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Como cada noche antes de acostarse, Mauricio rezó con fervor por el alma de su padre. Si penaba en el Purgatorio, sus oraciones le aproximarían a las puertas del Cielo. De estar ya en el Paraíso, sería su progenitor quien velara por él desde lo alto. No obstante, la inesperada confesión de haber sido el primer familiar en traicionar la fe judía le llenaba de amargura.

Muy a su pesar debía admitir que había vivido en el engaño desde su más temprana infancia. ¿Cómo era posible ignorar los sentimientos reales de las personas amadas, aquellas con las que uno había crecido, compartiendo gozos, sufrimientos y cuitas? ¿Acaso era el amor una fuerza cegadora que cegaba con su luz? Quizás ahí residiera la respuesta. Le habían engañado, sí, pero no sin prestar cierto consentimiento. Su padre había acertado al advertirle desde la cárcel que su pasión por los libros era también un refugio, una forma de eludir una realidad que no se ajustaba a sus deseos. El tiempo para soñar había acabado.

Al igual que existen leyes escritas de arduo cumplimiento, hay normas no habladas que nadie discute ni cuestiona. Las primeras se imponen por la autoridad y la fuerza, mientras las segundas se obedecen sin saberlo. Así había ocurrido en su hogar, donde los silencios actuaban como muros invisibles. Mauricio reconoció que jamás había intentado atravesar los densos muros de vacío, ni escuchar los gestos en lugar de las palabras. De haber osado romper las reglas inscritas en su mente, no le hubiera sido difícil adivinar la verdad.

Sus tíos paternos acudían a misa casi diariamente, pero sus rictus solían mostrar más respeto que fervor, más atención que devoción. Incluso, ahora caía en la cuenta, ¡rara vez les había visto realizar actividad alguna durante los sábados, a menos que fuera imprescindible! ¿Cómo no se había percatado de que en su propia familia había falsos conversos?

Sus abuelos paternos, fallecidos prematuramente, también debían de haber practicado en secreto la religión hebrea, pese a yacer enterrados en un cementerio cristiano. ¿Cómo asumir que aquellos de quienes procedía hubieran llevado una vida de falso disimulo coronada con una profanación del suelo sagrado en el que yacían enterrados? Ahora contemplaba con una nueva luz la relación con sus tíos. Aunque su padre solía hablar de sus hermanos afectuosamente, lo cierto es que el trato con ellos siempre estuvo presidido por un halo de educada frialdad. Mauricio había atribuido tal distanciamiento al desigual reparto de la herencia, en la que su padre recibió la mejor parte por ser el primogénito, aunque obviamente existían otros motivos…

La mentira anidaba en las mismas raíces del árbol que le había engendrado. Aquello le producía la sensación de estar andando sobre una tupida hojarasca que ocultara bajo su manto larvas putrefactas. Bajo sus pies se abrían oscuros abismos, pero lo que más le angustiaba era que su padre hubiera afirmado que su doloroso final pudiera ser consecuencia del vengativo castigo decretado por un lejano rabí muerto siglos atrás. Mauricio rogó para que tales aseveraciones respondieran tan sólo a un fugaz momento de desesperación, por más que el luminoso rostro de su padre se le apareciera ahora salpicado de sombras. Siempre había estado convencido de que su padre no se había vuelto a casar por el amor que le profesaba a su mujer, fallecida en el parto del que había nacido él. Ahora se planteaba si no existirían otros motivos, como el temor a ser descubierto por una nueva consorte practicando en secreto los ritos judíos.

Mauricio desechó tales pensamientos. Su progenitor trabajaba los sábados, comía tocino, iba a misa diaria y oraba con fervor, probablemente, pensó, con la vehemencia de los nuevos conversos que ocultaban así el íntimo temor a dudar de su nueva fe…

Cuando finalmente consiguió dormirse, soñó con un cielo repleto de rocas enormes en lugar de estrellas. Las piedras se multiplicaron hasta formar una impenetrable capa multiforme que descendió lentamente sobre él, aplastándole bajo su peso. Mientras sentía la asfixia de la muerte, un rayo claro explotó en su cabeza. Las amenazadoras piedras desaparecieron y una amorosa luz dorada le envolvió, transmitiéndole una paz nunca antes conocida. Los verdes ojos de Lorena le miraban desde el firmamento con el amor que proviene de más allá del tiempo. Mauricio se despertó, se incorporó como en trance, se dirigió al escritorio, mojó la pluma en tinta y escribió su verso más bello como quien cabalgara sobre una ola.