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Cuando la puerta de la celda se abrió, Mauricio vio al grueso carcelero portando una bandeja con pan y una jarra.

—Llevas dos días sin probar bocado —le dijo el guardián—. Es mejor que comas.

Mauricio permaneció en el suelo sumido en el silencio. No deseaba hablar con quien tan poca confianza le inspiraba.

—Si temes que la comida esté envenenada, olvida al menos esa preocupación. Yo mismo he comprado el pan y he rellenado el agua de la jarra. Como no tienes razones para confiar en mí, compartiré los alimentos contigo, para demostrarte que no miento.

Tras estas palabras, el celador tomó asiento en el suelo, partió el pan en dos trozos, ofreció a Mauricio una mitad y empezó a comerse la otra.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Mauricio.

—Una amiga de la familia, a quien no podemos negarle nada, nos lo ha pedido. Puesto que mi única función es salvaguardar tu seguridad mientras te juzgan, no incumplo ninguna norma procediendo de este modo. Tal vez me reprendieran si descubrieran que también he traído algo más —dijo el celador, que extrajo de su zurrón un muslo de pollo—. Sin embargo —añadió guiñando un ojo—, tal cosa no ocurrirá si nadie sabe que hemos compartido tan sabroso manjar.

Mauricio ya no encontró torva la mirada del carcelero, sino amable, y sus carnes generosas se le antojaron afables en lugar de amenazantes. Mauricio sació su sed y saboreó el delicioso gusto del pan y del pollo.

Cuando el guardián abandonó la celda, las esperanzas de Mauricio habían aumentado. Mientras él permanecía encerrado, Lorena y sus amigos estaban removiendo cielo y tierra para ayudarle, hasta el punto de que sus tentáculos se habían introducido ya dentro de la prisión. No obstante, el celador era un mero peón dentro de la partida. Su absolución dependía de los miembros del Gobierno de la Signoria. ¿Qué pruebas se habían presentado en su contra? ¿Estaban su esposa y amigos en condiciones de influir en el veredicto? Lo desconocía.

Mauricio empuñó la pluma y a su mano acudieron unos versos del canto segundo del Purgatorio, donde Dante se encuentra con almas amigas.

Y yo vi que una de ellas se acercaba

para abrazarme, con tan grande afecto

que me movió en sentido semejante.

¡Ah, vanas sombras, salvo la apariencia!

Tres veces por detrás pasé mis brazos,

y en mi pecho acabaron su trayecto.

Creo que enrojecí, maravillado,

la sombra sonriose y se alejaba,

y yo me fui detrás para seguirla.

Él, al igual que el poeta, estaba dispuesto a perseguir hasta la sombra de un fantasma para acabar con los sufrimientos de su purgatorio particular. Sin embargo, en aquella prisión no había más sombra que la suya.