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El viaje no resultó fácil para Mauricio. En cuanto le hubieron retirado los cabestrillos de los brazos insistió en partir hacia Francia. Finalmente, al cabo de poco más de tres meses desde su absolución por el Gran Consejo, Mauricio y Lorena se embarcaron en una carabela que partió del cercano puerto de Livorno hacia las costas de Marsella. Allí se unieron a una caravana comercial cuya ruta les convenía. Siguiendo el trazado de las antiguas vías romanas hicieron altos en Arles, Nimes, Montpellier y Beziers, donde vendieron con provecho el excelente aceite de oliva que habían traído de la Toscana.

El buen tiempo propio del estío había propiciado la ausencia de tormentas durante la travesía en barco y había aumentado el tiempo de luz diurna durante el que la caravana podía avanzar. Pese a tan favorables condiciones, Mauricio había sufrido mucho, debido a los fuertes dolores que aún sentía. Los huesos se habían soldado, pero su encaje no era tan preciso como antaño, de tal manera que los movimientos de sus hombros y sus muñecas se habían reducido ostensiblemente. Según todos los médicos que habían consultado, los dolores le acompañarían el resto de su vida.

Mauricio tenía fe en lo imposible y confiaba tanto en que sus articulaciones recuperaran una mayor movilidad como en que sus dolencias se mitigaran. Muchos agoreros le habían advertido de que era prematuro arriesgarse a un viaje tan largo sin estar completamente restablecido. No obstante, la ilusión se había impuesto a sus temores y las murallas del Cagarou de Aigne ya estaban a la vista. «Cagarou» significaba caracol en lengua de oc, y el motivo de que aquel lugar tuviera tal nombre era el montículo en el que se encontraban. El trazado circular de la villa recordaba al de un caracol, porque sus callejuelas formaban espirales concéntricas con una única salida posible. Allí, dentro del caparazón, se ocultaba un misterio llamado Michel Blanch.