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A Luca le gustaba contemplarse frente al espejo vestido con la giornea escarlata de cuello de armiño y el birrete de color grana que reflejaba su condición de prior. También le complacía dar órdenes a los sirvientes del palacio que, trajeados con elegantes libreas verdes, se esforzaban en cumplir sus deseos con la máxima prontitud. La fragancia del poder era embriagadora. Tan sólo nueve priores decidían sobre los asuntos más importantes de la ciudad, dictando normas y decisiones que afectaban a familias y haciendas. Por ello, se intentaba mantenerles al margen de presiones e influencias, y se les aislaba durante dos meses en el esplendoroso palacio de Gobierno. Dicha práctica dificultaba en gran medida las corruptelas y los sobornos, pero no podía evitar determinadas componendas. Así, por ejemplo, el resultado del juicio contra Mauricio estaba amañado de antemano.

Seis habas negras, dos tercios de los votos, bastaban para condenarlo. En el momento de la votación, cada prior introducía en secreto un haba en la bolsa de terciopelo. Si el haba era negra, se computaba como un sí; en caso de que fuera blanca, se contabilizaba como un no. Pues bien, Luca y otros cinco priores se habían comprometido a votar conjuntamente en una serie de asuntos que incluían la condena de Mauricio. Por supuesto, las votaciones eran secretas, pero si no salían al menos seis habas del mismo color en alguno de los sufragios previamente amañados, los confabulados sabrían que existía un traidor entre ellos. De momento no se habían producido sorpresas y Luca no tenía motivos para temer que un pacto tan ventajoso entre todas las partes fuera a romperse, especialmente en un caso como el de Mauricio Coloma.

La única prueba en contra de Mauricio era endeble: una carta falsificada en la que supuestamente se dirigía a Piero de Medici, el hijo exiliado del Magnífico, donde le relataba la situación en el interior de Florencia y le conminaba a obtener refuerzos con los que presentarse a las puertas de la ciudad cuando la fruta estuviera madura. No obstante, la prueba irrefutable ante cualquier tribunal era la confesión. Y Mauricio confesaría el delito que no había cometido.

Tal vez sin necesidad de violencia. Tan sólo dejándole una pluma y un pergamino en la soledad de su celda, tras prometerle respetar su vida a cambio de testificar falsamente contra cinco amigos cuyas antipatías hacia Savonarola eran sobradamente conocidas. Naturalmente ese escrito, lejos de salvarle la vida, supondría firmar su condena de muerte. Sin embargo, Luca prefería que la voluntad de Mauricio no se doblegara tan rápidamente.

Deseaba que sufriera una larga y dolorosa agonía antes de claudicar. Y siendo la tortura el procedimiento habitual para extraer confesiones de los reos, cuanto más resistiera Mauricio mayor sería su sufrimiento. Porque de lo que no cabía duda era del resultado final: nadie era capaz de resistir el tormento aplicado sin misericordia.

Luca sentía cómo el poder circulaba por sus venas. Estaba más allá de las normas que los débiles acataban por necesidad y le estaba permitido cumplir sus deseos más inconfesables. Lorena lo experimentaría en sus carnes esa misma mañana. Su propuesta sería tan descarnada como falsa: le prometería la liberación de su marido a cambio de que se le ofreciese desnuda para hacer con ella cuanto se le antojase. Lorena no olvidaría nunca las horas que pasara con él. Finalmente, Mauricio sería ejecutado, y ella viviría recordando durante el resto de su vida las humillaciones que le pensaba infligir.