118

Luca salió hecho una furia de la sala de la Audiencia, donde se había reunido con el resto de los priores. Por ridículo que pudiera resultar, Antonio Rinuccini, el aclamado abogado, había logrado persuadir a sus compañeros de que Mauricio no debía sufrir nuevas torturas. Lejos de dejarse intimidar por la magnificencia de la sala, Antonio Rinuccini había actuado con tanto aplomo que más parecía el presidente de la Signoria que un mero letrado.

Con una bien estudiada mezcla de tacto y firmeza, Antonio Rinuccini les había recordado que, de acuerdo con la nueva Constitución, si la Signoria condenaba a alguien y posteriormente se negaba a conceder la apelación ante el Gran Consejo, los priores incurrirían en la misma pena que hubieran impuesto al reo. Hasta aquí, nada que no supieran. Luca jamás había pensado en denegar la apelación. Simplemente estaba esperando a que Mauricio confesara bajo la presión del suplicio para obtener una prueba tan rotunda de culpabilidad que el Gran Consejo no tuviera otra alternativa que ratificar la sentencia.

Sin embargo, con gran habilidad, el descarado leguleyo había dado una vuelta de tuerca a la interpretación de la Constitución, asegurando que si Mauricio fallecía víctima de la tortura y a título póstumo el Gran Consejo lo declaraba inocente, los priores deberían afrontar la misma suerte: es decir, la muerte.

Un murmullo de indignación había recorrido la sala. Por palabras menos graves habían enviado al potro a muchos hombres. No obstante, la legendaria vitola que acompañaba a Antonio Rinuccini había templado los ánimos y se habían limitado a dar por concluida la audiencia sin poner al lenguaraz abogado en el lugar que le correspondía.

Ya a puerta cerrada, varios priores habían expresado sus miedos y dudas. El médico que había examinado a Mauricio aseguraba que su corazón no soportaría otra sesión de tortura. ¿Para qué arriesgarse, pues, a que Antonio Rinuccini les pudiera acusar de asesinar a un inocente? En breve se produciría el relevo en la Signoria y nuevos miembros ocuparían sus cargos. Florencia era una ciudad demasiado volátil en sus afectos. ¿Quién sabía si la diosa fortuna no dispondría que los nuevos priores fueran tan amigos de Mauricio como enemigos suyos? Lo más prudente era evitar riesgos innecesarios, especialmente tomando en consideración cómo se las gastaba Antonio Rinuccini.

Luca apretó con fuerza los puños mientras deambulaba, irritado, por los pasillos de la Signoria. No permitiría que Lorena y Mauricio se salieran con la suya.