. Un nuevo tiempo nacía para todos los allí reunidos.
—Resulta paradójico —comentó— que esta esmeralda sagrada haya pertenecido a herejes cátaros, rabinos judíos, falsos conversos, y que ahora vaya a ser custodiada por un sacerdote cristiano.
—No es paradójico —negó con rotundidad Michel Blanch—, sino una verdadera lección, pues nuestro verdadero ser observa inmutable los nubarrones formados por nuestras ideas y creencias. Por eso a Pierre Blanch no le importó que Abraham Abufalia custodiase la esmeralda, pese a ser un judío. Ambos sabían que estaban unidos en lo alto, por encima de las nubes pasajeras, del mismo modo que nosotros estamos ligados por hilos invisibles que nos volverán a reunir en el futuro.
Lorena comprendió entonces que cuando Michel Blanch concluyese la tarea que le había reservado el destino acudiría a Florencia, donde tenía una cita con su corazón.