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Lo último que hubiera imaginado Lorena es que Michel Blanch fuera el párroco del burgo. Según observó, a simple vista su palabra tenía un gran predicamento; la iglesia estaba tan abarrotada que Lorena y su esposo no lograron entrar en su interior, por lo que debieron conformarse con esperar en una pequeña plaza adyacente, junto con otros individuos, a que terminara la misa. Y es que no sólo las buenas gentes del Cagarou de Aigne estaban allí, sino que también habían acudido numerosas personas procedentes de la cercana población de Minerve. Tan inusual aglomeración decía algo acerca de Michel Blanch. Su madre lo había considerado alguien especial y parecía que sus feligreses tenían una opinión excepcional sobre aquel hombre. La curiosidad y las ganas de conocerlo se acrecentaron en Lorena.

Aún tuvo que aguardar un buen rato antes de ver satisfechas sus ansias. Al acabar la liturgia, la plaza se llenó por completo y los feligreses se disputaron la compañía del cura para departir unos minutos con él. Finalmente, logró acercarse a Michel Blanch. Una honda emoción diferente a cualquier otra sentida anteriormente la recorrió al contemplar frente a sí a la fuente de la que había nacido.

Michel era un hombre cuya mera presencia impactaba. Alto y corpulento, sus facciones eran poderosas. Los ojos grandes, azules y profundos parecían ver en el interior de dónde posaba la mirada. La frente ancha y despejada reflejaba inteligencia. Los cabellos plateados caían en cascada hasta sus hombros formando sugerentes ondulaciones. Sus pobladas cejas, también blancas, denotaban vitalidad, y su cuidada barba, del mismo color que la nieve, inspiraba sabiduría. Su nariz, fuerte y recta, transmitía personalidad; sus labios gruesos y carnosos, afecto. Gracias a su madre, Lorena sabía que aquel hombre rondaría los sesenta años, pero físicamente transmitía una energía inusual para alguien de su edad.

Sobreponiéndose al nerviosismo y a su corazón tembloroso, Lorena le explicó que venían de Florencia con la intención de devolver el anillo a su legítimo propietario. El carismático párroco asintió discretamente con la cabeza y los invitó a su casa para tratar aquel asunto.

—Venís en el tiempo justo —dijo Michel tras escuchar su historia—. Mañana parto hacia Tarascón de Ariège. Tres hombres armados me escoltarán para disuadir a posibles salteadores de cometer violentos pecados. Venid, pues, con nosotros sin miedo, pues cerca de allí se encuentra quien buscáis.

La conversación había fluido naturalmente en una mezcla de la lengua de oc —que Lorena y Mauricio conocían desde niños por su afición a los poetas occitanos— y el idioma toscano, que Michel Blanch conocía. Sin embargo, el diálogo quedó trabado cuando quisieron saber algo más sobre la historia de la esmeralda y el derecho que asistía a quien debía recibir de sus manos tan preciada joya.

—No es el momento adecuado para hablar de ello —se excusó Michel—. Como sabiamente nos recuerda el Eclesiastés: «Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de construir y demoler; tiempo de tejer y de rasgar; tiempo de hablar y tiempo de callar».

Lorena, insatisfecha con una contestación tan poética como esquiva, había intentado averiguar algo concreto; ya que estaban dispuestos a entregarle una joya de valor incalculable.

—Como os he dicho, todo tiene su momento y, cada cosa, su tiempo bajo el sol. Hoy no es el día ni el lugar adecuado, pero dentro de pocas jornadas vuestras inquietudes encontrarán respuestas. Y si éstas no os satisfacen, nadie os obligará a darme la esmeralda.

La insistencia suele obtener frutos, pero Lorena no consiguió que Michel Blanch añadiera luz sobre aquella cuestión. Aparentemente, aquel hombre no parecía alterado por que fueran a devolver una joya tan extraordinaria, ya que ni siquiera les había pedido que se la mostrasen. Simplemente les había creído con la misma tranquilidad con la que uno recibe noticias intrascendentes de parientes lejanos. La aparente indiferencia de Michel hizo sospechar a Lorena. ¿Y si estuviera interesado en hacerse con el anillo y meramente interpretara un papel con la finalidad de alcanzar su propósito? ¿Y si no existía prueba alguna sobre la propiedad del anillo? ¿Qué pensar entonces de un viaje escoltados por hombres de la confianza de Michel Blanch? ¿No serían acaso corderos conducidos por lobos hacia su perdición? Porque en caso de no querer entregar la esmeralda voluntariamente, no podrían impedir que se la arrebatasen y les dieran muerte en cualquier camino solitario, si ése fuera su propósito.

Lorena resolvió compartir sus dudas con Mauricio, aunque su intuición le decía que podía confiar en aquel párroco, a quien debía nada menos que su vida.